Sudamérica—5.06.2023

23. Pasta la cabra

Hace ya más de 6 meses que me subí a la moto en Asunción con todo un continente por delante. Llevo recorridos más de 20.000 km en 72 etapas y me apetecen unas vacaciones de las vacaciones. Durante la segunda visita a Humahuaca dedico 2 semanas a la vida contemplativa.

Tengo algunas pequeñas tareas que hacer, como cambiar el aceite a la moto o escribir entradas para el blog. Por lo demás, solo tengo que ocuparme de satisfacer las necesidades fisiológicas básicas al ritmo que marca la rotación terrestre.

La tienda de campaña está montada en el fondo del camping La Carolina, bajo un sauce, junto a la alambrada que separa el terreno vecino donde un par de caballos se encargan de mantener cortado el pasto.

Antes de que el sol asome por detrás de la Peña Blanca ya suelo estar despierto. Las campanas de la Iglesia informan de la hora, los ruidos de motos y camiones de que la actividad ya ha comenzado.

A estas horas, la lona de la tienda está rígida, toda cubierta de escarcha. Al subir la cremallera para abrir la puerta, parece que se vaya a quebrar. La hierba también tiene su capa blanca, los cristales de hielo se cuelan entre los calcetines y las chanclas, mojando poco a poco mis pies de camino al tocón que hace de mesa.

Al hornillo de alcohol le cuesta desperezarse. La llama azul tarda un rato en hacerse grande y tomarse en serio su tarea de calentar el agua que hay en la olla. Mientras tanto, abro unos panecillos, pelo un diente de ajo y hasta, si lo pide el cuerpo, cruzo la cancha de fútbol, paso por el quincho y llego hasta el baño.

A la vuelta, el agua está lista para disolver el café en polvo. El fuego queda libre entonces para colocar sobre él la sartén donde tostar el pan. Una vez que el alcohol se ha calentado, la llama es bastante fuerte. El pan enseguida empieza a echar humo, lo mismo que la taza, hasta arriba de café caliente.

Normalmente, el cielo ya está del todo azul cuando acabo el desayuno. El sol empieza a calentar, derrite en poco tiempo la escarcha y el segundo café está listo mucho más rápido. Entre sorbo y calada me voy quitando con gusto capas de ropa. A veces preparo un tercer café, me tumbo en la hierba y me quedo ahí hasta que empieza a hacer calor.

Puede que este día tenga que ir a por provisiones o a ver si por fin ha llegado a la tienda el filtro de aceite para la moto. Pero si no, me quedo en el camping y enchufo la computadora. Eso no siempre significa que vaya a trabajar. A veces, algún otro campista está en el quincho con ganas de pegar la hebra. Otras, mi peor enemigo aparece y me obliga a dedicarme a otra cosa. 

Brrr

Mi enemigo es un cabrón. Literalmente. Creo que es el único macho del rebaño de cabras que pasta en la finca de al lado. Al menos, solo él pasa la valla para colarse en el camping en busca de alimento.

Antes de que encuentre un hueco en el cercado ya se sabe que está de camino, su llegada se anuncia con un penetrante hedor. Al poco de sentir el olor a cueva, aparece por algún rincón con su cara de cabra loca: la lengua, siempre fuera, le cuelga por un lado de la boca; los ojos, saltones y desquiciados.

La mesa donde me siento a trabajar está al otro lado del terreno. Entre el tufo avisador y la distancia, hay margen para recoger los trastos y ponerse a salvo. Aunque al principio se dedique a masticar hojas y brotes de acá para allá, sé que en cualquier momento acabará por echarme de allí.

Le miro de reojo controlando sus movimientos. Si, por desgracia, nuestras miradas se cruzan, ya no hay escapatoria. A partir de ese momento me convertiré en su fijación y vendrá hacia mí para darme cabezazos, chuparme y tratar de morderme, impregnando mis manos y mi ropa de una peste que resiste a cualquier jabón conocido. Por eso, tras haber recibido un par de embestidas, cada vez que le huelo llegar, me escapo hacia el pueblo, fuera de su alcance.

Onda melodía

Humahuaca está más lleno ahora que la primera vez que pasé. Aunque acaban de terminar las vacaciones de Semana Santa, todavía hay bastantes turistas por las calles del centro. El desfile de señoras jubiladas, jóvenes jipiosos y familias pálidas va de las plazas a las tiendas, de los restaurantes a la terminal de autobuses o de los puestos de tortillas a los alojamientos.

Las próximas elecciones locales también animan las calles. En las sedes de los partidos atrona la música mientras terminan de pintar las fachadas o colocar las pancartas. Cada tanto salen de los locales charangas a recorrer el pueblo.

La feria siempre suele estar animada. A lo largo de 3 o 4 calles junto al río, se suceden puestos de comida y comercios de todo tipo, bien en los bajos de los edificios, bien en hileras de tenderetes y kioscos. Comparado con el centro, aquí hay poca artesanía, la comida es más barata y los turistas destacamos por estar en minoría.

Algunos van apurados a cumplir con su ruta. Otros vagueamos, deambulando o tomando el sol. Unos pocos, son viajeros trabajadores que tienen su propio puesto de artesanías. Y hay uno en particular que se dedica a hacer sanciones milagrosas.

Tiene el aspecto de un montañero de la vieja escuela, bajito, recio, botas gastadas y camisa de cuadros. Con un marcado acento porteño aborda a una familia de paisanos que representa toda la pirámide de población, desde el bebé, hasta la anciana que carga sus arrugas en una silla de ruedas.

Después de unas palabras, el montañero coloca sus manos sobre los hombros de la vieja y comienza a gritar: «Jare krishna, jare krishna, krisna krisna, jare jare». Hace algunos aspavientos y concluye: «Se va a recuperar. ¿Sabe Padre Nuestro? ¿Ave María sabe? Rece, con eso alcanza, es más que suficiente. Se va a recuperar».

Protesta vecinal

Algunas tortillas de patata después, sigo mi camino en busca de la frontera con Bolivia. De algún modo es como si esta parada marcase el punto medio del viaje. Hasta la frontera es camino conocido, más allá, será un nuevo país y llegaremos al punto más al norte en lo que va de recorrido.

Es domingo, La Quiaca está muy tranquila incluso en el paso fronterizo. El paso informal entre Villazón, cruzando el río, no está muy concurrido, pero el oficial, sobre el puente lo está aun menos. La salida de Argentina resulta fácil y rápida. Del lado boliviano es un poco más enrevesada y supone varios zigzagueos y un par de cruces del puente a pie para llegar a una y otra ventanilla. Nada grave.

Bolivia también está de domingo. Cerca de la frontera, en la calle principal hay muchas tiendas abiertas pero con pocos clientes. El resto está prácticamente vacío a parte de una pequeña procesión con su banda de metales desgarrados y un grupo grande de motos de campo que vuelven de hacer el cabra por ahí.

Es primera hora de la tarde, de modo que sigo por el altiplano en dirección a Tupiza. Por el momento no hay un cambio radical con respecto al otro lado de la frontera, pero sí pequeñas diferencias como los abundantes minibuses, repletos de carga, pasajeros y adhesivos, y el revestimiento de algunos edificios que se ven desde la carretera, cubiertos de espejos y colores llamativos. Modestas versiones rurales de los cholets. 

Si el abuelo levantara la cabeza

Llego de noche a Tupiza, el primer lugar desde la frontera donde he visto alojamiento. Aquí hay bastantes opciones, puesto que es destino turístico. Don Gonzalo me capta nada más verme doblar la esquina de su hostal. Guardamos la moto en su oficina y me voy a dar una vuelta.

Por las calles hay numerosos motocarros-taxi, conocidos como toritos, con decoraciones fantasiosas y conducción temeraria. Hacia la Plaza de la Independencia voy pasando por delante de muchos restaurantes. Unos ofrecen platillos bolivianos. También hay un par de pizzerías (la que se lama Tupiza ha dejado pasar la ocasión de poner una Z más en el nombre). Pero sin duda, la oferta más repetida es el pollo a la broaster.

Me parece que hay cierto orgullo patrio en que Bolivia sea el único país del continente donde McDonald’s fracasó rotundamente. Sin embargo, es evidente que el pollo frito al estilo Kentucky ha arraigado con fuerza. Sin que haya una franquicia multinacional detrás, eso sí.

En el centro de la plaza, una banda militar ocupa el kiosco de música. Me apuesto cualquier cosa a que ni uno solo de los soldados se ha presentado voluntario. La subo con que el reparto de instrumentos tampoco ha obedecido a criterios musicales. Perpetran con valentía un popurrí de música brasileña que resulta ser la última pieza del concierto antes de la retreta dominical con El Cóndor Pasa.

La noche está templada, dos viejos fuman en un banco, un padre va apurado detrás de su hija pequeña, empeñada en corretear alrededor de una fuente. Dos chavalas cuchichean entre lametón y lametón a sus helados. Alrededor de la plaza los conductores de coches, toritos y motos comprueban el buen funcionamiento de sus bocinas. En el aire, olor a pollo frito.

¿Qué se siente al matar a un gatito?

Durante la mañana siguiente recorro Tupiza con la moto en busca de algunos repuestos que, según el manual, debería de cambiar ya por el número de kilómetros acumulados. La mayoría de los toritos son del mismo fabricante que la moto, por lo tanto hay bastantes tiendas de la marca. También he visto alguna Boxer circulando, sin embargo no encuentro ningún recambio específico.

Lo que sí se encuentra en cualquier esquina son pequeños puestos de comida, zumo de naranja o refrescos caseros. Algunos de los puestos tienen su lugar fijo en la esquina de una plaza o forman una hilera de casetas metálicas frente a las que colocan un par de mesas con sus sillas.

También está la modalidad del carrito con diversos grados de sofisticación. Pueden tener un tejadillo, un altavoz que distorsiona un reclamo repetitivo, varios contenedores de plástico con las distintas bebidas, unos cuantos vasos de cristal y algunos taburetes alrededor.

Quienes venden guarapo de caña, tienen su prensa a motor por la que pasan varias veces las cañas hasta exprimirles la última gota. Los más sencillos, son simples carritos de la compra o neveras portátiles llenas de gelatinas o helados.

La oferta es infinita. Mucho más abundante que en cualquier otro lugar por el que haya pasado hasta el momento. Lo mismo pasa en el mercado campesino, donde en cada parada se amontonan cantidades ingentes de frutas, verduras, ollas, cacharros de plástico, ropa, herramientas o qualquier otra cosa.

A lo largo de varias calles cerradas al tráfico están instalados los puestos entre los que se alternan otros de comida y grupo de cholas que, sentadas en el suelo, ofrecen pequeños montoncitos de papas, maíz o ramilletes de hierbas mientras comen un plato de sopa.

En el centro del entramado hay dos pabellones, uno abierto, con más toneladas de vegetales multicolor y otro cerrado, donde están las carnicerías y los comedores. Frente a costillares, patas de pollo y vísceras se colocan bancos y mesas corridos atendidos por mujeres que vocean el menú disponible. La calle, sin embargo, se encuentra sorprendentemente silenciosa.

«¿Qué va a comer, caserito?» Me dice una señora a la vez que me agarra de la cintura. Cazado. Gustosamente cazado. Como apenas he entendido nada de la retahíla de platos que ha pregonado, me quedo con la sopa. Por poco más de un euro me planta delante un plato tamaño barreño de sopa de pollo con arroz y papas. Por la mesa, circulan de mano en mano un cuenco de ají y otro de cebolleta picada para terminar de sazonar los platos al gusto, de por sí sabrosos.

Trepada hacia los 43

Se acerca el día de mi cumpleaños. Para mantener la tradición de las celebraciones solitarias como las del 24 y 31 de diciembre me voy en busca del Salar de Uyuni.

El primer repostaje en Tupiza me enseña otra novedad que llega con el cambio de país: conseguir combustible no es tan sencillo como ir a una gasolinera cualquiera. En el primer intento, de las dos estaciones que se encuentran una junto a otra me decido por la que está vacía.

La chica me pide algo que no entiendo. Un código o un documento o alguna cosa que no tengo y que no está dispuesta a aclararme de qué se trata. Tal vez, esta exigencia es el motivo por el cual la gasolinera está vacía mientras en la de al lado hay cola.

Aunque es una cola extraña. Aparte de un camión, el resto son peatones con garrafas y un papel en la mano. Mientras llega mi turno veo un panel con los precios, divididos en dos columnas según sea para vehículos nacionales o extranjeros, a más del doble.

La nueva dependienta se niega también a llenar mi tanque, pero al menos me informa de que podrá hacerlo si le presento una copia de un DNI boliviano que, evidentemente, no tengo. Por lo visto, ni siquiera pagando la gasolina al doble puedo repostar.

En el pueblo queda una tercera gasolinera por probar. En esta ocasión el dependiente agarra la manguera sin poner objeción. Si no quiero factura, además me hará un precio especial entre el boliviano y el extranjero.

Me aclara que la razón de que existan dos tarifas se debe a que los ciudadanos bolivianos tienen el combustible subvencionado. Además está limitada la cantidad a la que cada persona puede acceder, de ahí que se controle el suministro a través del DNI. Pero el motivo por el que no he podido llenar en las otras gasolineras, aun estando dispuesto a pagar el precio internacional todavía es desconocido. Para el futuro me recomienda que negocie el precio sin factura o que pida a alguien que llene un bidón por mí.

San Vicente: plata, cobre, zinc y plomo (mejorando lo presente)

Por fin en la ruta, en seguida dejo atrás el asfalto y la pista empieza a subir sin reparos hasta el altiplano. Hace frío, el camino es solitario y durante todo el día apenas me encuentro con dos o tres camiones y unas cuantas llamas, vicuñas y avestruces.

Cruzo un par de palabras con los vigilantes que controlan el acceso y la salida a las instalaciones de la Pan American Silver en la mina de San Vicente, por donde tengo que pasar y en donde supuestamente murieron Butch Cassidy y Sundance Kid, legendarios miembros de The Wild Bunch.

La moto avanza despacio pero el sol va cayendo rápido. Segunda etapa en Bolivia y de nuevo se me hace de noche. Estoy cerca de San Cristóbal, no me queda más ropa de abrigo que ponerme y de regalo hay que cruzar un río, bastante ancho, en plena oscuridad.

San Cristóbal parece muerto. Todo el mundo debe de estar ya a resguardo. El hostal, junto a la carretera también parece desierto, aunque hay luz en el salón que se ve desde la calle. Un chaval sale al cabo de un rato, me acompaña hasta la habitación que él mismo me asigna y me canta el menú de esta noche: pollo a la broaster.

Altiplano la nuit

La mañana de mi cumpleaños el sol brilla. La dependienta del surtidor me regala un depósito de gasolina a precio boliviano sin poner ninguna objeción. El camino hasta Juliaca, cerca del salar, se divide entre una pista divertida y un incómodo tramo rizado cubierto de gravilla y repleto de cruces levantadas en memoria de los caídos en accidentes de tráfico.

Juliaca está cerca de convertirse en un poblado fantasma. Quedan muy pocas familias que vivan allí, algunos restos ferroviarios y una tiendecita en la que encuentro varios caprichos para la fiesta de esta noche: buen chocolate, cerveza y frutos secos. Lástima que no hubiese ganchitos naranjas ni medias noches de fuagrás.

Es medio día. Me acerco al salar entre cultivos de quinoa. En la tienda me han dicho que no había expediciones de 4×4 programadas para hoy, desde luego, por aquí no se ve a nadie.

Una pista, ligeramente elevada sobre el campo de sal, cruza en línea recta en dirección hacia Uyuni. Don Gonzalo, el hostelero de Tupiza, auguraba que no podría entrar al salar con la moto, resbalaría, mojaría el motor y finalmente lo estropearía.

Supongo que eso se acercaría a la verdad si hubiese llovido recientemente, pero la superficie está completamente seca. Se ven huellas de coche que abandonan el camino y se adentran en el salar.

Allá voy. Dicen que en el centro es fácil perder la orientación, que solo se alcanza a ver un horizonte blanco, que se altera la percepción. Pues no sé. Yo de momento voy a abrir una lata y que empiece la fiesta.

Cof, cof, cof

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