17. Zona de confort
Enjabonar, frotar, aclarar, escurrir… no importa cuántas veces repita la secuencia cuando hago la colada, siempre la termino antes de que deje de salir porquería de la ropa. Parece que las prendas tengan una capacidad ilimitada de atrapar suciedad. Al principio, cuando el agua sale más sucia, es muy satisfactorio ver cómo desaparece por el desagüe. A la tercera o cuarta vez, ya cansa y ni me fijo hacia dónde gira el agua turbia.
Nunca antes me había pasado algo parecido al lavarme a mí mismo. Claro, que hasta ahora no se habían dado las condiciones necesarias. Las duchas de agua fría no invitan a aplicarse concienzudamente con el jabón. A veces, el hilillo de agua que sale del caño tampoco lo permite. En otros casos, la mugre corporal se camufla con la de la propia ducha o la que sale de las chanclas, si es que me estoy duchando con ellas puestas. Por eso me impresiona el color del agua que se escurre bajo mis pies en la ducha de invitados de la casa de Antonio.
Por la ventana del baño entra la luz del sol filtrada por el humo que sigue tapando el cielo de la región. La bañera, la loza, los azulejos, todo en blanco nuclear emite brillos casi deslumbrantes. El caudal y la presión que soporta la alcachofa es tanta que, si te descuidas, la manguera adquiere vida propia regándolo todo de agua a la temperatura óptima para pelar chanchos. Hay un pequeño surtido de jabones para usos específicos y suaves toallas y alfombrillas dobladas con esmero esperan mi salida. Dos enjabonadas completas y sigue saliendo agua achocolatada.
Esta ducha es el punto de partida para el reencuentro con el confort y la comodidad, tan escasos en los últimos 6 meses. Mis anfitriones me esperan con la mesa puesta en el jardín al que llego flotando después del tratamiento de hidroterapia. Frente al mullido butacón se despliega una mesa repleta de manjares y bebidas frescas. ¿Cuánto tiempo hacía que no tenía un respaldo sobre el que recostarme?
Sería mucho decir que estoy pasando penurias durante el viaje. Ni mucho menos. Se trata más bien de incomodidades y pequeñas carencias, cotidianas, eso sí. En la mayor parte de los casos pasan desapercibidas a fuerza de costumbre. Algunas, como dormir en la tienda incluso me proporcionan, casi siempre, gran placer. Me gusta más que comer con los dedos. Pero claro, como sucede con el agua sucia sobre el impoluto esmalte de la bañera, el contraste amplifica la intensidad de uno y otro lado.
En cualquier caso, colocar una loncha de jamón del bueno sobre la lengua y notar cómo se funde poco a poco es un lujo casi al nivel de ser recibido en un hogar con amistad y cariño.
Volver a convertirme en un solitario recolector de suciedad después de una semana durmiendo a pierna suelta entre sábanas de hilo, de comer exquisiteces y pasar buenos momentos en compañía lleva lo suyo. Hasta las 17 h no estoy listo para salir, como si la comodidad me hubiese atrapado una red de seda invisible de la que me cuesta liberarme.
Es paradójico, porque precisamente es sobre la moto donde muchas veces encuentro algo parecido a lo que se entiende por zona de confort. El asiento se convierte a menudo en un lugar de reposo dinámico donde el acto de conducir ocupa gran parte de los pensamientos durante un buen tramo del día.
Las vibraciones del motor pasan desde las estriberas, el manillar y el asiento a través de las terminaciones nerviosas para proporcionar al cerebro un masaje de psicoactivo cosquilleo. Así estén cayendo chuzos de punta, sople la tramontana o se puedan freír huevos sobre las piedras.
Frente a eso, los avatares del viaje se encargan de alterar la inercia, potencialmente negativa por su alto poder para crear dependencia. La combinación de viaje y moto se me antoja la respuesta salvadora.
Viajar en moto proporciona una coartada justificadora de algunas conductas cuestionables y es a la vez remedio para los conflictos internos que puedan provocar. Uno carga entre su equipaje transporto sus rutinas y manías sin que estas le condenen a la monotonía aunque solo sea por el frecuente cambio de escenario.
El vagabundeo motoviajero libera de la responsabilidad de tener que tomar cualquier iniciativa que no responda a una necesidad concreta o alguna otra cuestión práctica sin que por ello se corra el riesgo de caer en la inacción. Con total seguridad, algo o alguien activará el detonador correcto en algún momento.
Total, que la vuelta al confort incómodo me lleva de nuevo a la costa con la sensación de volver a empezar el viaje de nuevo. La ropa huele bien, hay comida en la despensa y hasta llevo un bote de desodorante en el neceser. La Bajaj brilla bajo el sol (se han calmado un poco los incendios) al que voy a seguir hasta que se oculte detrás del océano.
3 etapas consecutivas me mantienen cerca litoral. Se alternan playas amplias de arena oscura con partes de acantilados y zonas abrobpas, por lo que no siempre es posible seguir la línea costera, a veces la ruta discurre por carreteras de montaña entre bosque.
De nuevo, las relaciones sociales se vuelven fugaces y casi siempre intrascendentes. Pero suelen ser a favor. Por la imagen, el acento o el hecho de ir solo en una moto con matrícula extranjera suele despertar curiosidad o hermanamiento con otros viajeros. Eso da pie muestras de generosidad espontánea y a charlas amistosas, lo suficientemente frecuentes como par que sea difícil caer en el aislamiento ensimismado.
La calidad de los campings no se corresponden con lo que cuestan. Hay que volver a adaptarse a las incomodidades y asumir las renuncias que conllevan con deportividad. Normalmente, a cada una de ellas le corresponde un antagonista que la compensa. Quizás una cena no muy suculenta se pueda culminar con una sobremesa a orillas del mar.
Tal vez el tipo al que se oye roncar por la noche a través de la lona de la tienda, aparezca en la mañana a regalarte unos tomates. Puede que gracias a la falta de ergonomía de la piedra que hace de silla acabes tumbado contemplando el cielo estrellado. Casi siempre es cuestión de perspectiva.
También hay fastidios por los que hay que pasar irremediablemente. Conforme me acerco a la altura de Santiago el tráfico se hace cada vez más pesado. De modo que trato de pasar de largo y una vez que la Ruta 5 se apodera de la costa me desvío de nuevo hacia el interior.
El terreno se vuelve cada vez más árido. La vuelta a las laderas peladas me sienta bien, lo prefiero a las rutas encajonadas entre bosques. Me gustan las visiones amplias, el aire seco y templado, las casas de adobe, los muros encalados de las iglesias.
La familiaridad del entorno me provoca cierto sentimiento de pertenencia. Me recuerda a casa, siendo casa una idea difusa con elementos reconocibles del pasado más reciente y otros más antiguos, no necesariamente de mi propia historia. Porque se trata de un sentimiento nuevo que, aunque se está formando en este momento de alguna manera apela a raíces que deben ser más profundas.
La casa, como vivienda, es otro asunto para el que hay que desarrollar capacidad de adaptación. En ocasiones, pernoctar en cualquier sitio es una cuestión funcional que no va más allá de cumplir como refugio. Pero en otras, por más que se trate de un campamento efímero más que de algo que pueda llamarse casa, se acaba por tener una relación con el lugar.
Es más habitual que esto pase cuando se permanece por varios días en un mismo sitio. De entrada, alargar la estancia suele deberse a que el emplazamiento cumple con los mínimos establecidos, por lo tanto tiene ganados puntos de salida para ser algo más que cobijo.
Pero no solo es cuestión de tiempo. Igual que con el paisaje, la primera noche después de dejar la costa acabo en un rincón con el que congenio de inmediato.
Realmente estoy buscando un camping que aparece marcado en el mapa. El día ha sido largo y ya casi es de noche. Eso no ayuda a encontrar el camino, desvela que en el lugar que debería estar no hay ningún rastro de luz que confirme su existencia.
Como ya va siendo hora de montar la tienda y no encuentro el sitio, los restos de una instalación minera abandonada parecen un buen lugar donde hacerlo. Están junto a la pista al lado del cruce que supuestamente lleva hacia el camping.
Al inicio del camino hay una peña y a sus pies varias higueras. Debajo, una mesa y un banco que quedan casi ocultos por ramas de los árboles y unos matorrales. Desde luego resulta mucho más acogedor que los desnudos muros de hormigón de la ruina.
Hay espacio suficiente para montar la tienda y apartar la moto del camino. Es una noche de verano de esas en las que la brisa se levanta al caer el sol. Por el cielo estrellado pasan silenciosas las luces de los aviones que hacen su aproximación al aeropuerto de la capital.
A la mañana siguiente, unos burros viene a desayunar higos. De los maduros ya se han comido todos los que están a su alcance, así que tienen que ingeniárselas para tratar de llegar a los más altos subiendo por las rocas de la parte de atrás. No son muy sociables, pero tampoco avariciosos, han dejado algunos para mí.
Unas pocas horas en este rincón son suficientes para sentirme como en casa, protegido y alimentado. Casi me dan ganas de invitar a pasar a mis dominios a los paisanos que han pasado temprano saludando desde sus carros.
Ese mismo día, en Illapel, encuentro la segunda modalidad de casa temporal, de esas en las que paso varios días porque ocupa un puesto alto en la lista de requerimientos del confort incómodo. Al menos lo suficiente para alimentar el blog y repasar la máquina.
Las reservas del presupuesto destinado a Chile están cada vez más mermadas. Por muy austero que trate de viajar, lo cierto es que no me privo de algunos gustos, eso está haciendo su mella y todavía queda mucho por recorrer.
Estoy bastante cerca del paso de Agua Negra, que sale a la zona de Argentina que recorrí con el comienzo del año. Ha llegado el momento de volver a Argentina para tratar de llegar a Bolivia zigzagueando sobre la cordillera entre Chile y Argentina con el remanente de dinero en metálico que me queda. Si consigo estabilizar la balanza pasando de una a otra vertiente, quizás alcance el equilibrio necesario.
Porque se trata de eso, ¿no? Es todo cuestión de equilibrio.
Camion Pegaso al atadecer...
Y funcionando
https://youtu.be/5qeVUK7J95g
Escapando de un dron asesino
124 en un sarcófago
Un Lada!
Gracias a los Pereira que te reciben (de Angola a Chile) con generosa hospitalidad.
Sí, gracias infinitas. Se va a convertir en tradición
Unas por otras, como todo en la vida.. que lujo tener esos anfitriones como también lo es poder mirar un cielo estrellado recostado afuera de la carpa.
Cierto, un amplio rango de lujos en este viaje