24. La sopa, las patas y la plata
El local no prometía gran cosa. Solo una triste tela estampada con flores desvaídas separaba el frío de la calle de un salón de comidas desierto. Y eso que debía de ser la hora de almorzar y estábamos en una esquina de la Ruta Nacional 5 y una avenida ancha pavimentada con adoquines hexagonales. Sin embargo, tenía mucha esperanza en la sopa de maní anunciada en el cartelón que había sobre la acera. Muy mal se tenía que dar para que una sopa no acabara, de una vez por todas, de sacarme el frío de los huesos.
Tardé un momento en ver a la señora recostada sobre una silla de plástico en una esquina del salón. Ella tardó poco en gruñir que sí podía comer y que, efectivamente, tal y como decía el cartel, sí había sopa de maní. Desapareció hacia la cocina por detrás de otra cortina igual a la de la entrada, dejando a mi criterio la elección de la mesa.
Todos los hules parecían igual de pringosos. Todos los vasos que hacían de cubertero tenían cucharas. En todas las mesas había un cuenco con llajua y una jarra de plástico llena de brebajes de distintos colores. De las mesas más apartadas de la puerta, elegí una con jarra de líquido naranja, suponiendo que sería una opción más segura que las verdes, moradas o rosas.
Probé la llajua mientras llegaba la comida. Era fresca y ardiente al mismo tiempo. Tan sabrosa que alimentó mis esperanzas en la sopa. Hasta que llegó el plato. Un gran cuenco repleto de un caldo ligero y blanquecino en el que flotaban algunas papas, cebolleta y pequeños círculos de grasa. Y ahí estaban, emergiendo desde el fondo, tres enormes patas de pollo. Las miré un momento, tratando de averiguar quién podría más, si mi hambre o mis escrúpulos.
Bebí el caldo, porque eso es lo que se hace con las decepciones, te las tragas y punto. Devoré los vegetales embadurnados en llajua. Pero con las patas simplemente no pude. Definitivamente no era falta de hambre, más bien falta de ganas de enfrentarme a esa piel temblorosa que parecía desintegrarse al menor contacto.
Miré por encima del hombro para asegurarme de que la señora seguía ignorándome y pasaría por alto la operación de envolver las garras en papel y guardarlas en la mochila. Por alguna razón me pareció más decente no dejar rastro de ellas que abandonarlas intactas en el cuenco. Más tarde, algún perro agradecería mi patética vergüenza.
La comida había cumplido su función y hasta los dedos de los pies habían dejado de castañetear cuando volví a la soleada avenida de adoquines hexagonales.
Había pasado la noche en blanco en el salar. No es que las celebraciones de cumpleaños se hubiesen alargado: apenas se ocultó el sol, la temperatura cayó sin piedad. Me apuré a soplar la vela que me regaló Julián en Fiambalá y me refugié en la tienda.
Me puse toda la ropa. Me envolví en el saco y en una de esas mantas aluminizadas que llevaba años cargando en mis equipajes. Cuando no pude más, salí a saltar y a correr por el salar. Nada de eso me ayudó a entrar en calor, pero al menos sirvió para llegar al amanecer. El reflejo del sol sobre la costra de sal fue un verdadero alivio. Aunque no fue hasta la sopa de maní que no acabé de sacar el frío del cuerpo, con la luz del día la vida al menos parecía posible.
Además del pequeño empujón vital que esperaba encontrar en la sopa, comer algo serviría para matar el tiempo. En el lavadero de coches no se ocuparían de la moto hasta que no acabasen de limpiar un par de camionetas. Urgía quitar la costra grisácea que se había formado en los bajos.
Mientras sacaban brillo a la última camioneta, desparramé el equipaje sobre el suelo de tierra para dejar la moto lista para su baño. El propietario del todoterreno se acercó a calmar su curiosidad a base de preguntas.
Cuando su vehículo estuvo reluciente, avanzando lento sobre sus botas de goma, se nos unió el señor del lavadero. Llevaba encima un color indefinido, entre marrón y gris, en la ropa y en la piel. El curioso consideró necesario informarle de mi nacionalidad, a lo que el arrugado respondió:
—Ah, los que se robaron la plata.
No sabía si era una broma, una acusación o un lamento, lo dijo como quien comenta el parte del tiempo. Lo dijo enseñando dos filas de dientes metálicos. Pensé que tal vez llenarse la boca de fundas de plata fuese un intento de conservar lo último que le quedaba.
Aleluya! Vuelven las crónicas y volvemos a quedarnos con la miel en la boca. Hasta la próxima a ver quién se come las patas!
Un perro con suerte
No sé dónde te encuentras ahora pero da Igual, me alegro mucho de volver a leerte, a compartir tus peripecias mundanas y esperar la próxima entrada. Bienvenido
Gracias, Paz. Para esta entrada he hecho como que estaba por Bolivia, aunque ya no es el caso.
Bienvenida a ti también!
Estupendo relato. No sé si estás de nuevo viajando o el viaje hace tiempo que lo hiciste. Yo con las patas del volátil habría hecho lo mismo que tú.
¡Salud !
Esto fue por estas fechas hace 2 años. Estoy repitiendo aquel viaje con la memoria.
Las patas las disfruto un perro que las ne estaba mucho más que yo.
Aúpa!
Da gusto leerte y más lo dará verte. Amén !!
😘😘😘
Muy bueno Joaquín. Que recuerdes tu viaje después de dos años significa lo mucho que lo disfrutaste. Un abrazo
Gracias, Rafa. Sí que lo disfruté, a pesar de las patas.