Sudamérica—13.03.2023

15. Soy una moto

Según mis documentos, fui fabricada en septiembre de 2020. Supongo que esa fue la fecha en la que terminaron de ensamblar, revisar y colocar adhesivo verde con las letras OK sobre las piezas que me conforman. Ya no queda rastro de esas pegatinas, pero en algunas partes íntimas todavía conservo inscripciones en devanagari.

No recuerdo nada de aquello ni de lo que pasó durante los 2 años siguientes. De alguna manera debí llegar, más o menos descompuesta, hasta Paraguay. Me imagino que allí estuve quieta en un almacén hasta que un buen día alguien volvió a prestarme atención.

Hasta que un día, de entre todas mis hermanas, compañeras de letargo, me eligieron a mí. Limpiaron la capa de polvo que me cubría, por algunos de mis orificios introdujeron unos líquidos y atornillaron a mi parte trasera una placa de identificación.

Me llevaron a otra sala de espera muy distinta. En lugar de muros, las paredes de cristal eran como marcos del mundo exterior por los que entraba la luz del sol y la imagen de un pequeño jardín.

Allí, algunos miembros de la rama más sofisticada de la familia también esperaban su turno para salir a conocer el mundo. Eran más grandes, más fuertes y más bonitas. Aguardaban relucientes en poses forzadas.

Pero el 22 de septiembre de 2022 otra vez fui yo la elegida para salir a la explanada de grava. Por mis espejos, pude ver cómo la persona que unos días antes me había sacado del almacén se acercó por detrás.

Venía hablando sobre mí a un desconocido. Puso su mano sobre el puño derecho del manillar y presionó suavemente el botón de arranque. Al instante, dócil, sin el menor titubeo, me puse en marcha con un murmullo silbante. El desconocido se subió a horcajadas sobre mi asiento y salimos de allí sin mirar a atrás.

Ya hace más de 4 meses de aquello. Desde entonces, hemos estado rodando de acá para allá, a veces durante muchas horas seguidas. Hemos recorrido juntos más de 14.000 km. Ya nos conocemos bastante bien el uno al otro.

Con lo que hemos pasado

El día que vamos a cruzar a Chile amanece con niebla sobre el lago Nahuel Huapi. Desde los restos de la hoguera de anoche, todavía caliente, sale un hilo de humo blanco. Desde mi posición parece que esté alimentando las nubes que hay sobre el agua.

Hoy estoy al borde del bosque. En un alto sobre la explanada de piedra pómez que lleva hasta la orilla del lago. Allí le veo zambullirse en el agua antes de que al sol le haya dado tiempo de aparecer difuminado detrás de las montañas. Son ganas. La mañana está fresca, lo que no está mal teniendo en cuenta que me toca empezar el día subiendo cargada por una serpenteante carretera.

Una parte fundamental de mi función consiste en no hacer nada. Se trata de esperar en el lugar donde me haya aparcado y estar lista para salir zumbando cuando se le antoje al muchacho.

La primera parada del día llega en las instalaciones aduaneras de la frontera Argentina. A veces, por ser una moto, puedo esperar en lugares preferentes. Aquí estoy lejos de los coches, frente a la puerta de acceso a las oficinas. Desde este lugar puedo ver al chico esperar su turno para realizar las gestiones. Es el único que guarda la fila en solitario, los demás lo hacen en grupos.

Cuando creía que ya nos estábamos yendo, después de hacer unos cuantos metros hasta una garita de control, de pronto damos la vuelta. En sentido contrario volvemos a las oficinas y esta vez espero junto a la puerta de salida. Además de las ventajas de movilidad que tenemos las motos en general, las más pequeñas podemos colarnos por cualquier parte con más facilidad.

En la carretera tampoco necesitamos mucho espacio para parar un momento sin molestar. Un poco de arcén basta para que mi piloto baje a sacar su ropa de abrigo de la alforja derecha. La niebla sigue cubriendo el paisaje y parece que le ha dado frío.

En el lado chileno, sin embargo estoy algo más apartada. Tengo una vista panorámica sobre parte del aparcamiento y los edificios institucionales. Aquí hay muchos más vehículos, incluyendo varios autobuses de dos plantas. Aunque la mayoría son camionetas 4 × 4 de modernos modelos japoneses y norteamericanos.

Desentono un poco entre el parque móvil. Por mi aspecto y por estar aparcada junto a un galpón del servicio de mantenimiento de carreteras, parezco más la moto de un trabajador que, como el resto, el transporte de un turista más.

Si no fuese por los carteles gubernamentales, parecería la entrada a un parque temático u otra atracción similar. En el acceso a los edificios, uno de esos laberintos ordena y guía al rebaño.

En la fila, el chico también parece fuera de lugar. Comparado con el resto de personas, está exageradamente abrigado, ajeno a las animadas charlas enfundadas en vistosos colores que se producen a su alrededor.

Cuando vuelvo a quemar combustible en mi cilindro nos acercamos al túnel donde los inspectores del Servicio Agrícola Ganadero vana echar un vistazo al equipaje que cargo.

Un funcionario me libera de algunos troncos que llevaba amarrados con pulpos sobre las alforjas. Al resto de bártulos no le presta atención, creo que en parte porque le he impresionado.

Me he convertido en el centro de atención. Me llueven los halagos, pero la pintura roja del depósito disimula el rubor. Pasa desapercibido cuando el inspector examina las anotaciones que llevo escritas sobre él.

El chico las escribe con rotulador negro a modo de hoja de ruta. Entre esos garabatos y los que traigo desde la India me está entrando complejo de piedra de Rosetta.

Road book

Quién me iba a decir a mí que acabaría recorriendo carreteras chilenas. Pero aquí estoy, pasando por debajo de una gran bandera tricolor y por delante de obsoletos carteles con medidas sanitarias pandémicas.

Tal vez, haber nacido durante la epidemia sea la causa de que haya tardado tanto tiempo en poner en movimiento mis ejes, rodamientos y engranajes. Seguramente tampoco ayudó haber acabado en Paraguay. Allí soy de las motos más caras de mi clase y la menos glamurosa de entre las marcas de mi familia. Sea como sea, desde que nos encontramos, no hemos parado de movernos.

Lo hemos hecho por multitud de terrenos, superficies, condiciones y paisajes. Hoy, por primera vez, vamos hacia la costa.

Desde la frontera avanzamos casi en línea recta hacia el oeste por una carretera bien asfaltada. A medio camino llegamos a la ciudad de Osorno. Cruzamos la Panamericana pasando por debajo de una infrecuente intersección elevada. Dejamos atrás una zona residencial y callejeamos hasta llegar a la plaza de armas.

En una esquina hay unas pocas plazas de aparcamiento para motos donde me deja descansando mientras se va a hacer sus cosas. Estoy frente al paso de peatones que conecta una calle comercial con la plaza. Gente de todo tipo cruza hacia uno y otro lado. Van a hacerse fotos con el toro monumental que se refleja en mis espejos, de compras o simplemente de paseo.

Un señor mayor empuja un carrito con un curioso lema: Rico mote con huesillo. Desde los comercios, llega una mezcla de músicas que compiten en volumen. A mi lado aparece un alemán muy alto montado en una (pre)potente BMW 1.200. Me rodea escudriñándome con curiosidad.

En ese momento vuelve el humano que me monta. Otra vez se habla de mí y vuelven los halagos. Es mi condición cumplir con mi trabajo lo mejor que sé, no funcione mejor ni aumento mi rendimiento por mucho que se me haga la pelota, pero es agradable sentirse apreciada, ya sea recibiendo aceite de buena calidad o palabras lubricantes.

Continuamos el camino hacia el Pacífico. Las nubes, que habían desaparecido tras cruzar la frontera, vuelven a hacer acto de presencia. Bajas, casi rozando las copas de los árboles entre los que asciende, desciende y serpentea la carretera.

Con ellas, vuelve el frío y la humedad, lo cual resultaría más agradable para mí si el humano no apretase las rodillas contra el depósito mientras me espolea a la salida de las curvas. Cosa que interrumpe cuando, detrás de un cambio de rasante aparece por fin el mar.

Entonces recuperamos la velocidad de paseo. Llegamos a Bahía Mansa para tomar una pequeña carretera que nos acerque a la orilla. En el exterior de una curva a izquierdas el arcén se abre formando un balcón con vistas a la cala donde tomamos un descanso. Desde allí llega la cantinela inconfundible de un bingo playero.

La temperatura del motor se va igualando poco a poco a la ambiental mientras que un líquido caliente y pringoso chorrea por mi asiento. El gordo está engullendo unas jugosas empanadas de marisco recién salidas de la freidora del puesto que hay en el balcón. Huelo a gasolina, aceites calientes y pienso para peces.

No tan pacífico

Después del paseo costero retomamos la sesión de rodillas y espuelas buscando casa para hoy. Resulta aparecer bien camuflada detrás de un terreno en obras al pie de la carretera.

Pasadas las cabañas en construcción, voy al ralentí sobre la mullida hierba de un terreno ondulado. Está flanqueado por un bosque denso de árboles nativos y un río tranquilo y cristalino.

La noche va cayendo una vez más. La humedad que viene del mar y rezuma del suelo se condensa sobre mí. Al chico le han dejado una manta de lana lo suficientemente grande como para envolvernos a los dos, pero ni se le pasa por la cabeza compartirla. Casi mejor, porque hasta aquí llega su perfume a cuadra y bastante mezcla de olores intensos llevo ya encima.

El oceanito vestido de gris

Hemos pasado algunos días en el camping esponja. A veces sin movernos y otras haciendo algunas escapadas a la ciudad y a la costa. Yo no soy lo que los departamentos de márquetin denominarían una moto de aventura, pero tengo que reconocer que me lo paso mejor yendo de excursión campestre que callejeando por la ciudad.

En el camino hasta Caleta Manzano hay una parte de ripio rizado, cosa que odio. Pero el último tramo en bajada me puso los cables de punta y los tambores calientes. Por una pendiente de tierra ¡muy pendiente! zigzagueamos esquivando tierras y roderas poniendo a prueba la potencia de las zapatas.

Después de descansar un rato sobre la arena oscura, bordeamos unas cuantas casas de pescadores y subimos hasta el ripio por otro camino. Aquí me desquité de la etapa de fin de año. Claro que esta vez no iba tan cargada, pero he subido con rabia alegre. 

Me está cambiando el sonido, no sé si es cuestión de carácter o la edad, pero si el humano me enrosca el acelerador, saco un rugido grave que antes no me salía.

Acaba por llegar el día en el que de nuevo me toca cargar con todo el peso de la relación. No hay metáforas aquí. Desde la costa, recorremos otra vez un tramo de la carretera que ya conocemos bien.

Nos hemos dado cuenta de que aquí se conserva la costumbre de hacer ráfagas cuando hay un control policial. Acabamos de pasar a unos carabineros o sea que ya sé que me toca estar preparada para hacer guiños a los que vienen en dirección contraria.

El peliculero Dodge Charger policial no concuerda con el aspecto de los agentes, que visten un uniforme que parece sacado de épocas pasadas y oscuras. 

Nosotros también provocaríamos disonancia si fuésemos por autopista hacia el lago Llanquihue, por eso tratamos de llegar a Frutillar a través de pistas y carreteras secundarias. Aunque no podemos evitarlo cuando rodamos por la costanera Puerto Varas y el tramo asfaltado de la Ruta Interlagos.

Odio las continuas parrandas y parones de los atascos al atravesar las zonas pobladas. En la carretera que bordea el lago no es mejor. Sigue habiendo mucho tráfico y los conductores se muestran impacientes, imprudentes e imbéciles. Nos obligan a mantener un ritmo demasiado rápido o a tener que bajar al arcén para evitar ser arrollados. 

Hora de la foto

Para cuando llegamos a Ensenada, la tarde ya está avanzada. Por mí, daría el día por acabado, pero todavía me pide que lleguemos a la orilla del lago de Todos Los Santos por si hay algún buen sitio donde acampar. Negativo.

La mañana siguiente empieza bien. Pronto llegamos a la subida al volcán Osorno. Hoy toca curvas para desayunar y estas son muy cerradas. Justo lo que necesito para acercar las estriberas al suelo. Da mucho gusto rodar sobre los hombros de los neumático. Pasar alternativamente del izquierdo al derecho, notar cómo poco a poco van ganando temperatura y la superficie se limpia de polvo hasta quedar completamente negra.

Me gustaría conservar ese negro profundo en la superficie del neumático solo por presumir. En cuanto bajamos de nuevo a la altura del lago, el camino se vuelve de tierra y con ella se esfuman las pruebas de ms portentosas tumbadas.

Creo que es una suerte que esta parte no esté asfaltada, seguro que eso ahuyenta a muchos turistas y podemos rodar tranquilos. También me veo bonita cubierta de polvo, pero hace que me cueste respirar.

El camino que recorre la orilla sur del lago Rupanco continúa poco concurrido. El trazado parece estar pensado a la medida de mis necesidades. Su única exigencia es un poco de agilidad para sortear pequeños obstáculos, así que no me da pena que se convierta en un callejón sin salida porque garantiza otro rato de diversión.

Tengo la sensación de que el humano no piensa lo mismo, o al menos no piensa solo eso. Parece que le ha cogido el gusto a dejar la cordillera a su espalda para volver de nuevo a la costa.

Pasamos muchos kilómetros sin hablar una sola palabra. Parece ser que el día se ha convertido en uno de esos en los que solo quiere llegar a algún sitio y no pensar en nada más.

Hace falta que le lleve a través de la depresión intermedia (geográficamente hablando) hasta las inmediaciones de la Reserva Costera Valdiviana para que vuelva a reaccionar. Al acercarnos a la cordillera costera un tramo de curvas nos desentumece un poco.

Saltamos del asfalto al ripio rodeados de eucaliptos. En el primer tramo, la pista está machacada y polvorienta, efecto del paso de los camiones transportadores de cadáveres arbóreos. Es justo lo que menos necesitan mis articulaciones a estas alturas del día.

Pronto llegamos a la entrada del parque, donde el camino se vuelve más estrecho y amable. Desde los puntos más elevados se puede contemplar panorámicas espectaculares de suaves lomas completamente cubiertas por bosque nativo. Del manto verde, que se extiende hasta donde alcanza la vista, emergen algunos troncos pelados y espinosos de color ceniza.

Una vez que el océano se deja ver, el camino comienza a caer hacia la costa, se vuelve terroso y amarillento, con profundas rodadas de coches que han debido de pasar sus apuros peleando contra el barro. La vegetación cambia radicalmente abalanzándose sobre el camino en forma de inesperada y voraz selva. Por un momento parece que nos hayamos teletransportado a latitudes tropicales.

El haz que sale desde mi faro se empieza a hacer visible. De izquierda a derecha, barre la pista anticipando el punto por donde pasarán las ruedas. Algunas de las cicatrices oxidadas que voy acumulando en la parte baja se ponen sensibles ahora que casi hemos llegado a la costa.

Pronto deberíamos girar hacia la derecha para comenzar a remontar el litoral hacia el norte. Un río en busca de su salida al mar nos corta el paso hacia allá. Le acompañamos hasta la bahía sin encontrar un puente que le pase por encima.

La tarde se está acabando tiñendo la arena de dorado. Tan solo se ven unas pequeñas casas desperdigadas. Ni asfalto, ni farolas, ni puestos de empanadas, ni megafonía binguera. Al otro lado de la duna, junto a unas cabañas, me recuesto sobre la pata de cabra y me apaga los ojos por hoy.

A la mañana siguiente volvemos a inspeccionar el río. En la orilla del otro lado se ve el arranque de la pista que continúa hacia el norte. Está realmente lejos y ambos podemos comprobar su profundidad onbsrevando como un par de ciclistas están cargando sus bicicletas sobre la cabeza con el agua hasta el ombligo. Espero que ni se le pase por la cabeza meterme ahí. Qué muerte tan horrible podría ser, ahogada sin remedio. 

Finalmente regresamos por donde vinimos ayer. Si bien recorrer este camino la primera vez fue más emocionante, al hacerlo en sentido contrario disfrutamos de nuevas vistas del paisaje. A veces bastante distintas a las que conocimos, como si fuese un camino nuevo. Por eso me gusta revisar lo que se refleja en los espejos a menudo.

No sé qué tiene pensado que hagamos. Hace tiempo que no escribe nada en el depósito, de modo que suelo ir a ciegas en cuanto a la ruta a seguir. Los ciclistas le han recomendado volver hacia el interior. Diría que vamos hacia allá.

Eso parecía hasta que llegamos al río Tornagaleones. Entonces, repentinamente gira hacia la izquierda de vuelta hacia el mar. Curveamos en compenetración silenciosa hasta la Bahía de Corral, atravesamos sus calles y paseamos tranquilos por la carretera costera hasta que casi llegamos al arranque de la pista que no pudimos tomar por culpa del río. Por mí, vamos hasta allí. Estoy dispuesta a todo. 

Sin embargo vuelve a dar media vuelta hacia un camping que hemos dejado hace un rato. Me aparca bajo el tejadillo de la plaza que le han asignado. Estamos junto a una casita que tiene una ventana abierta hacia nosotros. Por ella sale un olor delicioso. Dentro, la propietaria saca panecillos del horno y trajina de un lado a otro. Mientras habla con el chico, coloca ordenadamente rectángulos de masa sobre la mesa central.

Calzones rotos, dice que se llaman. Dentro de un rato los meterá en la freidora, los pasará por azúcar flor y están listos para comer. El humano habla con la señora. Le encarga unos cuantos dulces, piropea su cocina y le comenta cuánto le gustaría tener algún día un sitio así, en un lugar como ese.

Me descarga para montar el campamento. Revisa su teléfono móvil, hace algunas anotaciones sobre mi depósito, recoge sus calzones rotos y le veo desaparecer por el otro extremo de la explanada en dirección a la cuesta que baja hasta las rocas donde rompen las olas.

Estamos llevando un recorrido algo incierto, rebotando de lado a lado del país a modo de bola de flíper. Ojalá esto no acabe en tilt y nosotros cayendo sin remedio por el agujero. Haré lo que pueda para que eso no pase, quiero ver más. Estos 4 meses han valido los 2 años de espera. Hasta que el chasis aguante.

6 comentarios

  1. ¡Vamos!... y si Juan Ramón Jimenez en vez de un burro hubiese tenido una moto.
    "La llamo dulcemente: ¿Platero?, y viene a mí con un trotecillo alegre, que parece que se ríe, en no sé qué cascabeleo ideal."
    Zaluút.

  2. Moto, que bien acompañada estás con ese chico, muchacho que llevas en tu lomo y también con esa pulsera colombiana que te acompaña!


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