África—24.01.2017

09. Cruces

Lo que iba a ser un par de días en esta playa entre Pangani y Tanga, ya va por seis. La suerte de estar haciendo turismo en moto, sin más pretensión que la de viajar por viajar, sin grandes objetivos marcados, sin tener que ser el primero en nada, me da esta libertad.

Aún así, he estado pensando mucho estos días en las opciones que podría seguir después de agotar el mes y poco de visa que me queda por Tanzania. La ruta hacia el sur, pasando por Zambia, Zimbabwe y Botswana hasta Sudáfrica, parece la opción más fácil pero supone deshacerse de Pili en algún momento o gastar lo mismo que me ha costado en enviarla por barco a España. Llevamos poco juntos pero no quiero ni pensar en deshacerme de ella. La idea de llegar conduciendo hasta España me atrae mucho por un lado, pero parece demasiado complicado desde la hamaca desde donde busco información sobre fronteras, situaciones políticas y experiencias de otros viajeros que sirvan para imaginar una posible ruta.

De repente, me doy cuenta de que la ausencia de plan es el propio plan. Bueno, en realidad sí hay un plan muy general: conducir por Tanzania mientras tenga visado e ir viendo qué pasa, cómo se desarrolla todo y qué me apetece hacer cuando tenga que tomar una decisión. Pero es inevitable que, a veces, la cabeza se acelere buscando un objetivo más concreto, yendo un paso más allá. Por supuesto, en algún momento tendré que decidir, pero no hoy, aún es pronto.

En la mañana que pensaba seguir conduciendo hacia el norte pasa algo que me reafirma en esta idea de ir viendo qué pasa y que me hace empezar a entender qué significa dejar que el viaje hable por sí solo.

Empieza el quinto día del viaje. Me he levantado razonablemente pronto para lo mal que he dormido. Creo que el otro día me dio demasiado el sol. Estas dos últimas noches he sudado hasta empapar el saco sobre el que duermo y, por el fresco de la mañana, ahora tengo mocos y dolor de garganta. Pero no me encuentro mal. Tengo todo recogido y listo para colocarlo en la moto menos la tienda, que la dejo siempre para el final. Cuando estoy sacando la primera piqueta, alguien me da los buenos días por la espalda.

Giambattista o Giamba es otro viajero que para por aquí. Llegó ayer por la tarde y ya estuvimos charlando contándonos de dónde venimos y a dónde vamos. Esta mañana viene a soltar una propuesta que hace tambalear los precarios cimientos de mi tienda: quiere comprar una moto como la mía y que viajemos juntos. Lo que hace del todo insólita la oferta es que Giamba tiene 78 años. No puede ir en serio, debe de ser una broma. Estaba a punto de salir, de seguir haciendo kilómetros con mi sonrisa puesta hacia la zona montañosa del noroeste de Tanzania, cerca ya de la frontera con Kenia, pero no le ha hecho falta meter una cabeza de caballo en mi tienda para que deje todo y me siente a escuchar su oferta.

A sus 78 años, Giamba ya ha viajado por gran parte del mundo. Ya lo hacía cuando yo seguía por el limbo y seguía haciéndolo mientras yo empezaba a dibujar motoristas encendiendo fogatas debajo debajo de palmeras. Mientras yo llegaba a Zanzíbar el día 2 del último diciembre él lo hacía a Mombasa y, desde entonces, ha estado recorriendo el país en matatu—el dala dala keniano— y ahora empieza a hacer lo mismo en Tanzania, a pesar de que su hija de 18 años cree que ya está para el mercado de ropa vieja. Giamba es alto y delgado, tiene una buena mata de pelo blanco y un porte elegante. Parece un aristócrata cuando se sienta cruzando las piernas. Sus manos tiemblan ligeramente pero su espíritu es firme y decidido.

Durante las siguientes tres horas, hablamos sin parar de esta ocurrencia. Giamba hace listas de lo que necesita comprar y toma nota de mis contactos en Dar es-Salaam. Le cuento mi difuso planteamiento de viaje y cómo ha sido hasta ahora rodar por estas carreteras y pistas. Entramos en detalle con mapas, comprobando estaciones de lluvia y pasos fronterizos. Prueba la moto y simula una caída para ver cómo sería levantarse y levantar la moto. Mientras tanto, interiormente, estoy sopesando esta idea, pros y contras. Obviamente, me vienen a la cabeza las peores situaciones que podrían darse, pero me gusta cómo enfoca todos los aspectos del viaje y estoy dispuesto a considerar seriamente esta opción.

Me he quitado las botas, me he puesto cómodo y he descartado la idea de salir hoy. Nos ha dado la hora de comer. El equipaje está medio deshecho para enseñarle las herramientas que llevo. La cocina a gasolina es lo que más le gusta. Como objeto, porque para él cocinar es una pérdida de tiempo. Que un italiano tan mayor diga esto hace que asome por la mente una ligera desconfianza. En un momento dado de la charla, se levanta de su silla y dice: "Bien, pues ya hemos viajado un rato. E' stato bello, vado al mare a nadar". Con esta frase pone fin unilateralmente a nuestros planes de viajes en pareja. En pareja de amigos viriles, por supuesto, que me ha dejado bien claro desde el principio que si hay alguien que pierde aceite aquí será Pili, él desde luego que no.

Maldito cabrón, empezaba a apetecerme de veras viajar con él.

El joven Giambattista
El joven Giambattista

Mientras Giamba camina hasta la orilla, llega un nuevo vecino en un Land Rover. Después de aparcar su casa, se acerca con una silla en una mano y una cerveza fría en la otra, listo para la tertulia.

Resulta ser un austríaco expatriado en Ciudad del Cabo desde hace diez años. Llegó allí buscando una vida nueva cuando empezó a sentir que en Europa ya no quedaba nada para él. Los últimos dos años los ha dedicado a viajar en su Land Rover por el sur de África en dirección a Kenia, donde le espera un puesto de trabajo. O no.

Poiki y Uwe, pareja panadera en perfecto equilibrio
Potjie y Uwe, pareja panadera en perfecto equilibrio

En estos dos años viajando, Uwe se hace su propio pan con una masa madre que nació en Austria y crece y se reproduce en África. Ahora yo también tengo un botecito, que espero me acompañará el resto del viaje.

Meto todas mis cosas de nuevo en la tienda. El plan para mañana es hacer pan y cocinar pescado en el fuego. ¿Cómo resistirse a eso?

Por las noches, unos barcos bastante grandes salen a pescar frente a la costa. No menos de 50 luces se ven alineadas en el horizonte haciendo el efecto del paseo marítimo de una ciudad inexistente. Cuando me despierto al día siguiente, muy temprano, la mayoría ya ha vuelto a tierra. El tráfico de gente con cubos de pescado y aparejos entre los barcos—a unos 300 m de la playa— y la orilla, es abundante. Algunos se adentran en dirección al poblado pero, otros, extienden su mercancía sobre plásticos, que colocan en la arena para venderla allí mismo.

Desde mi tienda oigo este bullicio a lo lejos. Al asomarme, veo el movimiento y, todavía legañoso, voy a ver qué encuentro para esta noche. Sorprendentemente, todos los peces que veo son muy pequeños. Hay montañas de pececitos minúsculos que luego puedes encontrar secos en muchos comercios. Los siguientes son parecidos a pequeñas sardinas, más chatas. Veo algún calamar también, pero no mucho más. Tal vez llego pronto, o tarde, o esta noche es lo que había. Al final, encuentro tres piezas más grandes. El pez se llama Mkonge y es alargado y estrecho, con piel plateada y brillante. Moses, el pescador, me los prepara descabezándolos y practicando unos cortes transversales en la piel. Mientras hace esto aparece, de pronto, otra pieza de este mismo pez y lo incluye al lote, como oferta especial del día. Moses es muy agradable y me dice que mañana tendrá Blue y Red Fish y que me puede llamar para avisarme. Con las manos escamosas, vuelvo a casa. Ya tenemos cena.

Pasar unos días en el mismo sitio me permite tener un campo base desde el que poder hacer pequeñas rutas fácilmente y sin carga, por el gusto de conducir o para conocer sitios a los que de otra forma no habría llegado. Así, poco a poco, voy haciendo kilómetros a la moto sin darle mucha tralla, lo que creo que vendrá bien para el rodaje.

En una de estas salidas, precisamente cuando buscaba algunas provisiones para la cena, tengo el primer susto en la carretera. Voy por un camino amplio en una zona de casas desperdigadas. Como siempre que atravieso zonas pobladas, voy muy despacio. Aún mas despacio, quiero decir. En este trecho, coincidimos un chico de unos 10 años —que no me quita ojo— que viene en el sentido contrario por el centro del camino y dos niñas de 5 o 6 años que van en el mismo que yo, por delante de mí. Cuando las niñas y el chico se cruzan, este les dice algo y las niñas, que caminaban por la izquierda, empiezan a ir hacia el lado derecho, así que me imagino que les ha dicho que vengo acercándome por detrás o algo así. Entonces, justo cuando voy a sobrepasar a las niñas, una de ellas echa a correr hacia el lado opuesto. Voy tan despacio que puedo parar casi en el acto pero, a pesar de eso y de que he intentado esquivarla, no puedo evitar darle un golpe con la rueda delantera y el manillar, mientras me sale un "¡No!" por la boca. El niño bastardo se descojona y la amiga, que se ha quedado en el otro lado, también. El golpe no ha sido muy fuerte, ni siquiera ha tirado a la niña, pero la pobre se ha llevado un buen susto y se lleva una mano al hombro y otra al pecho, como para controlar la respiración. Me preocupa haberle hecho algo, claro, ella se aleja con miedo cuando intento acercarme a preguntar y ver si tiene algo. Le pregunto si le duele, si está bien, en todos los lenguajes que conozco, pero se ha quedado blanca del susto y no contesta. En cuanto se calma, ya sonríe un poco y me da la mano. Ahora lo que me preocupa es que alguien quiera lapidar al muzungu atropellaniñas, pero no. Sólo ha sido un susto para nosotros y un número cómico para los otros chavales.

La tarde pasa entre refrescos de masa madre y refrescos de cebada fermentada. Parece una especie de culto al sacharomyces cerevisae. El sol va cayendo y es hora de empezar con el fuego. Sobre él, pondremos los peces y, sobre las ascuas, la potjie, la cazuela de hierro colado con patas en la que Uwe cuece unas hogazas grandes, compactas y sabrosas, un buen pan. Mientras devoramos el pescado —con el ahumado, los delgados filetes me recuerdan a arenque—, el pan termina de hacerse en las brasas. A cada cucharada del pisto que he preparado, Giamba accede a aceptar que cocinar no es una pérdida de tiempo aunque, francamente, él prefiere invertirlo en otras cosas. Aunque sea un matiz lingüístico, algo es algo. Todo está tranquilo, formamos un grupo curioso y divertido. Hacemos sobremesa al borde de la playa y no podemos pedirle mucho más a la vida. Bueno, Uwe (que tiene 44 años) y yo, sí: llegar a la edad de Giamba la mitad de bien que él.

A las 6 de la mañana recibo la puntual llamada de Moses, tal y como dijo. Tengo un poco de resaca, mezclada con el dolor de garganta, estoy empapado en sudor y todo huele a arenque. La conexión no es buena y la llamada se corta sin que haya podido entender nada. Lo siento amigo, hoy no habrá pescado para mí —dice mi SMS.

Antes de seguir con la ruta, todavía tenemos algún día más de pan y galletas. Unos amigos de Uwe se han unido al grupo y organizamos un improvisado taller de pan. Sólo nos falta hacer chapatis sobre los motores de sus todoterreno para que #motörbread sea literal.

Motörbread, taller de pan, horno de motos
Motörbread, taller de pan, horno de motos

Estos días han sido muy relajados entre pequeñas salidas, baños y los quehaceres domésticos y algún contratiempo aduanero con el paquete que envié a España desde Bagamoyo. He tenido mucho tiempo para leer y escribir y recopilar alguna información útil de otros viajeros con los que he coincidido y también de Giamba y Uwe. Por todas partes, hay gente amable y hospitalaria dispuesta a estrecharte la mano, con esa larguísima secuencia de gestos que nunca sé muy bien cómo corresponder. No tengo ni idea de lo que me espera más adelante, pero creo que entrar tan suave en el viaje será bueno para, cuando vengan torcidas, saber que todas estas buenas sensaciones están por aquí.

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