07. Adanismo
Con toda seguridad, soy el primer panadero que cruza el chaco paraguayo en una moto de 150 cc con una costilla rota. Bueno, además de autoproclamarse el primero en hacer lo que sea, también hay que exagerar un poco el sufrimiento para añadir épica a la gesta. No creo que esté rota, pero el costado me duele como si me la hubiesen arrancado para concebir una nueva criatura.
Desde que tuve la caída recorriendo la ruta PY17, el dolor ha ido aumentando. Los primeros días los pasé retenido en Horqueta, esperando a que la lluvia me dejase continuar y apenas era una molestia en la espalda.
Una vez que volvió a salir el sol, me trasladé a Concepción. Unos pocos kilómetros por asfalto y un par de días dedicado a tareas poco exigentes, imagino que también ayudaron a contener el dolor, aunque la molestia persistía.
La razón de mi visita a Concepción era fundamentalmente práctica. Se trataba de realizar los preparativos para acometer la ruta a través del chaco y el paso a Argentina aprovechando que es una de las ciudades más importantes en el límite entre las regiones oriental y occidental del país.
El chaco comprende la extensión más grande de Paraguay y, a la vez, la menos poblada y con menor desarrollo. Sobre ella solo había recibido numerosas advertencias en cuanto al equipamiento, las rutas o el clima, por citar algunas.
Otras referencias de viajeros, presentan el chaco como algo temible e inhóspito (no obstante se le conoce como el infierno verde), por lo que más me valía entrar preparado y con los deberes hechos. Había que poner la moto a punto y hacer acopio de víveres y de un puñado de dólares.
El día que llegué a Concepción se cumplían dos meses desde que aterricé en Asunción. Un mes y medio desde que salí con la moto. Había dejado mucho por ver, sobre todo en el interior de la región oriental, y asomaba duda de si agotar los 90 días que me había concedido graciosamente la Dirección Nacional de Migraciones, o continuar adelante. La decisión de cruzar al otro lado del río Paraguay significaba, irremediablemente, tomar el camino de salida.
Un vistazo al efectivo disponible en la cartera y otro a la hoja de cálculo donde voy anotando los gastos, disipan las dudas. Es hora de avanzar.
Para ingresar al chaco hay que hacerlo presentable. De modo que la ropa va a la lavandería y la moto al lavadero. FullCar Concepción, aparentemente es un lavadero más de los que hay en el bulevar.
Desde el fondo del recinto viene un chaval bastante vivo dándome la bienvenida en cuanto asomo la rueda delantera por la entrada. «Te voy a cobrar 10.000, mi loco», me dice con un fingido acento caribeño. Hágale, pues.
Antes de ponerse a ello, Damián me acompaña hasta el fondo para invitarme a un plato de arroz carretero que él y sus compadres han preparado con los restos del asado del domingo. Sobre la barbacoa, fabricada aprovechando la llanta de un coche, hay una sartén rústica de la que ya han sacado la mayor parte del arroz.
Mientras él lava la moto y los compadres y yo acabamos nuestros platos, aparecen dos niños por el lavadero ofreciendo algunos productos. Damián se queda con un termo de agua para el tereré.
No tarda mucho en aparecer el verdadero propietario del termo. Un barbas de camiseta azul, algo encendido, viene preguntando por los niños, el termo y alguna otra cosa que le ha desaparecido.
Dice haberlos perseguido, pero ya no llevaban nada encima cuando los cazó. Como son indígenas, la policía no puede hacer nada, pero es que tampoco lo haría si pudieran. No valen para nada. Dice, justo cuando pasa por delante un coche patrulla. Recompra su termo a Damián y se marcha resignado.
Hasta el momento, es lo más cerca que he estado de la inseguridad y el crimen. Aunque Damián y los demás me aseguran que la cosa está fea, y que trate de circular siempre por las calles asfaltadas si no quiero que me asalten a mi también.
La moto ha quedado como nueva. De la arena que se había colado por todos los rincones no queda ni rastro. Los mandos de las luces estaban medio atrancados y el tacto general de la moto era como crujiente.
Tampoco queda ya ni un grano de arroz en la sartén, solo un rato de sobremesa y la negativa de aceptar el pago por sus servicios más que unos simbólicos 2.000 pesos colombianos que llevaba en la cartera y que han pasado a formar parte de la colección de monedas extranjeras de Damián.
Pese a las recomendaciones de esperar unos días para ir al chaco, salí hacia allá dos jornadas después de llegar a la ciudad, confiando en que al sol ya le hubiese dado tiempo de secar el barro.
Alcanzar el chaco desde Concepción podría haber sido cuestión de unos cuantos minutos y unos pocos metros sobre el río Paraguay a través del puente Nanawa.
Pero preferí alargar un poco más mi estancia en la margen izquierda para cruzar el río en barco desde un punto más al norte, cerca de nuevo con la frontera brasileña. Por una parte, hacer el paso a esta altura me evitaba transitar por una ruta muy concurrida, por otra, me permitía más opciones de caminos a seguir una vez dentro del chaco.
Por eso, tomé rumbo norte hacia Tres Cerros por ruta asfaltada. Desde allí, una lancha debería llevarme hasta Puerto Casado. Si bien la mañana estaba fresca, al llegar a Tres Cerros, debía de ser ya medio día y el calor era intenso.
El puerto consiste en unos caminos de tierra que mueren en el río, una única plataforma a la que se acoplan los botes que transportan los vehículos y un pequeño techado para refugio de los que esperan.
Seguramente, esperar es una de las cosas que más se haga en ese puerto. Hay varias embarcaciones que transportan vehículos. Parece ser que mantienen la actividad durante 12 horas, de 6 a 18 h. Pero no zarpan hasta que no están llenos, por lo que no hay horario que valga.
Detrás del puerto hay varios hornos de cal que humean sin piedad, extendiendo a su alrededor una bruma blanquecina que multiplica el brillo del sol. Todos los botes están en la otra orilla.
Me marcho hasta la siguiente población, Villamí, por si hubiese manera de cruzar desde su puerto. Que no la hay. Pero una vez allí, me animo a comer algo en un lugar cercano al río.
En el comedor al aire libre soy el único comensal. Ya se ha pasado la hora de comer, por lo que estoy rodeado de sillas vacías, y mesas con los restos de las comidas que han servido hace un rato.
En el menú solo hay una opción: arroz con costilla. Varios perros se tumban junto a mi mesa esperando que caiga algo. Un par de gallinas también picotean por allí. En el televisor, la novela atrona con truculentas historias de la alta sociedad capitalina.
De vuelta en Tres Cerros, sigue sin haber ni rastro de las embarcaciones. A la sombra de un escueto árbol, prendo un cigarrillo. Antes de poder guardar la colilla apagada en el celofán del paquete, aparece Jorge a ofrecer sus servicios.
Jorge me ha visto pasar hace un momento y no desaprovecha la oportunidad. Tiene una pequeña barca en la que me puede llevar ahora mismo a la otra orilla. Por algo más del doble de lo que cuestan las lanchas, en 10 minutos me pone en Puerto Casado. Es su última oferta.
Entre los dos cargamos la moto en la barca y en seguida el pequeño motor Yamaha nos propulsa río arriba. Jorge saca dulce de leche y algo de pan justo antes de poner la proa de cara a las olas que salen desde el casco del bote que viene río abajo, hacia Tres Cerros.
El lugar de desembarque está algo alejado del pueblo porque allí no podríamos sacar la moto, dice. Este sitio tampoco es muy cómodo. Para sacarla, salvando el desnivel entre el agua y la orilla hay que forzar un poco la postura. La costilla se resiente.
A ras de agua, por fin he llegado al chaco. Estoy contento y me acerco a celebrarlo a la sombra de un gran árbol, donde hay dos testigos de la operación desembarque que han saludado antes desde allí.
Se trata de dos hermanos que esperan cruzar al otro lado para tomar un autobús que les lleve de regreso a Asunción después de haber venido a visitar a la familia. El viaje les llevará toda la noche, siempre que la lancha no tarde mucho en salir.
Parece que la lancha va a esperar hasta la hora del último viaje, las 18 h. por si aparece algún pasajero más. Eso deja a los hermanos con la incertidumbre de si llegarán a tiempo para subirse al autobús. Sin embargo no están nerviosos. Lo que tenga que ser, será.
No encuentro muchas opciones de alojamiento en Puerto Casado. Todas son hoteles, nada de hospedajes, hostales o pensiones, que yo vea. Así que me decido por uno que está en la calle principal, encarado a la ruta que abordaré al día siguiente.
Una vez instalado en mis aposentos, me voy a la galería exterior a consultar en el mapa las distintas opciones de recorrido. A este lado del río, el ambiente es sofocante y polvoriento. Un par de estornudos consecutivos, me provocan un dolor punzante en el costado derecho que me dobla por la mitad.
Tres huéspedes que llegaron hace un rato se disponen a prender la parrilla. Por la puerta principal entra un todoterreno cargado de sillas de plástico. Yo me voy a tumbar un rato a ver si se me calma el dolor.
A los pocos minutos, comienza una fiesta en el patio delantero del hotel. La cumbia está a tal volumen que no se me ocurre nada mejor que unirme a ella. Pero no soy capaz de pasar de la esquina de mi pasillo. Me duele tanto que me asusto.
En la cama, la invasión acústica impide por completo ignorarla, por lo que me dedico a intentar entender las letras. Cada dos canciones, repiten una que ensalza los logros de un partido político local, destacando, pormenorizadamente, las cualidades de cada uno de los miembros.
Pronto son las elecciones y parece ser que han elegido el patio del hotel como sede de un acto de campaña. Recuerdo mis primeros días en Asunción. Chiqui, mi vecino-anfitrión, estaba trabajando para uno de los partidos.
Según él, meterse en política era la mejor manera de encontrar trabajo. Me contó, sin inmutarse, que su labor actual consistía en ir casa por casa buscando el apoyo de los futuros votantes previo pago. Hecho esto, luego podría conseguir un puesto en obras públicas o algo similar en caso de que su candidato resultase vencedor.
Carlos, el propietario del Hospedaje González, me detalló con orgullo los puestos funcionariales que había conseguido para sus hijas durante el tiempo que había formado parte del gobierno local.
Resulta que este hotel es propiedad de la candidata a intendente o gobernadora o lo que sea. ¿Qué mejor lugar para agasajar a los vecinos con cerveza y música hasta las tantas? Eso lo supe al día siguiente, después de atravesar el patio lleno de latas vacías camino al salón donde servían un horrible desayuno.
El dolor no ha bajado durante la noche. Puede que incluso haya ido a más. Me acerco al hospital que hay frente al hotel. Una doctora muy joven me hace varias preguntas desde el otro lado de la mesa, mientras da indicaciones a un muchacho para que anote mis datos en un cuaderno. Dice que no debe ser grave si no me cuesta respirar.
Tengo un dolor contínuo que se incrementa en según qué postura o si inspiro hondo, pero no diría que lo hago con dificultad. En cualquier caso, para salir de dudas lo mejor sería hacer una placa. Lastimosamente, en este hospital no hay máquina. La más cercana está en Vallemí, al otro lado del río.
Tratamiento: 5 días de antiinflamatorios y analgésicos, una pastilla de cada en intervalos de 8 horas. Si no se me pasa, estoy autorizado a preocuparne. En la farmacia del hospital me proveen gratis de analgésicos, pero antiinflamatorios no quedan. Pruebe en la farmacia que hay al frente, me sugiere el sanitario.
Hace ya varios días de la caída. La molestia ha pasado a dolor intenso. Un vistazo al recién estrenado botiquín disipa las dudas de qué ruta seguir de ahora en adelante.
Queda automáticamente descartada la que me llevaría varios días por los caminos más remotos. Voy a ir directo a Filadelfia, capital del distrito de Boquerón, donde espero que haya un hospital mejor equipado y alojamiento más económico que el de la gobernadora. Por si las moscas.
Curiosamente, sobre la moto no siento ninguna molestia, siempre y cuando pueda rodar sin sobresalto y no tenga que moverme demasiado, en cuyo caso, recibo una invisible puñalada.
Me separan de la ciudad unos 300 km. La mitad de ellos se trata de una pista polvorienta en forma de corredor con vegetación a ambos lados, prácticamente recta, sin mucho más que mirar que el punto lejano donde fugan todas las paralelas, algún que otro pájaro y ciertos obstáculos que aparecen de vez en cuando, en forma de pozo arenoso, profundas trazas de neumáticos en barrizales ya secos y camiones que vienen levantando una tremenda polvareda.
Tal vez, este tramo sin asfaltar se convierta en una pesadilla si hay lluvia. Quizás si se circula por aquí sin agua y se tiene algún percance que impida continuar, la situación sea delicada. Probablemente, en el caso de sufrir un accidente, pasen varias horas hasta que llegue la ayuda. De momento, solo se trata de un trayecto incómodo.
En la parte asfaltada, el tedio y el calor son los únicos peligros.
Cuando llego a Filadelfia ya ha entrado la tarde. Doy una vuelta de reconocimiento buscando el alojamiento que deberá convertirse en mi centro de rehabilitación para los próximos días.
El trazado de la ciudad es un damero de calles casi desiertas. Los comercios están cerrados, apenas hay nadie y el asfalto se reserva para dos o tres avenidas principales. Hay un ambiente pesado y taciturno.
En un par de hospedajes las puertas están cerradas y nadie responde cuando las golpeo. El picaporte de la tercera por fin cede. Parece la puerta trasera de un tugurio clandestino. Una vez dentro, lo que parece es una cámara frigorífica, con un ambiente frío y un trato gélido.
En el fondo de la habitación hay un pequeño comedor con mesas y sillas de plástico y hules pringosos. A la derecha, una pequeña barra hace de recepción y despacho de una selección de artículos básicos de higiene, dulces y tabaco. Contra la pared hay varias neveras repletas de cervezas y refrescos.
Disponen de habitaciones individuales con baño, tan caras como la de Puerto Casado pero sin derecho a desayuno. Para comer solo le queda dos tristes empanadas de las que me apropio para acompañar las pastillas que tengo que tomar.
Las habitaciones se distribuyen a lo largo de varios pasillos del edificio con planta en L que forma, junto al ala donde está la recepción, un patio que hace de aparcamiento. Alrededor, una galería donde se encuentran desperdigadas algunas sillas, es la única zona común.
Respecto a otros lugares donde he dormido, eso es una excepción. Siempre ha solido haber parrillas, quinchos, mesas y rincones donde poder pasar el tiempo libre. En la habitación tampoco hay más que la cama y el baño, por lo que este sitio no parece muy adecuado para un retiro sanador.
Al día siguiente, la única alternativa que soy capaz de encontrar es incluso algo más cara, pero la relación calidad-precio parece más equilibrada y al menos tengo una mesa donde escribir.
La mujer que atiende, limpia y mantiene el lugar también es bastante seca. El ambiente continúa plomizo y el dolor punzante. Aún me quedan 4 días de tratamiento.
Llegados a este punto, abandono toda idea de recorrer el chaco más allá del camino que me separa de la frontera. El dolor va remitiendo, pero no de forma clara, más bien con altibajos.
Después de lo visto, también se me han quitado las ganas de pistas encajonadas y rectilíneas. Para colmo, la alternativa al calor aplastante, son un par de días de lluvia. Con salir de aquí ya tengo aventura suficiente.
Según mis cálculos, con el efectivo que me queda puedo terminar el tratamiento en Filadelfia y llegar a Argentina en dos etapas. Definitivamente aquí todo es bastante más caro y no tengo ganas de pasar por el cajero.
Los días pasan mortecinos. No estoy en mi mejor momento, eso seguro que no ayuda a encontrarle la gracia a este sitio. Si es que la tiene. Por lo que, terminadas las pastillas, la lluvia y casi recuperado, salgo en dirección hacia Mariscal Estigarribia, en busca de mi última cama paraguaya, si todo va bien.
No hay novedades en la ruta, aparte de los ejemplares de árbol botella que aparecen de cuando en cuando, con su simpática silueta y no tan simpática corteza, repleta de espinas. El baobab del chaco se adapta a las duras condiciones de su hábitat almacenando agua en la parte inferior de su tronco, por lo que se abulta dando lugar a su peculiar forma.
Desde Mariscal Estigarribia sale hacia Argentina la Picada 500, una ruta famosa entre algunos motoristas por su dureza. Hacia mediodía estoy en su arranque dudando de si lanzarme adelante o dejarlo para el día siguiente, como tenía pensado.
Si está seca habrá mucho polvo que ocultará agujeros más o menos profundos. Ese es un riesgo. Si la lluvia cayó fuerte estos días atrás, la cosa cambia. El polvo se habrá convertido en un lodo resbaladizo que puede llegar a hacer intransitable el camino.
El estado en que se encuentra es una incógnita. En buenas condiciones podría cubrir los más de 200 km que me separan de la frontera, pero, si hay algún problema, me caerá la noche en medio de la nada.
Voy a un puesto cercano a ver si me pueden dar alguna información. Un contenedor pintado de azul y rojo, con su clásica vitrina para las empanadas y unas mesas delante parece el lugar adecuado para eso y para pedir algo sólido con lo que pasar las últimas pastillas.
La chica que me atiende esta vez es muy simpática. Me ofrece una ración de vorí vorí, que es lo que tiene hoy de menú, en lugar de las empanadas que le he pedido. En el plato sopero encuentro un caldo amarillento, unas bolitas de harina de maíz y un pedazo de costilla de res. Perfecto para el día nublado y fresco que está haciendo hoy.
Entre cucharada y cucharada, la patrona me dice que cree que habrá barro, pero en realidad no lo sabe. Lo que sí sabe, es dónde puedo encontrar un sitio para dormir, allí mismo, en La Garita, que es como se llama su establecimiento.
Por esta parte de Paraguay, el aspecto de las poblaciones transmite una sensación de provisionalidad, improvisación y supervivencia. Pasa igual con los vehículos. Junto a La Garita, está el marido de Carolina, la patrona, tratando de encajar a base de golpes el portón trasero de un Nissan Terrano.
Rodrigo, compró el coche a un estanciero a muy buen precio. El motor humea mucho en frío. El anterior propietario se empotró contra un árbol, como consecuencia la parte derecha del frontal está bastante dañada. Carece de cerraduras y llave de contacto. Por lo demás, un chollo.
Además, un vecino que tiene un modelo igual al que ha reventado el motor, le ha vendido a un módico precio algunas de las piezas que está instalando en este momento. Para sustituir la aleta delantera necesita una llave de tubo del 10 que, justamente, es una de las pocas que tengo. Ya que nos ponemos, me mancho también un poco las manos ajustando la cadena de mi moto.
Pasamos la tarde entre chapuza y chapuza, culminando la faena enderezando las defensas delanteras a base de gato hidráulico, tronco de árbol y palanca. Yo creo que ha quedado más torcida de lo que estaba, pero si Rodrigo está contento, pues ya está.
La habitación que me ofrece Carolina está en la parte trasera de La Garita, en la vivienda de chapa que han construido como prolongación del contenedor, que consta de dos piezas y un minúsculo baño de las dimensiones de una cabina telefónica.
Las divisiones interiores están levantadas a base de paneles de madera, cartones, chapas y cinta americana. Las puertas están hechas con restos de tablones ensamblados precariamente. En las habitaciones, el suelo es de ladrillo y en el baño, de hormigón.
Las paredes son meros separadores visuales. En ningún caso acústicos, ni mucho menos térmicos. Un aparato de aire acondicionado sopla aire sin cesar a los tres cuartos a la vez, gracias a que los paneles no llegan hasta el techo.
También un ventilador gira a toda velocidad en un intento de secar un poco el suelo de mi habitación antes de que llegue la noche.
La otra habitación es donde duermen los propietarios. El baño tiene una puerta de acceso para cada lado, así que en mi última noche, comparto contenedor con un matrimonio que me habrá oído roncar con tanta claridad como yo a ellos hacer sus abluciones.
El mundial de fútbol ya ha empezado. Junto al mostrador cuelga una enorme televisión plana donde están retransmitiendo el Inglaterra-Irán. Conforme se hace de noche, van llegando clientes a por sus cenas.
La vitrina de empanadas ha dejado paso a una plancha enorme. Para la noche el menú se reparte entre lomitos, hamburguesas y sandwiches. Con el precio de la habitación incluyen un lomito completo, el más grande y más rico que he comido en Paraguay, por cierto, y una lata de cerveza.
Algunos clientes se sientan a comer por allí, orientados hacia el televisor. Otros, pasan a recoger su pedido y siguen su camino, a pie, en camión o en el autobús de dos plantas que hace la línea Mariscal-Asunción.
El parte da lluvia para mañana, el estado de la ruta sigue siendo una incógnita. Tengo el equivalente a unos 15 euros en el bolsillo, el depósito de gasolina lleno, el comienzo de la Picada 500 a la vuelta de la esquina, la costilla molestando y un cosquilleo en la barriga.
ponnos fotos joakin ...
Hay fotos 🤷♂️
Espero que el dolor vaya remitiendo. Etapa dura... Ánimo
Ya se fue el dolor!
😘
Es un alivio el saberte recuperado oleeeee!!!! Desde aquí mandadote energía positiva. Alucino con cada una de tus publicaciones, no puedo parar de leer. Y las fotos maravillosas. Mil besos
Muchas gracias, Pipi!