Sudamérica—27.02.2023

14. Cowboy de medio pelo

Hoy me siento medio gringo. Llevo a Kris Kristofferson a todo volumen en el altavoz acoplado al manillar. Voy surcando el paisaje a lomos de mi potranca alazana como un vaquero de Marlboro de pacotilla.

Desde que crucé el Río Grande sobre el Puente Amarillo junto a los tres amigos, voy siguiendo su curso en dirección al sur. Una vez que la Ruta 40 pasa sobre él, comienza a surcar el campo volcánico del Payún Matrú donde forma un desfiladero de basalto.

Se bordea aquí una de las coladas de lava más grandes del mundo. Hacia el este se observan infinidad de cráteres emergiendo de un terreno entre ceniciento y rocoso atravesado al compás de música country.

El Río Grande acaba por encontrarse con el Barrancas para formar el Colorado, que hace de límite con la provincia del Neuquén, comienzo de la región patagónica.

En Buta Ranquil, dejo la 40 atraído magnéticamente por un imponente volcán, el Tromen. Desde el pueblo arranca una pista pedregosa que asciende por fuertes pendientes sobre la ladera hacia la cara norte.

Me había prometido dar un descanso a la moto de este tipo de caminos. Pero no resulta fácil saber cómo van a ser antes de adentrarte por ellos. Tratando de interpretar el dibujo del trazado sobre el mapa, las curvas de nivel y el paisaje que entra a través de mis hipermétropes ojos, me figuro que la parte dura no es muy larga.

Aquí entra en juego la relatividad. Comparado con los 345 km totales de esta etapa, el tramo de ascenso complicado es insignificante. Sin embargo, hay que recorrer todos y cada uno de los metros que lo componen.

Cada piedra superada, cada curva dejada atrás, es un pequeño logro que empuja a continuar hasta que llegue el momento en el que dar la vuelta ya no sea una opción. Ya casi estamos, potrilla. Le digo a la moto colocando mi mano en el bollo del depósito con la esperanza de que pase por alto esta nueva traición.

El escorial de lava está muy cerca. Es como estar observando un fotograma congelado. Las toneladas de flujo parece que vayan a continuar su curso en cualquier momento. 

Poco a poco, la aridez del terreno se va salpicando de verde. Al principio se concentra en pequeñas vegas surcadas por ríos cristalinos. Luego, algunas laderas que miran al oeste se cubren de bosques de coníferas.

Tras pasar la noche en Andacollo, continúo hacia el sur, paralelo a la cordillera. La música texana me inspira a cabalgar en libertad hacia la puesta de sol haciendo caso a un cartel que señala un desvío hacia el oeste con un nombre sugerente que no recuerdo.

La pista sube y baja siguiendo las modulaciones del slide sobre el diapasón de la guitarra. Va de izquierda a derecha como armónica sureña. Mi culo rebota sobre la grupa de la potranca al ritmo trotón del contrabajo.

Para más ambientación, 20 o 30 vacas giran al unísono sus cabezas al vernos aparecer asomando tras una curva. La mayoría se apartan del camino, pero hay tres que no tienen intención de quitarse. Como si estuviesen custodiando el portón cerrado que hay en la cerca.

Maldita sea, no solo no dejan el camino libre, sino que se se encaran desafiantes girando su cuerpo sin apartar la mirada.

Una de mis pesadillas más recurrentes se desarrolla en una plaza de toros. Me encuentro en el tendido cuando el morlaco de turno salta el burladero sembrando el pánico entre el respetable.

Mientras todo el mundo corre espantado de un lado a otro, yo permanezco inmóvil en mi sitio. Con el mismo terror que los demás, pero incapaz de moverme del sitio. El toro, por su parte, pasa repetidamente por mi lado sin prestarme atención.

Creo que estos ejemplares están lejos de ser un toro bravo, pero no me hace ninguna gracia la idea de que se arranquen para darme un topetazo. Así que les dejo en paz y me voy por donde he venido tratando de justificar mi cobardía con el hecho de que el camino no tiene salida unos kilómetros más allá.

No tengo dudas de que habría sido expulsado del rancho, o al menos relegado a tareas secundarias como lavar los jarrillos o preparar café de puchero y cowboy bread si algún texano hubiese presenciado tan penosa actuación.

Ida y huída

Dada mi inutilidad como vaquero, me voy picando espuela en mi papel de jinete solitario. ¡Hi-yo, Silver!

Esta visto que los volcanes ejercen un poder de atracción. No solo sobre mí, sino sobre mucha otra gente que se dirige hacia Copahue, la población que se encuentra a los pies del volcán del mismo nombre.

Al tomar el desvío hacia allí no lo parecía tanto, pero al abandonar la pista por un momento para ver el Salto del Agrio, llego a un estacionamiento abarrotado.

No es para menos, la cascada bien merece una visita. El agua que baja desde lo alto del volcán arrastra minerales que colorean el curso en tonos ocres, anaranjados y rojizos.

Al llegar a un profundo socavón circular, el agua se precipita varias decenas de metros sobre una laguna que completa la paleta con verdes y azules intensos.

Gran parte del público da la espalda al espectáculo interponiendo sus caras entre la lente de la cámara de sus teléfonos y la caída del agua. El sol queda a sus espaldas y ya casi se está despidiendo por hoy, por lo que, vista la postal, toca ir buscando guarida.

La población, que se encuentra en una cima amesetada, es ciertamente un destino turístico en esta época del año. El Copahue está en activo, como prueban las numerosas fumarolas y un persistente olor sulfuroso.

En el pueblo hay numerosas instalaciones que aprovechan las aguas termales para ofrecer baños terapéuticos y relajantes. También hay un camping que tiene un dueño calcado al actor Federico Luppi.

A pesar de que está casi completo y que no tengo reserva, el propietario me proporciona un pequeño lugar «especial para solitarios» donde acomodarme.

Esta montaña no es particularmente alta, ronda los 2.000 msnm, pero aun conserva bastantes parches de nieve y, durante el invierno, el pueblo queda totalmente cubierto y abandonado hasta la siguiente temporada. Las construcciones tienen un aspecto ajado y envejecido.

Pareciera un proyecto urbanístico a medio hacer. Entre las viviendas, los hoteles y balnearios, quedan solares vacíos encajados en el damero de sus calles.

Por ellas transitan pequeños grupos de personas vestidas de alpinistas. Otros muchos apenas van cubiertos por un albornoz y, como mucho, una toalla enrollada en la cabeza y un neceser en la mano. Envueltos en felpa, caminan como ausentes de vuelta a sus habitaciones tras un fétido baño termal. 

El lugar que me han asignado en el camping está protegido del viento que baja de la cima por un vallado de madera en blanco despintado. A los lados, bastante cerca tengo una caravana y una tienda de un par de matrimonios de mediana edad.

Las mujeres me han dado la bienvenida en cuanto me han visto. Los hombres han tardado un poco más. Lo han hecho quizás animados por el delicioso humo que desprende mi venganza bovina en forma de tapa de cuadril asada.

Aunque se han acodado al otro lado de la parrilla, no han querido probar la carne. Han dicho que ya habían cenado, pero tal vez es que no se fían de las dotes asadoras de un gashego.

O puede que simplemente, para el hombre argentino, una parrilla humeante posea una fuerza atrayente ineludible, como si de un pequeño volcán se tratase, y no puedan evitar acercarse y, de paso, contribuir con algo de leña, una mesa y un rato de charla.

Fumarolas en Copahue

Estoy a un pequeño paso de Chile. De hecho, este volcán está en plena frontera. Sigo dejando atrás algunos cruces internacionales mientras en el paisaje comienzan a aparecer los primeros bosques de Pehuén, el pino patagónico.

También aparecen edificios de estilo alpino y algunos lagos de aguas transparentes. Poco a poco el paisaje va dando pinceladas de lo que llaman la Suiza argentina.

Además de la orografía y la arquitectura, hay otros aspectos que me recuerdan a esa zona en verano. Las carreteras están atestadas, en cada pueblo hay un atasco y los alojamientos están llenos y son caros.

No se puede negar que el marco es, como todos los marcos, incomparable, pero estoy echando de menos las rutas solitarias y por otra parte, empiezo a correr el riesgo de quedarme sin textos que publicar a tiempo.

Este es un problema de relativa gravedad. En realidad es un poco exagerado decir que sea un problema y considerar si quiera que tenga algún nivel de gravedad, por pequeño que sea.

Es un poco paradójico que escribir sobre el viaje a su vez condicione su desarrollo, pero ya es urgente encontrar un lugar donde poder trabajar.

Hay puristas que consideran que existen formas correctas de viajar frente a otras menos auténticas y hasta menos respetables. Para algunos de ellos, dedicar parte del tiempo del viaje a otra cosa que no sea explorar, realizar intercambios culturales o, en definitiva, vivir intensamente la experiencia, es un error imperdonable. Falacias.

Algunas de esas personas son, además, del tipo de las que les gusta decir a los demás qué, peor aun, cómo tiene que hacer las cosas.

Está claro, que pasar uno o varios días sin moverse del sitio para escribir sobre el pasado puede significar impedir que se produzca un encuentro inesperado, conocer un paraje emblemático o recorrer un excitante camino en el presente.

Pero escribir forma parte de este viaje tanto como reparar pinchazos, cagar en el campo o seguir recomendaciones fallidas de lugares que visitar.

Aconsejado por mis amigos parrilleros acabo llegando a Villa Pehuenia, al borde del lago Aluminé. El trayecto va mejorando por momentos, cuanto más cerca del destino, más prometedor. 

Los bosques de pinos se van haciendo más densos, los arroyos y ríos siguen cristalinos y frescos y a veces aparecen hipnóticas columnas basálticas con patrones sinuosos.

De la cantidad de campings que hay a orillas del lago, elijo uno un poco retirado del pueblo, bastante bonito y ligeramente más barato que el resto.

Aunque cuesta lo mismo que la habitación de La Quiaca, donde tenía calefacción, baño privado con agua caliente, buena cama… aquí hay un pequeño retrete a compartir con todos los campistas y una ducha de agua helada.

Por si fuera poco, a pesar de que hay un reglamento que te obligan a leer antes de acceder, bastante estricto en cuanto a ruidos y música, durante la noche, varios grupos hacen caso omiso impunemente.

Chile sigue estando a tiro de piedra. Pero Bariloche y otros lugares insistentemente recomendados, también quedan bastante cerca (en escala argentina). Ya que estoy aquí, voy a acercarme hasta el departamento Los Lagos.

Un motoquero con el que he coincidido en el camping me recomienda un lugar en Junín de los Andes, que podría cumplir lo que llevo tiempo buscando. De camino hacia allí, como si de un volcán se tratase, un pequeño cartel de madera señala la entrada a una zona de acampada.

Aunque está muy cerca del ajetreo turístico de Villa Pehuenia, desde que desaparece el asfalto ya casi no hay tráfico. El camping está prácticamente vacío.

Junto a un río tranquilo y lo suficientemente profundo para zambullirse en él, hay un gran terreno alfombrado de pasto que un grupo de caballos mantienen bien cortado.

Hay desperdigados varios fogones y algunas mesas y bancos de madera. Más tranquilo no puede ser. Milagrosamente, hay conexión wifi en la zona de la cabaña que hace de recepción y vivienda del joven Johnny, quien se encarga de la gestión del negocio.

Es casi perfecto salvo porque la energía eléctrica proviene de un pequeño panel solar que rinde lo justo para cubrir las necesidades de Johnny. Por lo que, una vez agotadas todas las baterías de mis dispositivos, no tengo más remedio que continuar. Después de haber hecho algunos avances con las publicaciones, eso sí.

En Junín, la recomendación resulta no ser lo que esperaba. Todo sigue apuntando a que conforme más al sur vaya, peor va a ser. Como dijo el otro: a veces cuanto mejor, es peor.

Porque sin duda se trata de un lugar hermoso y seguro que tiene mucho por conocer. Eso lo saben en todo el país, por eso la mitad de la población está aquí disfrutando de sus vacaciones.

Me acuerdo de mi fugaz amigo austriaco quien, huyendo del sur, se había propuesto viajar rumbo norte cruzando los pasos andinos.

De manera que de una vez por todas tomo la decisión de dejar temporalmente el país. Guardarme los pesos que me quedan para más adelante y empezar a mirar hacia el norte más cerca del Océano Pacífico.

La llamada del oeste

Son casi dos meses ya por Argentina. Hemos superado los 12.000 km lo que significa que toca una pequeña puesta a punto.

Las referencias que tengo de Chile auguran un futuro económico delicado, de modo que aprovecho el último día en Argentina para acercarme a Villa la Angostura a hacer acopio de provisiones.

Una noche más junto al lago Nahuel Huapi y mañana ya dormiré en el tercer país del viaje. 

El sol se ha ido hace un momento, dejando las nubes de color magma. Desde la tienda hasta la orilla hay un buen número de metros cubiertos por completo de piedra pómez.

La acción del agua las ha dejado redondas, de un tamaño uniforme. Son blancas y etéreas, se deshacen a la más mínima presión. Al caminar sobre ellas, uno siente que lo hace sobre centenares de merengues secos que crujen suavemente bajo los pies mientras Dr. John canta por los auriculares Right place, wrong time.

En seguida vuelvo ¡boludos!


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12 comentarios

  1. He disfrutado a tope de esta etapa. Música, humor y compartir esa naturaleza hermosa.
    Cada uno que se monte el viaje a su manera, hay tantos viajes como viajeros y es un gusto seguir el tuyo.

  2. Yo también me siento atraída por los volcanes! Escrito relajante con fotos impactantes. Precioso! Y vídeos impresionantes! Mil besos

  3. Albert, nuestro Albert -La Bestia- es de memoria prodigiosa pero a sus 67 años aún sigue anotando sus vivencias del viaje sobre cualquier recorte de papel, en cualquier venta de la carretera ante un vaso de vino. Los kilometros los suma en su añejo y destartalado mapa de papel.
    ¡Overflanders.. a mí!

  4. Los volcanes y las montañas son hermosas, estoy segura que también estaría siguiéndolas a toda costa.
    Otro gran relato, a disfrutar y valorar esos tiempos de quietud para seguir escribiendo. Lo haces muy bien Chimue.


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