África—21.03.2017

19. ¡Coño, el negro!

Hacía mucho tiempo que no estaba en la oscuridad total. Siendo total, absoluta. Me he metido en la tienda por dos motivos. Uno es que los mosquitos (o los cien tipos de bichos con alas que hay), me estaban asediando. El otro es el ruido que hacen los hipopótamos que están en el río, a unos 20 metros de la tienda. Vamos, que estos dos motivos pueden resumirse en uno: estoy acojonado. Evaristo me ha dicho que si oigo algún ruido raro, que no me asuste, que serán los hipopótamos, que a veces se acercan a donde estoy a comer y que lo que debo hacer es apagar la luz, meterme en la cocina que tengo al lado y cerrar la puerta. Que no se me ocurra salir corriendo y gritando hacia el bosque. El problema está en descifrar cuál es el sonido que hacen al acercarse, porque ruidos raros hay muchos: el que hacen moviéndose en el agua y una especie de ronquido, por no hablar de aleteos, crujidos, siseos que, aunque no vienen del río y no son de hipopótamos, dan el mismo miedo.

Estoy en el Kafue River Lodge. El sitio que, mirando en la guía, había descartado por su descripción lujosa y que, al final, es el refugio al que he llegado cruzando una pequeña parte del Parque Nacional de Kitue, al oeste de Zambia. Para llegar aquí he hecho unos cuantos kilómetros por carretera saliendo desde Lusaka y otros tantos por pista. Ha significado una ruptura total con lo que venían siendo las últimas semanas en la capital. En cuanto he dejado el asfalto me las he empezado a ver con el barro, cruzando charcos enormes, pensando en los bacilos, amebas, protozoos, parásitos y demás calamidades del mundo microbiológico que me llevaba puesto en las botas, calcetines y alforjas cada vez que cruzaba uno.

Esta parte de Zambia ha cambiado, en parte, la primera impresión que tuve del país. De su gente, vamos. Hasta llegar a Lusaka circulé por una carretera principal que une el paso fronterizo que atravesé con la capital. Matemáticamente, en cuanto crucé, me vi obligado a llevar una mano en alto, ya que todo el mundo me saludaba levantando el pulgar. Sin embargo, aquí, aunque también me saludan, la primera expresión que hay en sus caras es la de incredulidad. Así que he recuperado una de las frases que más he dicho para mí en Tanzania: ¡Coño, el negro!  Y, todavía, me hace gracia ponerla en sus bocas cuando me miran sorprendidos o se levantan de un salto al verme. Desde luego, es mucho mejor frase que los insultos a los camioneros que me adelantaban con el reglamentario palmo de separación lateral.

Pero, poco a poco, va desapareciendo la gente, incluso los estudiantes que caminan hacia sus casas o colegios (es una hora rara tanto para acabar como para empezar) que visten las camisas chillonas de sus uniformes: unas rosas, otras celestes, blancas con corbata roja… Esta soledad también es un contraste grande después de venir de la ciudad, aquí no hay nadie. Tanto es así que, cuando alcanzo la barrera del Parque Nacional de Kitue, me paro a hablar un rato con el encargado de los registros. Incluso después de haberla cruzado saludando desde lejos, enseguida me doy la vuelta, sólo por fumar un cigarrillo con el jefe. Empieza llamando boss al que lleva el uniforme y todo irá mejor.

El boss vive allí con otro compañero en temporadas de un mes, con una semana de descanso intermedia. Hace días que se ha quedado sin tabaco así que le vengo caído del cielo. La charla de cigarrillo da para que me cuente que entre aquí y no sé dónde, a partir de no sé qué hora, los elefantes cruzan la pista y es mejor no estar en su camino. Como la conclusión es que voy bien de hora y que no debo preocuparme, no insisto en aclarar los detalles. Sea como sea, apagado el cigarrillo, vuelvo a estar en un parque nacional. Y vuelven las gacelas. Digo para mí: unas gacelitas nunca vienen mal, e instantáneamente me viene la imagen de una ración de cigalitas. Además de los delirios alimentarios hay algo más que no va bien. Me cuesta cambiar de dirección y, a cada bache, hay un sonido metálico. Desde arriba de la moto no parece que las ruedas estén bajas y las alforjas siguen en su sitio. Al poco rato, es evidente que he pinchado la rueda delantera: de nada ha valido hacer como si no hubiese problema. Si bien no tengo ni idea de los datos concretos que me ha dado el boss, estoy bastante seguro que las cacas enormes que llevo un rato viendo pueden ser de elefante. Como desde que he empezado a notar la moto rara hasta que la rueda estaba floja ha pasado un rato, me limito a hincharla rápidamente todo lo que puedo y ver si me da para llegar al camping que mi guía dice que está a unos 30 km.

Pero claro, 30 km por esta pista son muchos kilómetros y la rueda no tarda mucho esta vez en volver a desinflarse. No me hace ni pizca de gracia pararme aquí, así que vuelvo a hincharla en dos ocasiones más hasta que, por fin, la pista se abre un poco y mi olfato aventurero no detecta presencia animal en forma de caca o huella. Vamos allá. Por suerte, es la delantera. Las alforjas que me ha hecho Mr. Boston están fijas, sujetas con bridas, y dejan poco espacio para trabajar en la rueda, así que encima he tenido suerte. Un poco de las dos.

El sol pega y las moscas muerden. Consigo sacar la cubierta con bastante facilidad pero entiendo que he debido de meter el desmontable a lo burro cuando descubro un precioso 7 en la cámara, cerca de la válvula. Tres parches después, consigo devolver la cubierta a su sitio. 10, 20, 50 bombeos y no hay presión. Vuelta a empezar. Me agacho, doy un respingo cuando la sombra de la hierba alta que hay a mi espalda se mueve por el viento, cámara fuera. Efectivamente, los nervios me han hecho precipitarme y he vuelto a desgarrar la cámara. Más parches y más cuidado al montar. Y 10, 20, 50 bombeos y ¡¡ahora sí!! Le meto presión a la rueda trasera también, no quiero pinchar más aquí.

Talleres El elefante
Talleres El elefante

La pista se ha vuelto estrecha de nuevo y pronto alcanzo una bifurcación. A 16 km el Hippo Camp. A 25, otros dos, por una pista que parece más sencilla. Vamos a por los 16. En cuanto me adentro por el camino, cruza un grupo de ungulados enormes, de cuernos retorcidos. La pista es una alternancia de barro y arena fina. No he hecho ni dos kilómetros, pero estoy sudando y ya me estoy dando la vuelta. Una cosa es la aventura y otra exponerse demasiado. Este camino se adentra en el parque, es difícil y no tiene salida. Puedo tardar horas en hacer estos 16 kilómetros y el sol ya está bastante bajo.

De vuelta en la pista “buena”, casi no puedo ver con el sol de cara y el paso continuo de sombra a deslumbramiento, así que tengo que usar la mano izquierda de visera y conducir con la derecha. Pero con mano izquierda. Llego al río Kafue, que va a su máximo caudal antes de desbordarse. Para cruzarlo hay que usar un pontón. Para usar el pontón hay que volver a unas casas que he pasado e iniciar unas pausadas pero sencillas gestiones. La barcaza es toda para mí. Para alcanzar la rampa que da acceso a la plataforma tengo que meter la moto en el agua hasta sumergirla a la mitad en la parte del río que se ha apoderado del camino. Es impresionante la velocidad a la que baja el agua, aunque la superficie negra y lisa parece tranquila desde lejos. Todo el proceso de cruzar el río Kafue lleva al menos una hora y aún quedan unos cuantos kilómetros para llegar a casa.

Cruzando el Kafue, la noche se acerca
Cruzando el Kafue, la noche se acerca

La continuación de la pista al otro lado está en perfecto estado y el guardián de esta margen, sin camiseta pero con AK47, me confirma que pronto encontraré un sitio para dormir. Va quedando poca luz cuando llego a la flecha que anuncia el camping a 7 kilómetros. Hay que tomar un pequeño camino del estilo del que abandoné antes pero, al menos, es la mitad de distancia, así que ración de barro, pies mojados y emoción para acabar en día. El berraco del AK47 se ha despedido de mí gritándome que hay elefantes y no puedo apartarlo de mi cabeza por mucho que la conducción me exija estar concentrando. El Kafue River Camp está desierto. Un par de Toyotas en lo que parece la zona privada de los trabajadores es lo único que hace pensar en que debe de haber alguien. Pero caminando entre las casas, algunas en construcción, está claro que el sitio está cerrado, aunque no para un grupo de gacelas que se están cenando la hierba. De vuelta a los Toyotas, decidido a dormir aquí haya o no haya alguien. Pero, enseguida, vienen a mi encuentro Evaristo y otro chico, que han debido de oír la moto o el "¡Hola!" que he gritado. Aunque, efectivamente, les queda un mes para abrir al público, me dejan poner la tienda por allí, en el suelo duro que hay entre la cocina y un horno de leña que me encantaría probar. Y así, después de contarnos nuestras vidas resumidamente, me dejan tranquilo para que intime con los hipopótamos y deguste mi lata de sardinas en salsa picante y otra de 440 ml de cerveza, que tuve la feliz idea de meter en la alforja por si acaso y que es a todo lo que puedo aspirar hoy.

La noche anterior, todos los ruidos nocturnos que oía eran los de los coches que pasaban por la avenida junto a la que está el camping donde me he quedado en Lusaka. Algunos muy potentes, con cambio secuencial. Hoy, son bichos y animales.

Por la mañana, compruebo que la rueda ha perdido aire aunque no está baja del todo. Vuelta a empezar, pero esta vez con tranquilidad y la ayuda de Evaristo. La escabechina que preparé con los desmontables no es el problema, sigue habiendo un pequeño poro que quedó sin reparar. Como llevo una cámara nueva que me regaló Michiel, decido desmontar la rueda y cambiarla y, de paso, repasar bien el interior de la cubierta. La vieja, ya parcheada del todo, se queda de recambio. Evaristo se ha convertido en amigo, me ha dado cobijo, charla, café y ayuda con la rueda.

Gracias, Evaristo
Gracias, Evaristo

Seguimos adelante, hasta la siguiente población importante queda, más o menos, el mismo camino que hicimos ayer. Hay que cruzar otro río, aunque esta vez hay más gente a ambos lados. La barcaza está en la otra orilla y hay que esperar a que venga. Un coche en el otro lado parece que va a cruzar pero, después de un rato, da la vuelta y desaparece. A este lado estoy esperando junto a cinco personas que ya estaban allí. Después de que me hayan preguntado todo lo preguntable, se enredan en una discusión que no puedo seguir del todo. Por lo que voy entendiendo, hablan con vehemencia de cosechas, de comida, de producciones y dinero que no se sabe dónde ha ido a parar por la mala gestión de alguien. Por fin, ayudado por un par de chicos, puedo subir la moto. En la otra orilla, el dueño del coche, que ha vuelto, me pide ayuda para reparar el Carter agujereado, que es lo que le ha impedido cruzar, pero no creo que la cinta americana o el adhesivo para parches le pueda ser de mucha más ayuda que el tapón que ha hecho con una bolsa de plástico.

A unos 50 km del pueblo donde voy, me para otra gente con problemas en su furgoneta. Tampoco llevo nada que les valga pero si puedo acercar a uno de ellos al siguiente pueblo, buscará allí un mecánico. La confusión entre 15 y 50 significa que no es un pequeño trayecto con la moto cargada y dos personas, sino que vamos al mismo sitio, por una pista bacheadísima. Pero con cuidado y paciencia acabamos llegando. En el pueblo hay un hospital importante que está celebrando algún tipo de evento formativo para enfermeras, lo que significa que los dos alojamientos que he encontrado están completos. En uno de ellos, me dejan montar la tienda por un módico precio. Una vez instalado, me acerco al pueblo. Me recuerdan un poco al oeste americano estos pueblos de Zambia. La señora gorda que me atiende entre cajas apiladas parece molesta.

—¿Tiene cigarrillos?

—¿De qué clase?

—De los más baratos.

—Life a 6 kwachas.

—Deme 10 paquetes.

—Entonces son 50 kwachas.

—Aún mejor. ¿Tiene cerveza?

—¿De qué clase?

—Mosi.

—No, sólo tengo la que viene en estas cajas.

—¿Y qué clase de cerveza es?

—Hay de manzana verde, melocotón, fresa…

—¿Pero es cerveza?

—Sí, sí.

—¿Con alcohol?

—Sí, sí.

Son botellas de 200 ml de licores.

—¿Cuánto cuestan?

—5 kwachas.

—Deme una de manzana.

A todo esto, había entrado un chico a la tienda, atento a la conversación. Mientras hablaban, he visto que una de las cajas de botellitas es de whisky de jengibre.

—Perdone, ¿podría cambiar la botella por una de esas de jengibre? Es sólo para probar.

—No, pero si es sólo para probar llévate la de manzana gratis.

—¿Cómo?

El chico le dice algo, coge los 5 kwachas de mi mano y sale de la tienda.

—Ha ido a buscarte una botella a otra tienda.

Por 55 kwachas (5,50 euros, más o menos) tengo 200 cigarrillos y 400 ml de alcohol de 45 grados. Ahí te quedas, Merkel.

El supuesto whisky de jengibre, que el chico me ha entregado con una especie de reverencia, es un destilado de jengibre, miel y lima y, no sólo está bueno sino que, según dice en la etiqueta, también es saludable.

Desde aquí, todavía me queda una noche en un pueblo intermedio (antes de llegar a la frontera) al que me dirijo por carretera esta vez. Zambia tiene una forma extraña, como de haba un poco torcida. De la mitad sur, me estoy dirigiendo a la parte que queda arriba a la izquierda, a la base de un triángulo entre República Democrática del Congo y Angola. Es una parte remota y la carretera está prácticamente vacía. En el pueblo sólo hay una opción de alojamiento de clase “Executive” que quiere decir "más caro por lo mismo": una habitación con baño. Mi vecino es un chino que ha venido a vender sus motos de marca Keweseki y tiene aparcados en el lodge dos modelos: uno básico y otro de cross. Tipo chino, que parece bueno, pero que no lo es.

Al lado del lodge executive hay una panadería a la que me acompaña el dueño de la tienda que está en el mismo edificio donde me alojo. Ahora no hay nadie trabajando pero, si quiero, puedo volver por la mañana. El edificio donde está la panadería, obrador y tienda es de la misma propiedad que el lodge y tiene también una carnicería. Para acceder al obrador hay que pasar por un pequeño pasillo al que da la puerta trasera de la carnicería, que está lleno de huesos y de restos de carne que sirven de cena a las ratas.

El obrador no es más que un cuarto pequeño donde se amasa a mano y se divide. Hay una mesa y varios moldes renegridos esparcidos por el suelo. Fuera, bajo un tejadillo, está el horno de leña. Una cámara rectangular descansa sobre tres paredes de piedra en cuyo interior arderán mañana unos troncos enormes y una montañita de desperdicios variados. El pan, que compro en el despacho, vuelve a ser como siempre: blandurrio y azucarado aunque, al menos, tiene un toque del humo que, si no piensas de dónde viene, tiene su gracia.

La gracia del viaje consiste en estar aquí. Ir de un sitio a otro, cargando lo que necesitas, procurándote casa, comida y transporte cada día y ver, más o menos, qué se cuece en cada sitio. Haya panadería o no. Cada día es diferente y siempre pasa algo interesante aunque, como estos últimos días, tengo que moverme rápido, a lo que da el pequeño 150, para que no se me haga muy tarde.

Mary, panadera
Mary, panadera

9 comentarios

  1. Joaquin, me tienes alucinado con tu aventura. Que te vaya bien y ojo con los hipopótamos !!!!
    Un abrazo
    Osaba Juan

  2. Disfruta maldito zingaro!! Q envidia me das, y tráeme alguna birra rara o una bolsa llena de aire con cepas de leva africanas!

  3. Contenta de oír tu voz, a pesar de los miles de kilómetros, como si estuvieras aquí cerca. Seguir adelante sin que los altibajos hagan mella... mirar los miedos de frente hasta que se disuelven, esa es la gran aventura. gracias hijo.

  4. Me encanta tu sentido del humor ante las adversidades , tu mezcla genética está dando buenos resultados. Vas a volver cargado de sabiduría Maestro. Tu mensaje desde tan lejos fue maravilloso. Un beso muy grande


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