Sudamérica—5.12.2022

06. Morder el polvo

Si cuento con la última vez que pinché en África, saliendo de Pointe Noire, las últimas 3 veces lo he hecho justo delante de una gomería. No es extraño en Paraguay, siempre y cuando se esté circulando por un lugar poblado, puesto que debe de ser uno de los negocios que más prolifera. Si hay viviendas, hay una gomería.

Estoy a medio camino de la etapa, en Mbaracayú, uno de los pocos pueblos que atravieso en mi ruta desde el camping del Sr. Ito hasta Salto de Guairá, a donde me dirijo por pistas de tierra para evitar el asfalto.

Es la hora del almuerzo. Un vecino me ha informado de que el propietario de la gomería no vuelve hasta las 13 h. lo que significa que me toca esperar un rato hasta que llegue. Mientras tanto un Toyota bastante destartalado llega también con una rueda en el suelo. Al señor gomero se le acumula el trabajo.

Si no quedase más remedio, podría arreglarlo yo mismo, tengo las herramientas, bomba y parches. Pero también tengo pereza. Hoy es uno de los primeros días que se empieza a notar la llegada del verano, el sol pica y la temperatura es la más alta de las últimas semanas. Las gotas de sudor resbalan sobre la capa de polvo que me cubre.

El gomero, un rubio alto y delgado es un tipo muy agradable. Habla indistintamente en español, guaraní o portugués, según a quién se dirija. El rótulo de la ferretería que tiene al lado del taller también está escrito en portugués. Ya desde los alrededores de Ciudad del Este, los letreros de algunos comercios y fincas emplean este idioma.

Parece ser que por esta zona muchos brasileños compraron terreno «a precio de banano» para establecer explotaciones agrícolas. Talaron, serraron y exportaron toda la madera que formaba el mato para dedicar grandes extensiones al cultivo de cereales, granos y, sobre todo, soja. 

Desde luego, todo el trayecto desde Colonia Yguazú hasta Salto del Guairá discurre entre plantaciones y fazendas, por caminos de tierra roja. La tierra colorada, característica de esta zona, es triturada sistemáticamente por los neumáticos de enormes camiones, máquinas de cultivo y todoterrenos. La pista está en buen estado en cuanto a nivelación y socavones, por lo que los camiones circulan rápido levantando tras de sí una cortina de humo que haría las delicias del gabinete de comunicación del gobierno más corrupto.

Repite «jaso», rápido, muchas veces

Con la cámara parcheada por segunda vez en 4000 km, continúo mi camino por un escenario casi idéntico. A pocos kilómetros de mi destino llego a la carretera asfaltada. Salto de Guairá es una población de poco más de 60 años de existencia en el extremo noreste de la región oriental.

Es el punto donde la frontera entre Paraguay y Brasil deja de ser fluvial y pasa a terrestre. Por lo tanto es un lugar de mucho tránsito. En el arcén derecho, una fila interminable de camiones anuncia que nos estamos acercando al final de la etapa.

La tarde también va llegando a su fin y los transportistas tendrán que esperar a la mañana para realizar los trámites aduaneros. Se van juntando en pequeños grupos entre los camiones estacionados y al otro lado de la carretera, un poco más allá del arcén. Algunos ya encienden fuego, otros abren latas de cervezas o charlan de pie junto a sus vehículos. A la espalda, una masa de nubes oscuras empiezan a relampaguear. 

Las primeras gotas comienzan a caer cuando estoy entrando en la ciudad. Una vez más, a pie de carretera está la solución a mis problemas. El Hospedaje y Parrilla Ko’eju será mi guarida para hoy. En su terraza, el viento y la lluvia refrescan el ambiente y cierran la etapa, que ha resultado áspera como una boca terrosa.

La jornada comenzó prometedora, con un trayecto sinuoso que incluía el cruce de un río sobre una balsa. A partir de ahí, el viaje ha transcurrido monótono y repetitivo, con unos caminos trazados a tiralíneas que alternaban rectas largas y curvas de 90°. El día, caluroso y polvoriento. Sin embargo, satisfactorio.

Por fin me he decidido a encadenar varias etapas seguidas después de más de una semana en el remanso de paz que es el camping del Sr. Ito. Además de lo recorrido hoy, la excitación por lo que está por venir me tiene bastante animado.

Quiero recorrer la ruta PY17, una pista sin asfaltar que une Salto del Guairá y Pedro Juan Caballero a lo largo de 380 km serpenteantes y unas pocas poblaciones intermedias.

Por suerte, la lluvia que cae durante toda la noche, desaparece por la mañana. El día amanece lleno de incertidumbres por cómo habrá dejado la lluvia el camino y por cómo será una ruta solitaria y fronteriza.

En mi empeño por no visitar las cataratas más importantes del mundo, Salto del Guairá supone una nueva modalidad. Me entero de que el nombre de la ciudad viene de la existencia de unas cataratas (no era muy difícil), las mayores del mundo en volumen de agua, hasta que quedaron sumergidas tras la construcción de la presa de Itaipú. Esta vez, por causa de fuerza mayor, el accidente geográfico queda sin ser visitado.

Lo que sí visitamos es un taller para poner aceite nuevo y otros ajustes pequeños. También conseguimos algunos víveres y, sin entretenernos mucho, vamos hacia el arranque de la ruta.

Nos dirigimos hacia las afueras de la ciudad. Todavía cerca del casco urbano, en algunos cruces hay puestos de control de policía o militares. Ninguno me hace el más mínimo caso, lo que me da a entender que puedo continuar.

En seguida desaparecen los uniformes. El camino se desdobla y, en realidad, son dos vías diferentes. Una que discurre por suelo paraguayo y la otra que lo hace por brasileño. Entre ellas, unos pocos metros de tierra de nadie.

Solo los cercados de las fincas, cuando los hay, impiden el paso entre países. Otras veces lo hace una maleza salvaje y espesa. En ocasiones, los caminos se unen, pero la mayor parte del tiempo se encuentran separados por unos 5 metros de mediana vegetal.

El camino va alternando distintos tipos de superficie. La lluvia de anoche facilita la conducción en los tramos arenosos y forma grandes charcos y parches de barro en el resto. Sobre la pista hay huellas recientes de unos pocos todoterrenos. A ratos, cuando se desvían hacia la entrada de alguna finca, la huella de mis neumáticos es la primera en zigzaguear entre los obstáculos, al menos, desde ayer.

Cuando el recorrido discurre por la cota más alta hay buenas panorámicas de ambos países a derecha e izquierda. Cuando cruza un pedazo de bosque, automáticamente el ambiente se vuelve denso y húmedo, y toca atravesar nubes de insectos que se estrellan en la moto y en el cuerpo sin solución de continuidad. Estos parches de jungla deben dar una idea de cómo debía de ser el territorio antes de convertirse en zona de cultivo.

Otra variante paisajística rodea el camino de hierbas altísimas. Aquí, el sonido de la chicharra es continuo y persistente, incluso se impone sobre el ruido del aire contra el casco y el del motor. En estos puntos suele haber charcos profundos y más insectos voladores.

El último micro ecosistema jalona la ruta de enormes eucaliptos. En la pista hay muchas ramas caídas y un lecho de hojas. Huele a sección de productos de limpieza, quizás no sean eucaliptos, o sea una variedad diferente a la que conozco. Qué diferente sería este viaje si tuviera algunos conocimientos de botánica y ornitología.

Extrañamente, hay algo marítimo en el ambiente. No sé si se debe a la combinación de arena, aire húmedo y cálido. No sé qué es, pero por momentos tengo la sensación de estar recorriendo un lugar costero. Cosa absurda estando en el mismo centro de un continente. Curiosamente, Paraguay se conoce como país mediterráneo por no tener salida al mar. Aunque eso no tiene nada que ver con esta sensación, me temo.

Me encuentro bien sobre la moto, muevo el cuerpo para compensar el peso muerto que llevo detrás, presiono sobre las estriberas, adopto posturitas prescindibles pero efectivas. Aunque voy a velocidad de paseo, a veces es inevitable ceder al entusiasmo, hacer derrapar la rueda trasera a la salida de las curvas y los charcos y levantar la delantera en los resaltos. Otras veces no lo hago por fantasía, los bancos de arena más profundos requieren decisión con el gas y dinamismo para controlar el culebreo.

En cierto momento, en un paraje medio selvático, aparece, semi oculta entre la vegetación, una construcción abandonada. No hay nada que identifique lo que fue. Tiene un gran alero, como de gasolinera, pero da la impresión de que fue un puesto de control fronterizo, hoy abandonado y acribillado a tiros.

Este punto marca el comienzo de un tramo bastante embarrado. Aparentemente, la tierra roja, cubierta de pequeñas piedras negras, no da la sensación de ser resbaladiza, pero bajo esa superficie hay un barro oscuro y deslizante.

Temo que se repita el problema de la acumulación de barro en los pasos de rueda. Aquí no tengo más remedio que avanzar y sólo se puede hacer por la pista, no hay alternativa. Pero este barro no resulta pegajoso y los neumáticos se mantienen razonablemente limpios.

La ausencia de roderas también simplifica la conducción y poco a poco gano confianza. Craso error. El barro es traicionero, la rueda trasera comienza a patinar y quiere ponerse la primera. La delantera, por su parte no va a permitir semejante disparate y comienza su propio deslizamiento.

La moto empieza a perder la verticalidad, se pone cara a la selva, la rueda trasera insiste en su propósito de cambiar el sentido de la marcha 180° con la moto ya tumbada y arrastrándose sobre su lado derecho. De golpe, los neumáticos se agarran, la moto se voltea sobre el costado izquierdo y yo salgo despedido hacia la maleza.

La disputa neumática se salda con unos cuantos pegotes de barro por aquí y por allá.

Muy de vez en cuando, me cruzo con algún coche que viene en la dirección opuesta y alguna pequeña aldea. En ocasiones, sale un camino a derecha o izquierda, país adentro, sin que barrera física o humana impida el paso. En otras zonas fronterizas con Argentina o la propia Brasil, marcadas por los ríos Paraguay y Paraná, se puede apreciar el ir y venir, legal o no, de mercancías y personas.

En esos lugares, los paseros, introducen productos como cereales, aceites y gasolina que venden, a la luz del día a pie de carretera. Muchos paraguayos también cruzan para comerciar con sus vecinos productos de otras clases. Si eso ocurre teniendo que cruzar sobre el agua, usando embarcaciones o puentes, razón de más para hacerlo por esta zona a través de un camino abierto.

Para cuando llego a la primera población importante, mitad brasileña, mitad paraguaya (aunque sin división visible) la tarde ya está mediada, así que abandono por hoy la PY17 para buscar un lugar de acampada en una reserva natural cercana.

Prefiero no pasar la noche en el pueblo fronterizo, pero quizás habría sido mejor. La reserva, gestionada por una fundación, también se está preparando para recibir a los turistas el mes que viene.

El lugar ofrece varias atracciones naturales que hay que pagar aparte. Con en el precio del camping (bastante caro) se incluye el acceso a unos pequeños senderos y un concierto para motor diésel en dos pases de larga duración. El primero, hasta que caiga la noche; el segundo, en cuanto claree el día.

Una máquina excavadora trata de recomponer algunos de los caminos internos que han quedado maltrechos por la fuerza de las lluvias. El que está arreglando hoy queda exactamente junto a la zona de acampada.

Otra consecuencia de la lluvia reciente es la cantidad de mosquitos que hay, hasta un punto insoportable. Para tratar de desviar su fijación en mí, me embadurno en repelente y me visto con manga larga y pantalón. Al sablazo, el ruido y las picaduras, hay que sumarle el calor.

Sorprendentemente, la cerveza está a un precio razonable y bien fresca. La ducha tiene un chorro potentísimo. Y el servicio despertador es puntual. No todo iban a ser quejas.

Salgo temprano. Después del tramo de ayer, la ruta promete un buen día. La retomo donde la dejé, en el pueblo binacional. A la salida, cruzo entre algunas viviendas bastante precarias. Hay mucha basura esparcida, cosa que me sorprende, porque hasta ahora no había visto nada igual fuera de alguna calle en Asunción.

La pista es más arenosa a esta altura. Hacia el sur se ven nubes amenazantes y hay viento fresco que viene desde allí. La moto va fina y yo me encuentro suelto en el pilotaje sobre la arena.

De un instante al otro el tiempo empieza a contraerse y estirarse como en una película. De repente paso de estar sobre la moto, a sus mandos, a encontrarme en una posición inverosímil, el culo donde debería estar la cabeza, la espalda mirando al frente, sin tener la menor idea de cómo hemos llegado a este punto.

Otra elipsis y ya estoy en el suelo. Ahora cada fracción de segundo pasa a durar una eternidad. Me da tiempo a sentir como el omoplato izquierdo toma tierra y como los granos de arena se cuelan por la cintura de mi pantalón. Oigo en alta definición cómo suena el crujido del plástico barato del que está hecha la carcasa del casco al golpear contra el suelo.

Creo que la inercia es la que me ha puesto de pie tras rodar sobre la espalda. Tardo solo un momento en recuperar el aliento, pero también esos segundos parecen dilatarse.

No hay heridas ni daños aparentes. Desde la moto viene olor a combustible que está derramándose por el tapón de gasolina, ya que ha quedado con las ruedas hacia el blanquecino cielo.

Devuelta a su posición natural, hago un examen visual del lugar del siniestro, tratando de averiguar por la huellas qué rayos ha pasado. Como agente primerizo en el día de mi primer atestado, no consigo dilucidar un carajo.

Como mucho, la diferencia en el tono de la arena, clara en la superficie, oscura en el fondo de los surcos, me sugiere que el banco de arena es bastante profundo y que la moto se ha debido quedar clavada.

A parte de un leve dolor en la zona alta de la espalda, un ligero aturdimiento, un retrovisor y una maneta fuera de su posición todo está en orden. Por si acaso, invocando al refrán, me como una manzana esperando que también funcione con carácter retroactivo.

Mientras como, aparece por el camino un antiguo Volkswagen azul oscuro con matrícula brasileña. Sortea con mayor fortuna el banco de arena, el conductor aminora sin detenerse cuando llega a mi altura y pregunta si todo está bien. Afirmativo. En el vehículo va una pareja joven, con al menos un niño y un montón de trastos.

De nuevo sobre la moto, cada bache actúa como un directo a las costillas, parece que sí me he hecho un poco de daño.

Pasados unos minutos alcanzo al Volkswagen, que bastante hace con no quedarse varado en la arena como para además ir rápido. Se hace a un lado y me indica que pase.

Al poco tiempo de perderle de vista, en sentido contrario aparece un todoterreno blanco. El camino en este punto es bastante estrecho, así que me detengo para cederle el paso.

Así aprovecho y ajusto el casco. Es un casco modular, o sea, que la pantalla y el protector del mentón se levantan dejando la cara a la vista. Me gusta llevarla descubierta, pero después de la caída, con cada bache se bajan, dejándome a oscuras por unos momentos.

Cuando llega a mi altura, el vehículo también para. El conductor, saluda y me pregunta que de dónde vengo y a dónde voy. El coche va lleno. En la ventana trasera un chico moreno con perilla me mira serio y en silencio, pero asintiendo con cada palabra que digo.

Me pregunta también por qué he elegido ese camino y entonces veo que el interés va más allá de la curiosidad de compañeros de ruta. Tras mi respuesta se presenta con miembro de la Unidad de Investigación de la Policía, la que se encarga, según me dice, de que yo pueda ir por ese camino con seguridad.

Es la primera vez en el viaje que la policía me presta atención y cuando lo hacen es para decirme que están a mi servicio. Asombroso.

Continúa haciéndome preguntas, mezcla de interés y parte de su protocolo, imagino. El de la perilla sigue asintiendo en silencio. Termina por sugerirme que vaya con ojo y, sobre todo, que no se me haga de noche por allí. No está dispuesto a darme detalles del por qué, pero me confirma que es zona de asaltos y contrabando.  

También me recomienda que a partir del siguiente pueblo, continúe por la ruta asfaltada, aunque depende de mí seguir tentando a la suerte si es lo que quiero.

A todo esto, el Volkswagen aparece. Dos de los policías se bajan para recibirlo, uno se acerca al lado del conductor mientras el segundo le cubre fusil en ristre. Al momento, se forma un pequeño embotellamiento en este punto remoto de la PY17 cuando, en sentido opuesto, llega otra camioneta.

Perilla, entra en acción, con su fusil se coloca a mi lado para cubrir a otro compañero. Claramente estoy de más en la reunión, así que me encajo el casco y arranco. Perilla, me da un par de indicaciones para el próximo cruce y yo me largo.

A los pocos kilómetros, en el camino brasileño empiezan a verse trabajos de mejora. Ha ganado en anchura y la calzada está lisa, preparándose para ser asfaltada, como anuncia un cartel.

El Volkswagen se ha pasado a ese lado y me da caza en unos minutos. A estas alturas ya tenemos una relación y el conductor hace sonar el claxon y saluda desde la distancia.

Más adelante, cerca de Capitán Bado, el lado brasileño está asfaltado y el paraguayo, impracticable. De nuevo, en las inmediaciones de la población hay asentamientos provisionales. Precarias viviendas se suceden a lo largo de la carretera, hasta que una planta de la farmacéutica Bayer marca el inicio urbano.

Parece ser que a partir de ahí, la ruta brasileña está asfaltada hasta Pedro Juan Caballero, final de la P17. Siendo así y con dolor en las costillas, no tendría mucho sentido continuar por la pista. Así que, llegados a este punto, me desvío hacia el interior, ya que se trataba de completar el recorrido de la pista, más que de llegar a la ciudad donde termina.

El cambio de planes me deja apuntando hacia la ciudad de Concepción, donde quería llegar en algún momento para preparar el paso al chaco y el cruce a Argentina. Estamos a mediados de noviembre. Dos tercios del tiempo que tengo permitido estar en este país se ha consumido. Tal vez sea ya el momento de recorrer esa parte inhóspita de Paraguay.

Eso si la lluvia lo permite. A 40 km de llegar a Concepción, se pone a diluviar. Por fortuna, la Pensión Ña Guille, en Horqueta, tiene habitaciones disponibles a buen precio y un puesto de asado en la puerta al que pienso ir en cuanto me duche.  

7 comentarios

  1. Los lunes han adquirido por fin algún sentido! Gracias por compartir.
    Has bautizado ya a la moto? Supongo que sí, no creo que el plural sea mayestático! ;-p

  2. Ufff vaya susto!!! Infatigable y aventurero. Apasionante tu viaje!!! Cuídate mucho desde aquí energía positiva. Besos y besos


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