11. Ndio Bwana
Christian, el agricultor del orfanato que también tiene una Boxer, se ofreció ayer a acompañarme al fundi (mecánico o cualquier otro profesional que se dedique a construir o reparar) experto en estas motos donde lleva la suya. Me voy encontrando con mucha gente servicial en extremo (a veces sin pedir nada a cambio pero, eso sí, a su manera, que significa que es más importante lo que ellos quieren hacer por ti que lo que realmente necesitas). Christian no aparece y su teléfono no da señal así que opto por bajar a buscarlo por mí mismo. Después de unas vueltas no he visto ninguno y me acerco a preguntar a la primera pandilla de chavales en la que veo una Boxer.
Puedes encontrar a estas pandillas en cualquier sitio, en pueblos o en cruces perdidos, siempre hay un grupo más o menos numeroso de chicos, casi siempre jóvenes, con sus piki piki, bajo un árbol o en las tejabanas que hacen de cobijo al borde las carreteras. Sus piki piki dan mucha envidia, suelen estar personalizadas con pinturas o adhesivos llamativos. Algunas tienen equipo de sonido y fundas de vinilo en depósitos y asientos, haciendo gala de este gusto de combinaciones imposibles que resulta excéntrico. Me encantan los faldones con mensaje al modo camionero que algunos colocan en el guardabarros trasero y cómo son capaces de tumbarse y adoptar las posiciones más inverosímiles sobre sus motos mientras estas se apoyan en la pata de cabra.
El grupo elige a un representante para que me acompañe al fundi, viendo que no me entero de las explicaciones. Fuera de Lushoto el fundi tiene su barraca en medio de una cuesta: a un lado, la tienda de repuestos, al otro, el taller. Entre risas, mi guía habla con los 7 u 8 chicos que están allí, a los que saludo uno por uno y que se parten cada vez que chapurreo algo de suajili. Examinan a Pili concienzudamente y miran curiosos la bolsa sobredeposito que he apañado con cinta americana y una bolsa con cierre zip para congelados. Cuando les enseño que la uso para guardar el tabaco cuando llueve el descojone es de proporciones kilimanjarescas. Aprovechando que he sacado el paquete de Portsman uno de ellos me pide un cigarrillo. Dice que tiene 20 años pero es claramente un niño, así que si quieres fumar pídele a otro. Otro que no se sabe de dónde ha salido aprovecha la ocasión, pero le hago el lío hablándole de la camiseta del Barça que lleva y del estatut y no sé qué. No tengo problema en compartir cigarrillos con quien sea, pero no me da la gana participar en el saqueo al muzungu. Este me habría pedido estampitas de Fray Leopoldo si hubiese sido lo que les enseñaba que guardaba en mi bolsa Vileda.
No tengo ni idea de quién es el que manda aquí, el único que estaba trabajando cuando he llegado y que lleva un mono grasiento es el más tímido y se ha vuelto a la tarea sin que hubiesen acabado las risas. Antes de terminar de explicarle a uno de ellos lo que necesito, el más joven está tensando la cadena, otro vaciando el aceite viejo sobre el camino, por el otro lado uno desmonta la tapa del filtro de aceite mientras otro se encarga del de aire. Uno más, que resulta ser el jefe, viene de la tienda, lata de aceite y filtro nuevo en mano. Parece que lo tuvieran ensayado. El jefe, además, me ajusta como un maestro la palanca de cambios, que seguía con holgura, y aprovecha para engrasar la cadena con el aceite usado que tiene en una botella pequeña de agua. Siguen apareciendo curiosos con algo que decir y mi guía da alguna que otra indicación a los mecánicos. En un momento, tienen todo listo, sin perder ni un tornillo, con los movimientos precisos del que sabe lo que hace. Aún el jefe se da una vuelta para probarla y me ajusta el ralentí. Uno, al que no tenía localizado, ha limpiado el asiento polvoriento, incluso detrás de la parrilla, como le ha indicado un observador. Si en algún momento asomó inseguridad o desconfianza, también se han encargado de repararla.
Y, sin embargo, hay un detalle que me llama la atención. Cuando voy a pagar a la tienda y saco la cartera del bolsillo, mi guía, que me acompaña a la operación, señala la cremallera para que la cierre. Pensaba que estábamos entre colegas de piki piki… pero este gesto me parece sintomático.
En todos los sitios turísticos hay carteles con advertencias de la cantidad de cosas malas que te pueden hacer en la calle o en la playa. En los bancos y otros comercios de postín hay guardas armados, las tiendas están casi invariablemente enrejadas, a veces incluso, aunque haya pasillos con estanterías, la compra se hace del otro lado de la reja. Da la sensación de que sufren la misma fiebre por la seguridad, que para nosotros son cámaras, sensores y chips, y que aquí se manifiesta así. A veces, entre piki pikis con llantas cromadas, hip hop a todo volumen y cajetillas de tabaco que te deslizan a través de una reja, me siento como si estuviese en la esquina más chunga de Compton, pero con el paso de los días dudo de si es todo pose o si son realmente necesarios tantos barrotes. Por lo que yo he visto, no parece que hagan falta, pero yo qué sabré.
Las atenciones a Pili costaron 15.000 TZS (un poco más de 6 euros), que mi guía condujese de vuelta y un par de botellas de Stoney Tangawezi (refresco de jengibre ligeramente picante que, por culpa de los estudios de mercado, Coca-Cola no comercializa en España) que nos bebimos en su esquina.
Aún tengo toda la tarde para investigar por los alrededores. Sin el equipaje la moto es aún más manejable y conduzco por todos los caminos que encuentro y que, la mayoría de las veces, mueren en un bosque o en un pequeño grupo de casas. A riesgo de que esto acabe pareciendo el cuento de la piruleta en el blog de la golosina, toda la gente que encuentro es amable y hospitalaria. Cuando llego a esas casas, donde ya no se puede seguir, siento que invado sus hogares. Lo siento y, de hecho, lo estoy haciendo y, sin embargo, no oigo otra cosa que karibu (bienvenido) y no veo otra cosa que sonrisas.
Uno de esos caminos lleva a un mirador de los varios que hay por aquí. Pascal aparece detrás de una roca con su mirada estrábica. Se ofrece a acompañarme hasta el mirador donde su padre empezó algunos cultivos y levantó un pequeño cuartucho, donde ahora su hijo vende plátanos y refrescos a los que se acercan al mirador, previo pago de los 2.000 TZS (unos 0.80 euros) que cuesta usar el camino y que son para beneficio de la comunidad. Espero. Pascal tiene tres hijos de dos mujeres diferentes, a la primera la largó con viento fresco tras amenazarla de muerte porque “le estaba volviendo loco”. Con la segunda no tiene problema porque, mientras él hace de guía por la zona, ella cuida de su madre, en el pueblo. Me cuenta esto mientras bebemos una cerveza de Banana Raha (felicidad) que es áspera como un plátano verde, con sus 10 grados. La bebida la hacen militares en Arusha que usan botellas recicladas, la mía es de Heineken. Me dice que tuvieron que reducir la graduación porque antes si bebías más de cuatro te volvías loco. Parece ser que todo le vuelve loco.
Por la visión que tiene la gente con la que me voy encontrando del matrimonio, los hijos y la familia, en general, suelo manejar tres o cuatro versiones inventadas sobre mi propia vida que uso según me conviene. Por supuesto, a veces cuento la verdad, pero si no quiero dar muchas explicaciones, puedo tener una familia a la que mantengo con mi trabajo de aquí, no tengo familia porque no tengo casa ni dinero para mantenerla o tenía una mujer a la que dejé para venirme aquí. También hay que tener versiones para explicar qué haces aquí, de dónde vienes y a dónde vas y por qué. Hay que contárselo a cada persona con la que hablas y me temo que la versión real no siempre se entiende. Por eso, antes de enredarse o de dar pistas según a quien, mejor contar algo más verosímil para el interlocutor. También es divertido, a veces. Lo que siempre digo —y me estoy dando cuenta ahora—, es que soy panadero.
Anoche se oían algunos truenos y hoy, que voy a seguir adelante, amanece con niebla. Después de los paisajes terrosos y los matorrales del otro día, se hace raro levantarse en los Pirineos. Para conectar con la pista que busco tengo que desandar parte del camino por el que llegué y la sesión de curvas para empezar el día me sienta muy bien. Ya en la pista me encuentro con los restos de la tormenta que oí anoche y a los restos de polvo que nos cubren, se añaden salpicaduras de barro. Pronto empieza a llover. A pesar de todas las señales no he puesto el traje de agua a mano y, antes de que pueda reaccionar, ya estoy empapado. Como voy en dirección a la llanura confío en que, en poco tiempo, volveré al calor que me seque y no me detengo. La conducción es muy entretenida por estas pistas de montaña llenas de barro. En cuanto me asomo desde arriba a la sabana deja de llover y el descenso lo hago por un camino de cabras divertidísimo y solitario. Esta vertiente es ya mucho más árida y no tardo en secarme del todo. Una vez abajo, el camino se pierde, convirtiéndose en un laberinto entre matorrales y acacias que se parece más a lo que uno espera encontrar en esta parte del mundo, como si la parte que hemos visto tantas veces en televisión fuese realmente el todo. Por el cauce de un río seco llego a la pista principal que, primero hacia el sur y luego hacia el noroeste, me va a llevar a un punto intermedio entre los montes Usambara y el Kilimanjaro. He rodado todo el día por parajes solitarios con lluvia y barro y calor y polvo, pero lo acabo en un cruce junto a la carretera que se dirige a Moshi, en un motel a las afueras de un pueblo de paso que también tiene zona de acampada y Kilimanjaro fría a buen precio.
El día siguiente volverá a ser casi exclusivo de conducción, dedicado al Kilimanjaro, que rodeo en sentido contrario a las agujas del reloj y que no llego a ver en ningún momento, debido a las nubes. De nuevo, me llueve un poco y paso frío y calor. Paso de los termiteros rojos a los bosques de coníferas, de los pueblos dedicados al turista de trekking a aldeas de pastores masai y disfruto conduciendo de una manera que no puedo describir sin que resulte aburrida para ti de forma directamente proporcional.
Como el día anterior, el lugar que encuentro para dormir, aunque dispone de zona de acampada, no es nada agradable. Está a los pies del Kilimanjaro, cerca de otro pueblo de paso entre Moshi y Arusha, un poco inhóspito y precios para muzungus. Supongo que los días en Kigombe me han hecho poner el listón demasiado alto y, aunque esperaba quedarme unos días por aquí, el único motivo para no irme al día siguiente es que ha estado lloviendo toda la noche y toda la mañana y tengo todo empapado.
El lugar está gestionado por una fundación que, entre otras cosas, pretende facilitar una oportunidad laboral a jóvenes que les ayude a desarrollar criterio propio y habilidades para desenvolverse en el sector turístico, según sus propias palabras. Y yo no veo más que eso, palabras. En la zona de acampada hay cristales y plásticos; en el centro, donde debería hacerse el fuego por las noches, hay una gran montaña de basura. La persona que me ha atendido era una irlandesa con las cejas pintadas en su último día de los 5 meses que ha estado de voluntaria y los chicos con los que he tratado, la única habilidad que parecen haber desarrollado es la de ser constantemente maleducados y desagradables. No parece que les esté funcionando demasiado bien. Paradójicamente, cuantos más servicios hay disponibles, peor es su calidad. Cuanto menos profesional sea a quien solicitas un servicio, más eficiente es.
Empiezo a necesitar un enchufe para recargar las baterías. El único que hay disponible está en la sala que hace de bar y recepción y que lleva todo el día cerrada. Se acerca la noche y no hay nadie a quien preguntar y, como mi tienda está en un extremo del terreno, junto a uno de los lodges, se me ocurre la peregrina idea de colarme por una de las ventanas —que ya he comprobado que está abierta— y dejar enchufado todo durante la noche. Espero a que sea totalmente de noche para realizar la operación. Tengo ya todos los cables preparados pero, antes, enciendo un último cigarrillo, para asegurarme discretamente de que todo está despejado y que me salva de una situación embarazosa. Justo antes de acabarlo, llegan dos chicas que van a ocupar la cabaña esta noche. Aborto la misión.
Me voy de aquí, todavía no tengo muy claro hacia dónde, me apetece ir hacia Mwanza, junto al lago Victoria, siguiendo la recomendación de Uwe, pero tengo que evitar el Serengueti, por donde no puedo pasar en moto. Si hago el camino directo, me pierdo una parte del gran Valle del Rift que queda encajonada entre parques nacionales y, si voy hacia allá, será de nuevo hacer un bucle sin avanzar aunque, por otro lado, quiero evitar la carretera principal que pasa por Arusha. Como mi cabeza también entra en bucle y no avanzo, dejo la decisión para más adelante, ya en la carretera.
Para la próxima: tendrías que haberles pedido a las chicas que te dejaran enchufar el cargador, que usando el encanto Labayenesco seguro que te dejaban.
Eran unas rancias. Se habrían asustado con el pasamontañas
Y además, y la aventura? Dónde dejas la aventura?