Sudamérica—28.04.2025

25. Mucho más tiempo muerto que vivo

La sal había desaparecido de la moto lo mismo que las patas de pollo de los adoquines hexagonales. Tampoco quedaba rastro ya del perro que las había hecho desaparecer y, tan pronto como devolviese el equipaje a su sitio, también yo me esfumaría de allí, hacia el norte por la Ruta Nacional 30.

Tenía pensado abandonarla en cierto punto para adentrarme en la sierra hasta acabar enlazando con la Ruta Nacional 1. Días antes había marcado ese punto en el mapa. Ahora, echando un último vistazo al salar desde un forjado desnudo que hace de mirador, le concedí a la idea un cigarrillo valorativo: lo razonable, desde luego, era conseguir más ropa de abrigo, provisiones y una cama antes de dejar el asfalto.

En la población más cercana no encontré abrigo, alojamiento ni entusiasmo. La tarde se deshacía y no quería pasar otra noche tiritando como un tonto. Continué hasta Challapata. Para dormir donde duermen todos, comer donde comen todos.

Se dice «aventura», pero se escribe «renuncia». Vas por una carretera y a los lados se abren caminos que no tomarás. Aceptarlo no es resignación, es método. Los dejas atrás con una mezcla de culpa y prisa. Al final, lo que dibujas es una línea ridícula, apenas visible en el mapa.

Lo más complicado de viajar no es encontrar el camino, sino aceptar todos los que te vas a perder. Sabes que no vas a detenerte, y eso es lo que realmente te transforma. A fin de cuentas, ¿qué es el viaje sino un entrenamiento para la idea de que estaremos mucho más tiempo muertos que vivos?

Con el cielo ya oscuro, detuve el motor prácticamente en la intersección de las dos carreteras. En Challapata, frente al Residencial Cory. Desde el otro lado del mostrador de recepción, una voz dulce, de dientes blanquísimos, me ofreció caramelos de miel acercándome un cestillo, como quien dice: bienvenido, ya no hace falta que te esfuerces más por hoy.

La dueña de esa voz se llamaba Cory. Esa noche no habría estrellas ni acampada en el altiplano, pero encontrar a Cory en el Cory me resultó de lo más reconfortante. No sabría explicar el porqué, pero también me pareció hermoso.

En los alrededores del Cory, desperdigados sobre la calle, algunos participantes de la feria de productores se resistían a volver a casa. Quizás seguían allí por inercia o mientras les quedasen existencias. Leche, quesos, pilas de papas y quinoa. Las calles estaban silenciosas y oscuras. Algunos rostros aparecían flotando sobre las pantallas de sus móviles.

Me rendí, una vez más, ante la sencillez, y renuncié a la exploración gastronómica: pedí una hamburguesa de huevo. Y eso fue lo que me dieron: una hamburguesa de huevo. No con huevo. No junto a huevo. Era un huevo dentro de un pan. Punto.

Por suerte, aquella literalidad estaba acompañada de otra certeza. Como la de que Cory esté en el Cory, o que la Cruz del Sur apunte exactamente hacia el sur, el balde de llajua estaba a disposición del comensal. Puse llajua hasta que escoció y me fui a dormir feliz de haber aprendido la diferencia entre de y con.

Y lo demás, lo que no hice, lo que no vi, quedó atrás.

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