10. Kigombe-Lushoto
Y ahí vas tú, te crees primo hermano de Gerard Farrés camino del podio en el Dakar, heredero natural de Marc Coma, la versión offroad de Valentino Rossi, mientras exprimes los 12 cv de tu pequeña piki piki, que devora los baches y roza por abajo en cada escalón de esta escarpada pista en vertiginoso ascenso en algún punto de los montes Usambara cuando, al negociar la salida de una curva muy cerrada, te los encuentras: la señora que cuenta por tres, el joven fornido y el que podría ser el padre de tu abuelo, que es quien conduce, sin esfuerzo aparente, la destartalada moto china que les sube, a los tres, por esa misma pista. ¡El pobre infeliz muzungu sólo puede reírse, con ganas, de sí mismo!
De nuevo en la carretera —por llamarlo de alguna manera— muchos kilómetros antes de llegar a los Usambara y ser humillado por el inigualable trío, paso a despedirme de Amina, la que ha sido mi frutera durante estos días que he pasado en Kigombe. Tiene un pequeño puesto en la entrada a Tanga desde el sur, por donde tengo que pasar hoy camino de Lushoto, junto a la casa familiar y el videoclub de su hermano. Durante años estuvo vendiendo cassava —como sigue haciendo su madre, frente a la puerta del videoclub— y ahorrando, poco a poco, ha conseguido abrir, hace apenas dos meses, su propio puesto de fruta y verdura, donde también puedes comprar arroz, pescado seco y algunos dulces. Con este puesto espera poder sacar lo suficiente para mantener a su hija de cuatro años y ahorrar para que un día pueda ir a la escuela de pescadores. Hablamos sentados bajo la sombra de un mango que hay entre la carretera y su puesto, con Pili —ya cargada— como testigo, mientras va y viene del puesto cada vez que se acerca un cliente. Hoy está casi toda la familia en el videoclub. Cuando me despido de ellos, después de contarles de dónde vengo y a dónde voy y que mi casa portátil no tiene retrete, su padre sale en busca de una piña, que me ofrece como regalo para el viaje. Ya tengo gasolina para todo el día. Y comida, también.
Pili, por su parte, sigue con el depósito lleno a pesar de que la última vez que puse gasolina contaba 330 km en el marcador y ahora tiene más de 500. Me salto la gasolinera de la ciudad por vergüenza de pedir que me rellenen un depósito que apenas tiene espacio y espero no arrepentirme más adelante de no haberlo hecho. Hoy voy a adentrarme por caminos que no aparecen en el mapa de juguete que encontré en Dar es-Salaam y que son líneas microscópicas en la aplicación de mapas offline que llevo instalada en el smartphone, así que no tengo ni idea de qué voy a encontrarme.
Dejada atrás la ciudad, enseguida, salgo del asfalto que no volveré a pisar hasta dentro de 200 km o 5 horas (lo que quieras), entrando ya en Lushoto. Conforme me voy alejando de la ciudad, los pueblos se van volviendo cada vez más pequeños. Desaparecen las tiendas, sólo quedan puestos o pequeños montones de fruta apilados junto a la pista hasta que estos también desaparecen. Las casas son de barro y los techos de palma. Si hay algún edificio más sólido suele ser una escuela o algún tipo de edificio oficial o religioso. Durante los primeros kilómetros, la pista es buena y todavía hay tráfico de dala dalas, todoterrenos y piki pikis, que me obligan a bajar la cabeza y subirme la braga que Michiel me regaló y que todavía huele a mar y crema solar, para protegerme de la nube de polvo y piedrecitas. La vegetación es abundante, mangos gigantescos y palmeras jalonan la pista. Me dirijo al interior, pero todavía puede sentirse la influencia del Esti Ocean. Las rectas son larguísimas pero, como hay que estar pendiente de las sorpresas en forma de bache, grieta o rodera, no hay tiempo para aburrirse. Algunos tramos en obras ponen emoción. La tierra batida es más obstáculo para mí que para Pili, que va levantando una nube de polvo que no me puedo resistir a mirar por los espejos.
Poco a poco, la pista va ascendiendo y la tierra se va volviendo más roja. También los árboles van desapareciendo a cambio de matorrales. Desde algún punto más elevado, hay una panorámica espectacular hacia el norte, una llanura gigantesca que se extiende hasta territorio keniano. También la gente va cambiando, casi no hay camisetas ni gorras y sí telas de colores en las que se envuelven y largos palos. La agricultura y la recolección dejan paso a la ganadería bovina y ovina.
La tierra roja va convirtiéndose en un polvo cada vez más fino, que salpica hacia los lados de las ruedas como si fuese agua. Poco a poco, nos vamos mimetizando con el paisaje cada vez más remoto. El camino que discurre por la llanura que antes veía desde lo alto es bastante solitario, la tierra se ha vuelto blanca y voy encajonado entre vegetación. Sólo me cruzo con algún rebaño de vacas y su pastor que, a veces, no es más que un niño. En los tramos de piedras afiladas que veo como dagas hambrientas de neumático pienso en lo poco que me gustaría quedarme aquí tirado. Luego veo a estos pastores que no sé de dónde salen, con su callado y sus sandalias, ni un morral, ni un zurrón, en medio de la nada y pienso que, en el peor de los casos, ni aquí estoy solo. Algún apaño encontraríamos.
A los pies de las montañas, se abre una vega enorme y fértil. Vuelven los pueblos ajetreados con mercados y autobuses, cabras y gallinas. Es curioso cómo pueblos no muy alejados entre sí tienen una apariencia tan diferente. Mientras que algunos están rodeados de basura —plástico, sobre todo— y tienen un aspecto descuidado y miserable, otros, con el mismo tipo de casas, de estructura y de entorno, parecen preparados para la foto de postal. En los pueblos de pastores que dejé atrás se nota la carencia de recursos, no parece haber nada más que unas cabañas pero, en estos de la vega, vuelve a haber movimiento y surtidísimos puestos de fruta. No acabo de entender por qué en algunos la abundancia se convierte en basura y en otros no.
Desde la vega, comienzo la ascensión por unas laderas pobladas de vegetación y viviendas. Pronto, aparecen pinos y eucaliptos y la temperatura es fresca. Me estoy hinchando de baches y piedras. En un momento dado, la moto pierde potencia y le cuesta reaccionar al acelerador. Me empiezo a preocupar. Todavía nos estamos conociendo y no sé si le acabo de dar un buen calentón o, quizás, he aplastado el tubo de escape con los golpes que se está llevando. Después de parar para enfriar el motor y revisar lo que se me ocurre, la moto no va mejor, así que descarto lo anterior y pienso que, tal vez, sea algo de carburación y altura. Como, a pesar de eso, sigue funcionando y necesito llegar al camping, sigo adelante. Llevo todo el día para hacer 200 km, lo que suman 700 en total, que significan primer cambio de aceite y filtro.
La sombra y el olor a bosque son una sorpresa, no esperaba algo así. Llegando a Lushoto empieza el asfalto y tengo una buena sesión de curvas en descenso para acabar el día. De momento, no me ha costado orientarme y, con la técnica de “mmm... ¡por ahí!”, he acabado llegando a Lushoto, pero aquí es más complicado acertar, en la maraña de caminos que salen en todas direcciones. Busco un camping concreto que aparece en la app que uso como guía. No pido mucho: baños, cubo de basura y poder comprar agua y cerveza. Si acaso, un enchufe y que no me sableen. Por eso, trato de tener alguna referencia previa.
Me cuesta dar con el camping y tengo que preguntar a un señor que trabaja en un bancal, que deja lo que está haciendo para acompañarme a un grupo de edificios, rodeados por un seto, que está al otro lado del camino. En la entrada, hay un rótulo que dice “Irintia Children Orphange”. Me hace esperar en un jardín con rotonda que hay nada más entrar, alrededor de la que están estos edificios de una sola planta. Aparece una señora con cara de bulldog vestida como una profesora de EGB y que lleva una cartera de charol en la mano. Me hace todo tipo de preguntas y parece que le he convencido. Me enseña el edificio que sirve de alojamiento a los voluntarios donde me puede ofrecer una habitación por 10 dólares la noche, lo que no está del todo mal. Sin embargo, por la mitad, puedo pasar dos noches bajo el árbol de la entrada. Aún mejor. A pesar de la entrevista y después de haberme explicado unas cuantas normas, Rottenmeyer sigue hablando con mi intermediario, hablan de mí con tono serio pero no tengo ni idea de lo que dicen, y pasan unos minutos antes de que me dé el visto bueno definitivo.
Resulta que, efectivamente, es un orfanato donde se hacen cargo de unos 20 niños. Rottenmeyer es la jefa principal, lo que tal vez explique su tono autoritario y ese rictus con la comisura de los labios hacia abajo. Si ese rasgo es —como me dijo una vez mi tío Sito—, síntoma de infelicidad, esta pobre señora debe serlo mucho. Seguro que como orfanato hacen una función de valor incalculable y seguro que no debe ser nada fácil enfrentarse a eso todos los días sin que te queden huellas por dentro y por fuera.
Cuando llego, los niños ya están dormidos, repartidos en dos salas en uno de los edificios con forma de U. Sara ha tomado el relevo de Rottenmeyer y me enseña las instalaciones que tengo permitido visitar. A partir de ese momento, mi mejor amiga en el orfanato es una niña de cuatro años que me mira con los ojos muy abiertos y se niega a soltarme la mano mientras me enseñan el sitio. Tienen granja y huertos y un ejército de chicas jóvenes, todas con el pelo corto, jersey morado y falda celeste, se hace cargo de los niños y de todas las tareas y van de acá para allá todo el tiempo, casi siempre canturreando.
Sigo cubierto de polvo rojo, parezco de arcilla. Me preparan un cubo de agua caliente para ducharme a cazos y otro con agua fría para cocinar. Mientras me instalo, el guarda se acerca y empezamos a hablar en suajili e inglés. Bueno, él en suajili y yo, en inglés, apenas nos entendemos pero tampoco hace falta. El guarda es el que se muestra más cercano, los demás son más fríos, tanto que, a veces, parecen molestos, pero la realidad es que se preocupan por que tenga lo que necesito y me permiten estar en su casa. Ya es de noche y hace fresco en la montaña. Se oyen ranas por ahí y un bicho que suena como a módem. Me preparo una sopa de ajo a todo lo que da mi cacharro del chino. Por hoy, ya está bien. Mañana, a cuidar a Pili.
qué grande leerte e imaginarte joaquín
no pares de hacer nada de lo que haces!
Gracias Darío! Veremos lo que dura
Joer, qué guay. Qué envidia!
Me tendría que haber ido contigo, pero entonces la Rottenmeyer no nos habría dejado quedarnos ahí, jajaja
Me alegro muchísimo que vayan saliendo las cosas tan bien.
Una pregunta, las ruedas llevan cámara? llevas de repuesto?
Te recojo cuando llegue a Tarifa y seguimos. Las ruedas con cámara, llevo parches y una de recambio, bomba y de to. Estrenado todo a los 6000 km (con erótico resultado)