Sudamérica—21.11.2022

04. Minuto y resultado

Son las 5.10 de la mañana. Rodolfo y yo deberíamos haber salido a las 4 hacia no sé dónde para carnear, esto es, despiezar al menos una vaca. Sentado a la puerta del Hospedaje Ña Dominga, lo único que es seguro que va a pasar es que va a caer un chaparrón con aparato eléctrico.

Rodolfo, el esposo de la patrona que me ha alquilado la habitación para esta noche, no parece despertarse así caigan chuzos de punta. Mientras espero a que aparezca en el porche de la entrada, oigo, a través de una ventana, la voz de su mujer.

Debe de estar avisándole de que es la hora de trabajar. Él, por su parte, debe de estar haciendo caso omiso, dándose media vuelta tirando de las mantas. Esa vaca tendrá que esperar.

Es una pena que nos hayamos quedado sin plan. Más que por descuartizar cadáveres, por el paseo en 4×4 a través de los arenosos caminos del sur de Paraguay y por conocer un poco de la actividad ganadera, de paso.

Curiosamente, en la zona en la que nos encontramos predomina la pesca, ya que estamos en Cerrito, punto importante del turismo de pesca a orillas del Paraná, que estos días va a máximo caudal por las últimas lluvias en Brasil.

Perseguidos por la lluvia

Durante los más de 100 km de pistas arenosas que me han traído aquí desde Paso de Patria, en la confluencia de los ríos Paraná y Paraguay, me he ido librando de la lluvia.

A veces veía la amenaza por los espejos, otras la arena compacta indicaba que no hacía mucho que había caído por ahí. La mejor de las situaciones, sin mojarse, pero con asistencia al pilotaje. Esos tramos todavía húmedos me daban un respiro de los bandazos de la moto sobre la arena seca y me dejaban disfrutar más de un camino hermoso hasta llegar a Cerrito.

Antes de que empiece la temporada alta, los numerosos hospedajes están bastante vacíos y en la playa municipal todavía no cobran por acampar ni usar los baños públicos, lo que hace que sea el lugar elegido para pasar la noche.

Sin embargo, según avanza la tarde, las nubes color de agua que se ven a lo lejos, se van acercando al pueblo empujadas por el viento. Gracias a la cerveza preventiva, que se acaba justo antes de ponerse a llover, cancelo la instalación del campamento sobre la arena de la playa, con lo que me libro de una buena.

Al tercer intento, encuentro un lugar donde quedarme. En la entrada principal, una explanada que hace de aparcamiento, me recibe un huésped muy simpático, Víctor, que está, cerveza en mano, revisando la carga de su todoterreno. Como prolongación de la baca, tiene instalados unos troncos a modo de largueros que sobresalen del techo hasta el borde del morro, soportados en otros verticales que se encajan entre los faros y las defensas. Encima, un bulto enorme cubierto con lona naranja. Resulta ser un habitual de la casa, y el jefe de los otros dos inquilinos, El Polaco y otro, cuyo nombre no recuerdo, quienes son los únicos clientes del lugar.

Estacionamiento en Ña Dominga

Se dedican a la venta y cobranza de artículos del hogar a domicilio. Como viajantes, hoy les tocaba esta zona y Ña Dominga les da cama desde hace años siempre que caen por aquí. Son como de la casa, por eso el patrón está asando un dorado (uno de los pescados más preciados de estos ríos) en la parrilla y hay cervezas sobre la mesa. Me invitan a sentarme con ellos.

La noche va cayendo y la lluvia y las cervezas, también. El pescado es exquisito. Se ha pasado cerca de una hora en la parrilla, pero su carne blanca sigue firme y jugosa gracias a la pericia de Rodolfo en el manejo de las brasas.

El anfitrión, prepara también un aliño que llaman picle (¿o será pickle?) a base de zumo de limón, ajo y una mezcla de especias. Los pedazos de pescado, que uno puede agarrar a voluntad con el tenedor o los dedos, se sumergen en este jugo delicioso con suculento resultado.

Tanto el río Paraguay (desde su paso por Asunción) como el Paraná hacen de frontera natural con Argentina. El cruce de mercancías y personas es frecuente a lo largo del curso de los ríos, y no son pocas las veces que me he encontrado con personas que en su día fueron a Argentina a trabajar.

En todos los casos me explicaron cómo se sintieron menospreciados cuando usaban el guaraní para comunicarse con un compatriota y avergonzados por su acento cuando se expresaban en castellano.

Cada vez que usan entre ellos el guaraní Víctor se disculpa explicándome el asunto del que hablan. Pero esta noche, el que habla raro el castellano y no entiende ni papa de guaraní soy yo y, como estoy en su casa, las disculpas están de más.

Poco a poco, ayudada por el alcohol, la charla se anima, aunque las derivas surrealistas no se deban necesariamente a él. Después de comer, se desarrolla casi exclusivamente en castellano, salvo cuando tratan, sin éxito, de que aprenda algo de su idioma.

En algunos de los momentos álgidos de la conversación, se producen confusiones extrañísimas con el idioma. Me parece que alguno no tiene muy claro qué palabras de las que usa son guaraní y cuáles son castellano. No concibe que entienda lo que me dice si sostengo que no hablo guaraní.

También hay discrepancias entre lo que significa descendiente y antepasado cuando hablamos del origen del pueblo paraguayo y se despachan rocambolescas ideas sobre acontecimientos históricos y asuntos geográficos.

Pero todos, menos El Polaco, estamos de acuerdo en que vaciar el contenido de una botella de aguardiente de caña directamente a su gaznate, no es el método idóneo para desatrancar una espina que se le ha quedado atravesada en la garganta.

Les cuento algunas cosas de cómo se vive en Real Madrid y ellos me ponen al día de la actualidad inmobiliaria en la zona, por si me animo a establecerme en el lugar. La división del terreno en parcelas de una u otra superficie, es un tema que todo el mundo parece controlar.

También sus precios, que varían según la proximidad a la ruta, y el coste de la construcción. Víctor, además de comerciante de artículos del hogar, dispone de un hospedaje con comedor en Yabebyry y, casualmente, también se dedica a la compraventa de terrenos.

Uno da por sentado que si alguien tiene una profesión en concreto, pongamos por caso, panadero, destina la totalidad de su jornada a esa actividad, que además le proporciona los ingresos necesarios para el desarrollo de su vida.

Me temo que aquí, ni lo uno ni lo otro se cumple siempre. Ser multidisciplinar es una condición casi forzosa para salir adelante. Rodolfo, por su parte, completa sus ingresos de Ña Dominga con carnear reses y, llegados a este punto de la cena, me invita a acompañarle al día siguiente. Dentro de un rato, vaya.

Como todos madrugamos, nos despedimos pronto chocando nuestras pringosas manos.

Para postre, en la puerta de mi habitación, el inquilino del que no recuerdo su nombre y yo compartimos un último cigarrillo. Me cuenta la dramática historia de la muerte de su hermana a causa de un derrame cerebral durante la pandemia.

Cómo tuvieron que tomar la decisión de desconectarla de la máquina que la mantuvo dos días con vida por no poder asumir el disparatado coste. Y cómo la tragedia se tornó todavía más dolorosa cuando les entregaron un ataúd sellado y les negaron la posibilidad de velarla.

Al principio de encontrarnos, mi amigo sin nombre no fue el más amigable del grupo. Pero poco a poco nos hemos ido acercando y acabamos haciéndonos confesiones bastante íntimas.

Cena en Ña Dominga

Al final, entre indecisiones, dudas y cambios de parecer, he acabado en este sitio por puro azar. Una vez más, la improvisación y el deambular acaban en un buen plan. Me temo que mediante reservas, contratación de servicios o consulta de guías, jamás habría llegado aquí. No es ni mejor ni peor, pero a mi me gusta más de esta manera. Ninguno de los comensales esperábamos este encuentro y, como mínimo, tenemos algo nuevo que contar.

Eso sí, esta forma de turistear conlleva un riesgo más que probable. Desconozco el nivel de formalidad en una relación turística comercial. Es decir, no sé si cuando contratas, por ejemplo, un paseo en lancha, el desarrollo de la actividad se corresponde con lo acordado previamente o si también se producen cambios sin previo aviso.

Ahora, en cuanto a planes informales, la posibilidad de que se retrase, aplace o ni siquiera llegue a producirse es más que probable. Me temo, además, que es algo natural. No responde necesariamente a nada en particular.

No es que se deje de acudir a una cita porque te quedaste dormido, o que ya no se vaya a tal lugar porque la moto se averió, no. Es que se plantea la posibilidad, incluso se planea la cuestión pero, que se produzca o no, es lo de menos.

No se trata de nada personal y, por otra parte, también te libera de no aparecer donde no te apetece y que eso no suponga un problema para nadie. Esto lo voy entendiendo. Así que no me molesta quedarme plantado en la calle principal de Cerrito a las 4 de la mañana. Ver cómo se acerca la tormenta, haciendo tiempo por si Rodolfo llega a levantarse, es un gran espectáculo.

La verdad es que la lluvia sólo ha dado un descanso entre las 3 y 5 de la mañana, el resto del tiempo ha llovido a base de bien. También continúa haciéndolo durante la mañana siguiente, lo que hace que decida pasar una noche más aquí, vagueando y paseando por el pueblo cuando se marcha la tormenta.

En realidad, es precisamente la lluvia lo que justifica que Rodolfo no haya hecho acto de presencia. Cuando llueve, no se trabaja. Al menos en el campo. Lo que es bastante significativo, porque si no trabajas, no cobras.

Las inclemencias afectan también a otros aspectos cotidianos esenciales. A menudo el suministro eléctrrico sufre cortes y la movilidad también complica la vida a los vecinos. Ninguna de las rutas de los alrededores está asfaltada y el agua las puede llegar a hacer impracticables. Por lo tanto, el parte meteorológico es una información a tener en cuenta, de uso tan frecuente como el nivel del caudal de río, el tipo de superficie de la ruta o las dimensiones y precios de las parcelas.

El Paraná a su paso sobre Cerrito

En un alarde de espíritu aventurero, para salir de Cerrito elijo caminos secundarios que discurren próximos al río. La reciente lluvia resulta ser una aliada, la arena está compacta y puedo avanzar sobre ella con mucha diversión y nulo sufrimiento, comparado con algunos tramos del trayecto que recorrí a la llegada.

En poco tiempo salgo del departamento de Ñeembucú y accedo a una ruta más importante que cruza la parte sur del departamento de Misiones. El suelo cambia y la pista arenosa da paso a un camino enripiado, mucho más firme. Pero aquí la lluvia ha dejado charcos importantes y algún parche de barro.

Esta vez, el agua dificulta el avance más que ayudar. Al tratar de esquivar un gran charco, pasando por uno de sus laterales, golpeo con fuerza la alforja izquierda contra el talud del costado. Eso provoca que se arranquen dos fijaciones de la maleta y que salgamos despedidos hacia el centro del charco, sumergiéndonos hasta las rodillas.

Sé que voy dejando atrás lugares interesantes por los que difícilmente volveré a pasar, pero también estoy un poco obligado a llegar a alguna población más importante para sacar dinero. Apenas me queda efectivo y la tarjeta no ha valido de nada por aquí.

Aun así, una vez alcanzo por asfalto Ayolas, donde seguro hay banco, paso de largo. Voy un poco enajenado. No me puedo resistir a seguir avanzando deseando llegar hasta el tramo que une San Cosme y Coronel Bogado por pista de tierra.

Ahora el agua, combinada con el suelo arcilloso, se convierte en una trampa mortal. Nada más poner los neumáticos sobre el barro, la moto (y yo con ella) sale lanzada en una sucesión de jeribeques que milagrosamente no terminan con mis huesos en el jabonoso suelo. Primer aviso.

Lo cierto es que la apariencia de la pista engaña. Es muy ancha y las roderas de los coches no parecen zigzaguear en exceso ni ser muy profundas. El tramo no es muy largo y me decido por continuar con tiento.

Los patinajes se suceden, quiero pensar que de manera más armoniosa que el primero, mal que bien avanzamos tiñéndonos poco a poco de un rojo vivo. Al sobrepasar a un rebaño de vacas y su pastor, llega la primera caída por culpa de una mezcla de miedo escénico (primeros espectadores del lamentable espectáculo de danza arcillosa) y por tener que desviar mi trayectoria para esquivar a uno de los rumiantes.

Me recompongo como si aquí no hubiese pasado nada y continúo mi marcha. Mientras sigo por las roderas la cosa no es tan grave pero, a unos cien metros por delante de las vacas, comienza la confusión de huellas y se hace difícil encontrar el paso.

A partir de este momento, el barro empieza a acumularse entre las ruedas y los guardabarros, hasta el punto de que la rueda delantera se bloquea y caemos arrastrándonos sobre el lateral izquierdo.

Me he llevado un golpe en la pierna y la estribera izquierda se ha doblado un poco, pero nada tan grave como para no poder continuar. O eso me creía yo. Antes de acabar de dar un giro completo, la rueda se vuelve a quedar fija y nosotros a probar arcilla.

Los pegotes son ya considerables. La rueda trasera todavía gira, pero para poder seguir, tengo que quitar el guardabarros delantero y eliminar el máximo barro posible de los pasos de rueda. La plasta roja que son mis manos pringan todo lo que tocan y, para colmo empieza a lloviznar.

Bueno, no hay drama. Así nos gusta a los aguerridos aventureros. Sin embargo, a los pocos metros de reanudar la marcha, nos vamos otra vez al suelo. El barro que se acumula parece multiplicarse exponencialmente a ritmo vertiginoso y es cuestión de pocos metros que las ruedas se bloqueen de nuevo.

Barro 1 - Joaquín 0. Desisto de mi empeño. Si no hubiese alternativa, no quedaría otra que bregar con esto, pero las vacas ya me han alcanzado y apenas he recorrido una cuarta parte del total del camino.

El pastor me confirma que todo lo que queda de trayecto está en las mismas condiciones y que, si en lugar de tratar de avanzar por el centro de la pista, lo hiciese por el lateral (como hacen las personas normales) mi vida sería más sencilla y quizás lo lograse. Lo que tú digas, amigo.

Eso explica que apenas haya huellas de moto sobre el barro. Recogiendo su sugerencia y gran parte de mi orgullo motorista, me doy la vuelta y me hago a un lateral.

Por esta parte el suelo está cubierto de hierba y otras plantas. Indiscutiblemente el problema de la acumulación de barro queda automáticamente solucionado pero, a parte de esto, la adherencia es incluso peor.

Poco a poco, con el barro entre las piernas, acabamos volviendo a San Cosme. Por el aspecto, cualquiera diría que somos la figurita motorizada de un belén. A falta de cocer del todo, claro está.

Mímesis y abstracción

De esa guisa, seguimos por asfalto hasta alcanzar Encarnación, ciudad donde pasaré unos días y donde espero encontrarme con un contacto panadero que me facilitó Gustavo (el peruano). Por el camino he tenido que parar varias veces a hurgar en los huecos de la moto donde se había acumulado el barro.

Según se va secando, produce fricciones y chirridos que afectan a la habitual suavidad con la que funciona la nave. Ya estaba siendo la etapa más larga y con más dificultades hasta el momento, para completar el día, ninguno de los alojamientos seleccionados previamente está disponible.

Para ser exactos, ni siquiera existen. La tarde avanza y, como último recurso, decido desandar algo del camino recorrido en busca de un camping que aparece en la aplicación del teléfono.

Según las reseñas, parece ser un sitio de reciente apertura, gestionado por un alemán y que es el sueño de cualquier amante de la acampada. En medio de la naturaleza, con un mullido suelo de hierba y la posibilidad de adquirir tanta cerveza fría como te sea posible pagar.

Para empezar, las coordenadas que facilitan no son exactas. Indican un punto cualquiera en uno de los caminos que forman el laberinto que hay entre la Ruta 1 y el río Paraná a la altura de Caraguatá.

Como preguntando se llega a cualquier parte, una familia que está cenando junto a su casa, me informa de que el lugar que busco está allí cerca, pero que el alemán hace rato que no está. Pero si lo que quiero es plantar mi tienda, puedo hacerlo allí mismo, junto a su casa.

Mientras hablamos, pienso en su ofrecimiento. No es tan tarde como para no encontrar un lugar para dormir donde además pueda ducharme, lavar la ropa e instalarme por unos días. Pero entonces, por el camino, aparece la madre de un trabajador del alemán que vive allí mismo.

La cantidad de información que me proporciona la señora durante una charla mínima, es asombrosa. En unos minutos tengo claro que el camping aún no está abierto, que aún así su dueño me permitirá dormir allí si quisiera. Me enumera las nacionalidades de los últimos despistados que aparecieron por allí, usuarios también de la misma aplicación.

Le da tiempo a contarme también de sus orígenes argentinos, de la situación de su país natal y de cómo se las apaña para llegar hasta allí cuando tiene que ir a cobrar su pensión. «Ustedes viajan porque tienen plata. A mi me toca viajar para ir a buscarla».

Me informa de dónde puedo encontrar a su hijo y rechaza elegantemente mi ofrecimiento de llevarla hasta allí, donde viven ella, su marido, su hijo Alejando, la nuera y el nieto.

Alejandro me recibe mate en mano. Después de algunas gestiones telefónicas con el alemán, me acompaña caminando con su mujer y su hijo al lugar. Definitivamente está lejos de convertirse en lo que algún día será un camping.

De momento solo hay multitud de cámaras de seguridad, un contenedor que hace de vivienda y cuarto de aperos, los restos de una fogata y un barril metálico lleno de latas de cerveza vacías.

Entre eso y el jardín de los paisanos no hay mucha diferencia, así que finalmente me marcho. Enfilado de nuevo hacia la ciudad (ya es la tercera vez que paso por ahí con mi disfraz rojo) me decido por el Hospedaje González, que en su gran letrero anuncia: Cerveza bien helada.

Las habitaciones dan a un patio con acceso directo desde la calle. Al fondo, hay un porche con su fregadero, su parrilla y sus mesas. Carlos, el propietario, coloca un tablón para salvar el desnivel entre el patio y el porche para poner la moto a cubierto.

La patrona, por su parte, me da permiso para usar la pila como lavadora y me pregunta cuántas empanadas quiero para cenar. Justo estaba preparando la masa en el momento en el que llegué y esta noche las va a rellenar de pollo, huevo cocido de sus gallinas y a sazonarlo todo con gracia antes de sumergirlas en aceite hirviente.

Me prestan una centrifugadora para secar la ropa y, ahora sí, doy por concluída la jornada. Ya han cerrado la puerta principal y la del patio. En el comedor, compruebo que la publicidad engañosa no va con ellos. La cerveza está helada y las empanadas, calientes.

En la tele no paran de repetir una y otra vez la grabación de una cámara de seguridad de una gasolinera en Asunción. En la secuencia, que dura unos segundos, se ve como una joven es arrollada por una camioneta. Es que está fatal Asunción, me dicen. Es un lugar peligroso.

Repantingado en el sillón, bromeando con los nietos Dylan y Pauli, cansado y con la tripa llena, en San Juan del Paraná el único peligro que corro es el de dormirme antes de llegar a la cama. O, como mucho, que cruzando el patio me enganche con el alambre de espino que usan para tender la ropa.

A la chica de la gasolinera no le pasó nada.

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