Sudamérica—20.03.2023

16. Malos humos

La pareja que ha entrado justo antes que yo en la tienda está haciendo sus compras para el desayuno de mañana: algo de pan, sobres monodosis de café soluble, un paquete de galletas… Van improvisando sus peticiones al anciano que hay al otro lado del mostrador.

El chico hace de portavoz de la pareja mientras que ella puntualiza las declaraciones. Añade o elimina artículos y varía las cantidades. El dependiente tiene un comentario para cada solicitud. Le toma un tiempo alcanzar los productos y depositarlos sobre la barra.

Parece que también le cuesta un poco hacer las cuentas. Tarea que tiene que comenzar varias veces desde el principio cuando a la pareja se le ocurre una nueva necesidad que satisfacer y a él algún otro chascarrillo al respecto. La broma pone a 0 la suma mental.

La representación parece una versión chilena de la secuencia del camarote de Una noche en la ópera. Cuando finaliza, es mi turno de entrar en escena y comenzar una nueva toma.

Se trata de uno de esos pequeños almacenes en los que hay un poco de todo. Alimentos, herramientas o ropa están repartidos sin ninguna lógica aparente en las estanterías a la espalda del señor. En una vitrina hay paquetes de dulces, pilas, cuchillas de afeitar y un listado con los precios del tabaco, que es lo que he venido a buscar.

Pero como ya no vende cigarrillos, el señor saca del bolsillo de su camisa un paquete de Lucky invitándome a tomar uno. Él también necesita salir a fumar después de la intensa actuación, así que nos sentamos en el poyete del patio delantero de la tienda a echar humo.

No hace mucho, me cuenta, tuvo un enfrentamiento bastante serio con un huaso por culpa del tabaco. Después de comprar su vicio, el paisano regresó furioso a la tienda acusando al señor de haberle estafado.

Aunque conozco casi todas las palabras que emplea, por la manera de combinarlas no soy capaz de entender del todo qué fue lo que provocó el malentendido.

Tampoco el cliente estaba dispuesto a solucionarlo de otra manera que no fuese por la violencia, debido a lo cual, el tendero decidió no volver a vender tabaco nunca más. Total, casi no le dejaba beneficio.

Me pregunta por la yegua que hay aparcada en la entrada y me hace unas cuantas sugerencias de lugares que puedo visitar con ella. La charla llega a su fin interrumpida por la llegada de una señora.

Ya que estamos, voy a comprar media docena de huevos para la cena. Tanto la señora como él, pasan detrás del mostrador. Los comentarios jocosos que hace el viejo provocan una mirada que la señora me dirige resignada, como diciendo «¿ve usted lo que me ha tocado?».

A la hora de devolverme el cambio, el viejo retoma su rutina interpretativa, recitando en voz alta unas operaciones de cálculo del todo innecesarias. Me entrega los huevos en una bolsa, la vuelta y, ambos, sus mejores deseos.

6 huevos es lo máximo que puedo cocer de una vez en la pequeña olla. Una carga de alcohol en el quemador dura el tiempo suficiente para hacer huevos duros. En la bolsa, en lugar de 6, ha puesto 5.

El pequeño conflicto entre el tendero y el huaso seguramente se trate de un caso particular, hasta donde yo sé, no hay fricciones generalizadas entre comerciantes y campesinos. Aunque tampoco descarto que existan. En el tiempo que llevo en el país, unas 3 semanas, no he dejado de escuchar otros casos de tiranteces entre distintos grupos. 

Me llama la atención que, pese a la brevedad de las interacciones que tengo normalmente, los comentarios de disgusto con algún sector de la población salgan a relucir sin que haya un motivo evidente. Esas críticas suelen ser muy parecidas entre sí, relacionadas con problemas de inseguridad provocados por uno u otro grupo.

Uno de los principales objetos de rechazo son los inmigrantes provenientes del norte, especialmente desde Venezuela y Colombia. A ellos se les achaca haber incrementado los niveles de delincuencia menor y la introducción de actos mayores como el sicariato y el narcotráfico. Desconozco si también han traído con ellos a sus propios clientes.

Frecuentemente, se suele derivar la cuestión migratoria hacia una crítica feroz al gobierno, al que se culpa de favorecer el fenómeno mediante la aplicación de políticas permisivas con un oscuro propósito: sembrar el caos y la inseguridad entre la población para desviar su atención de otras acciones de los dirigentes. Una auténtica cortina de humo.

A veces, he percibido rechazo hacia cualquier tipo de inmigración, aunque en otras ocasiones se hacen salvedades según el origen. Para algunos, las personas que provienen de Haití (muchas llegaron después del terremoto de 2010) son honestas y muy trabajadoras, aunque se les puede recriminar que no acaben de integrarse.

De modo que los analistas espontáneos que voy encontrando me recomiendan evitar, o al menos andar con mucha precaución, en las ciudades más importantes y las más cercanas a las fronteras con Perú y Bolivia.

Por otra parte, en la zona sur, donde me encuentro ahora, las advertencias se centran sobre todo en relación al conflicto social entre comunidades indígenas y estado.

En realidad, se trata más bien de un conjunto de conflictos que abarca multitud de problemas étnicos, territoriales, políticos y sociales que se manifiestan, en el peor de los casos, con actos de violencia, terrorismo y delitos contra la propiedad.

De nuevo, me encuentro con bandos enfrentados y un descontento generalizado hacia la gestión política del asunto. Mi ignorancia al respecto es absoluta y por tanto mi opinión inexistente, pero me da la sensación de que el cacao es importante. Aunque, por el momento, las únicas evidencias que he encontrado se limitan a opiniones, pintadas reivindicativas y banderas.

Por primera vez desde que empecé el viaje, alguien ha utilizado mi nacionalidad para achacarme (en tono amistoso, eso sí) las maldades que los conquistadores pudieron cometer siglos atrás contra el territorio y sus habitantes.

Lo curioso es que los apellidos del contrario son europeos. Y a mucha honra. Sus antepasados, llegados a Chile durante las colonizaciones posteriores a la independencia, obtuvieron propiedades que siguen en manos de la familia varias generaciones después.

Los terrenos debieron ser obtenidos de manera legítima, imagino. Tan legítima, que considera un atropello que actualmente un chileno de origen indígena pueda acceder a ellas libremente por tener reconocido el derecho de uso y acceso a riberas basado en la relación ancestral de su pueblo con el territorio.

Más allá de la anécdota personal, este caso me parece representativo de la contradicciones que, de manera inevitable, se producen en un sistema complejo.

Aparentemente, todo este embrollo se puede representar simbólicamente con dos banderas, la mayoritaria y omnipresente bandera chilena y la desastrosa (en el aspecto visual) del Consejo de Todas las Tierras. A ellas se adscriben, según sea su postura, los habitantes de las viviendas o los ocupantes del vehículo donde se colocan. 

La señalética comercial, sin embargo, resulta mucho más inclusiva (horror) y representativa de la realidad social chilena.

Son abundantes los puntos de venta informales que hay al pie del camino. Muchas veces, anuncian su presencia con guirnaldas de banderolas triangulares de colores. Una vez atraída la atención, presentan su oferta rotulada en un cartel que podría decir:

  • Hoy, Muday
  • Llegó Kuchen
  • Rico mote con huesillo
  • Hay pan amasado

Una oferta nada segregadora que despacha, en español, productos de origen indígena, colonial (del proceso iniciado a mediados del S XIX), mestizo y criollo en el mismo lugar.

Por otra parte, hablando de comercios establecidos, lo habitual es que su entrada esté flanqueada por coloridas banderas de la marca multinacional de turno. Logotipos de cervezas, aperitivos, alimentos procesados o compañías de telecomunicaciones, siempre refulgentes.

Estos emblemas amparan, sin hacer ningún tipo de distinción, a toda la chilenidad (y visitantes), que acudimos disciplinadamente a su llamada. Todos bienvenidos, dinero, tarjeta o teléfono inteligente mediante.

Desde que deje atrás Valdivia con destino hacia la cordillera, la temperatura ha aumentado y el paisaje se ha suavizado, cubierto de terrenos de cultivo y arboledas de frutales. También he empezado a ver un nuevo artículo en los carteles: Chica dulce. Reclamo que de ninguna manera voy a dejar pasar.

A la tercera o cuarta oportunidad, por la carretera que sigue el curso del río Callecalle, me hago al arcén contrario para ver de qué se trata. Una pareja bastante mayor tiene aquí su puesto de chicha. En la caja abierta de un todoterreno exhiben multitud de botellas de plástico, perfectamente ordenadas, llenas de un líquido ambarino.

A partir del jugo de manzanas de la zona, elaboran una protosidra muy dulce. La bebida fermenta espontáneamente, con lo que, conforme pasan los días va adquiriendo aguja, profundidad de sabor y algunos grados alcohólicos. La prueba que me ofrece el señor en un vasito de plástico está deliciosa y no queda más remedio que cargar un par de botellas.

Sigo mi camino con la novedad potable y advertencias conocidas. Parece ser que, de nuevo, me dirijo hacia zona conflictiva. Claramente, la visión que pueda tener al respecto desde la moto, es absolutamente superficial e irrelevante pero también me desaconsejaron la zona costera y su visita no ha podido ser más apacible.

Por la mayoría de los lugares solo transito fugazmente. Todo lo fugazmente que permite un pequeño monocilíndrico de 150 cc, cabe aclarar. La mayoría de los encuentros con personas del lugar se producen en tiendas y gasolineras, donde, en principio, siempre soy bienvenido o, a lo peor, recibido con indiferencia. También los lugares de destino suelen ser sitios seguros. La mayoría de las veces voy a un camping donde lo habitual es que estén contentos de recibirme. Fuera de las relaciones comerciales, tampoco he detectado la más mínima tensión o sensación de riesgo.

No significa esto que niegue la existencia problemas que puedan derivar en situaciones peligrosas, sin embargo la probabilidad de verme envuelto en una me parece, de momento, tan remota como la de ser víctima de la erupción de un volcán o un terremoto. De lo que, por cierto, nadie me ha advertido.

He cocido 5 huevos con la vista del volcán Mocho-Choshuenco, rodado por las inmediaciones del Villarrica y dormido sobre el escorial del Llaima, por citar algunos. Y nada, ni un piroclasto, ni una pavesa ni un ligero temblor.

Desde los pies del Llaima me gustaría salir hacia el norte atravesando el Parque Nacional Conguillío pero el agente forestal que controla el acceso me informa de que, debido a un incendio forestal, se encuentra cerrado al tráfico. De modo que improviso una nueva ruta decidiendo el camino en cada cruce.

En la aplicación de mapas, rato de buscar el norte enlazando pistas hasta que en cierto momento el volcán Copahue se deja ver en la pantalla. Al principio, solo es una pequeña forma sobre el fondo gris, pero según voy ampliando la imagen, van apareciendo caminos que llevan hasta él. Después de haber estado en su cara argentina. ¿Cómo podría ignorarlos?

Durante muchos kilómetros se alternan pistas anchas de ripio con algunos tramos de asfalto. Cuando comienza la tarde, ya estoy en un camino. En la aplicación, la línea que marca su recorrido todavía es blanca, aunque tan delgada que apenas es un rastro tenue. A estas alturas, hace rato que no hay rastro de tráfico, ni viviendas ni banderas Wenüfoye.

En la pantalla puedo ver cómo, más adelante, la línea blanca acaba por convertirse en un trazo discontinuo de color marrón. Su significado cartográfico abarca un rango amplio de tipos de caminos que va desde la pista pequeña hasta el sendero. Es posible que, al llegar a ese punto, se vuelva intransitable. La única manera de saberlo es llegar hasta allí.

En la realidad tridimensional, el cambio no es demasiado grande. Sigue manteniendo el ancho de un coche, aunque ya no es apto para cualquier vehículo. Para salvar la boscosa montaña que separa los valles del río Biobio y Chaquilvin, las rampas cada vez son más pronunciadas y el suelo, a ratos pedregoso a ratos arenoso. Esto solo aumenta la diversión y la sensación de aventura.

Después del descenso me encuentro con 2 motoristas que están descansando antes de empezar a subir. También ellos están explorando un camino que no conocen, por lo que el encuentro nos vale para intercambiar información sobre lo que nos espera a cada uno.

Todo son buenas noticias. Podemos confirmar que el camino continúa en ambas direcciones. Cuando ellos lleguen al corrimiento de tierra que ha tapado una parte del camino ya sabrán que hay paso bajando la ladera campo a través y yo puedo marcar en el mapa el punto donde debo desviarme hacia el cruce del río Chaquilvin.

También me ayudan a ahorrar unos billetes. Algunos kilómetros más adelante encontraré una puerta cerrada custodiada por un paisano que pide 10.000 pesos por abrirla. Una cantidad nada despreciable que ellos han conseguido rebajar hasta los 2.000 por cabeza.

Camino a la puerta reparo en que solo tengo billetes de 20.000, lo que va a dificultar la negociación con el portero. El paso está cortado a conciencia. El portón bien encadenado y los laterales del camino amurallados. Todo está en silencio y no se ve un alma en la casa de piedra que queda al otro lado de la muralla.

Palmeo y grito varias veces sin obtener respuesta. Me siento a esperar comiendo un melocotón. De la nada, aparece el guardés. Desdemtado y menudo, las arrugas de su cara parecen una foto satélite de las partes más peladas de los Andes. En su casa no hay banderas que yo vea, pero viste lo que, para mí, es otro símbolo chileno: una camiseta de la banda Slipknot. Y es que no hay día que pase sin ver a alguien con merchandising de un grupo de metal. Todos los días, en cualquier sitio, incluso en uno insospechado como este.

Haciéndome el tonto, en esta ocasión deliberadamente, le pregunto al paisano rockero si puedo seguir mi camino, preparándome interiormente para pasar al siguiente estado: hacerme el sorprendido ante su negativa como puente para hacerme el preocupado porque, sintiéndolo mucho, señor, solo tengo unos pocos billetes argentinos.

Ante tal despliegue de talento actoral, el portero ni se inmuta. Probablemente, solo le ha reafirmado en el recelo que viene mostrando desde que nos conocimos. De esto tampoco puedo estar seguro, porque no dice una palabra, no mueve un solo músculo.

Después del farol que he lanzado ya no puedo volver atrás y sacar el papelito con la cara de Andrés Bello. A la sazón, venezolano al que nadie en el país hace ascos.

No queda otra que pasar al plan B. Ya que tengo la despensa bien surtida, le sugiero al cancerbero que un pago en especie, cosa que acepta, al principio resignado y después conforme. Incluso parece relajarse un poco, se anima a charlar un rato y redirije su hostilidad hacia su perro, al que ahuyenta cuando se acerca a mí o a la cesta de la compra.

No hay mucha distancia desde la camiseta de Slipknot hasta el río. Una vez allí, vuelven las viviendas y la ruta enripiada. Los amigos motoristas me han recomendado un camping cercano, junto a la laguna El Barco. No tiene pérdida, incluso está señalizado, pero, por alguna razón, me desvío sin querer por otro camino.

Se acerca la noche, el desvío que he tomado lleva hasta el Copahue a través de uno de esos trazos discontinuos en el teléfono. Estoy en pleno bosque de araucarias, dejé atrás las viviendas hace un rato y a la derecha del camino se abre un claro que está pidiendo acampada a gritos.

Si la luna no está llena poco le faltará para completar el aforo. El aire templado silba suavemente al encontrarse con las ramas de los árboles que parecen los brazos de una sofisticada lámpara de araña. Hace una noche digna de parrilla, de modo que coloco el hornillo sobre el trasportín de la moto y me conformo con unas gachas de maíz y cebollino al saborizante de ajo y panceta. Exquisita cochinada.

Cuando acampo libremente suelo recibir un premio. Si bien suponen la renuncia a la higiene y algunas otras comodidades, también son los días que antes me subo a la moto. La mañana está prístina y fresca. Me lanzo al camino a paso de tortuga. Por saborear el desayuno visual y por economizar la gasolina, que no voy sobrado.

Sobre el mapa, en algún momento el camino se desdobla. Hacia la derecha continúa hasta entrar en territorio argentino. Hacia la izquierda se mantiene en Chile hasta que llega a un camino de los que aparecen marcados con una línea blanca.

Cruzo algunos arroyos y un torrente sulfuroso mientras el sol comienza a asomar por encima de las montañas. Si al volcán le diese por entrar en erupción al modo pompeyano, me atraparía en uno de los mejores momentos del viaje.

El volcán está a mi izquierda, lo que significa que me he pasado la bifurcación sin darme cuenta. El camino sigue a través de una verde hondonada, pero claramente es el brazo que entra en Argentina. Teléfono en mano, vuelvo sobre mi huella hasta que encuentro el desvío. Por donde se suponía que debía adentrarme es en realidad un sendero diminuto por el que no hay manera de meter la moto. Esta vez, es la versión de línea marrón discontinua que no interesa.

Para encontrar otra ruta hacia el norte tengo que regresar a alguna carretera principal. También necesito repostar. En su busca, vuelvo a pasar por comunidades indígenas y vuelven las banderas. También hay señalética vial con referencias específicas mapuches y otras indicaciones dirigidas al etnoturista.

En la carretera, de un momento a otro el aire comienza a espesarse creando un ambiente fantasmagórico. La niebla amarillenta se hace cada vez más espesa y desconcertante. Continúo durante kilómetros y kilómetros buscando la salida, pero la situación no mejora. Toda la región está sufriendo incendios forestales.

Mientras arden miles de hectáreas, se buscan responsables lanzando acusaciones como fuego cruzado. Según sea la bandera del que señala, la culpa será de unos u otros. Se pueden achacar los incendios a Pinochet y su decreto para incentivar la industria forestal. O al gobierno de Boric, incapaz de desarrollar una política preventiva adecuada. Puede que el interés en la desgracia provenga del sector inmobiliario o incluso del industrial, que aprovechará para comerciar biomasa o recibir subvenciones e indemnizaciones. Aunque esa misma industria puede convertirse en víctima si se trata de actos terroristas perpetrados por activistas nativos.

En lo único que parece estar de acuerdo todo el mundo es que es la mano del hombre la que está detrás de la tragedia.

4 comentarios

  1. Así es, a veces parece imposible llegar a un acuerdo. Ya vas conociendo la riqueza y las bellezas suramericanas pero también sus enormes contradicciones


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