Sudamérica—8.05.2023

21. Clandestino

«Usar el refugio solo en caso de emergencia», dice un cartel remachado en la chapa roja del Refugio Nº 2. En el interior, otro letrero es más explícito. Indica que el refugio es propiedad de una de las empresas mineras que hay en la zona. También recoge algunas normas de uso, aunque no aclara qué se considera un caso de emergencia.

El contenedor, reconvertido en refugio, está a un lado del camino que lleva desde la Ruta 60 hasta el Balcón del Pisis. Por este tramo todavía circulan convoyes mineros formados por un 4×4 y varios camiones. El conductor del todoterreno regula la distancia con los camiones, comprobando que todo va bien e indicando el número de camiones que le siguen a todo aquel que se cruce por el camino.

Al comienzo de la pista hay colocadas varias señales con el protocolo que deben seguir los conductores durante el trayecto hasta la mina. Más de 70 km de pista que sube hasta sobrepasar los 4.000 msnm con esos trastos no es ninguna broma. Ni siquiera ahora, que todavía hace buen tiempo. Por eso, cada ciertos kilómetros hay refugios instalados, para casos de emergencia.

En el camino de vuelta a Chile por el Paso de San Francisco, me he desviado de la Ruta 60 para asomarme al tramo final del camino de montaña por la que Julian llegó a Fiambalá y que yo descarté para venir desde Villa Unión. Así, al menos, me haré una pequeña idea de lo que me he perdido.

La exploración solo llega un poco más allá de donde se desdobla el camino hacia las minas. Hasta este punto, las compañías se encargan de mantener la pista en buen estado, la única dificultad es la altitud. Después, se vuelve más rústica, pero todavía asequible para cualquiera que quiera subir.

La mayoría de las dudas sobre si habría sido capaz de completar la ruta Pircas Negras-Fiambalá no quedan despejadas en esta excursión. Pero si arroja una certeza indiscutible.

El refugio, comparado con otros que he visto por el camino está bastante equipado. Mientras que algunos no son más que una caseta, en este incluso hay mobiliario. Sería mucho decir que una mesa y cuatro sillas son un artículo de supervivencia, pero al menos dan confort y ambiente al cubículo.

En un costroso botiquín hay una colección de productos muy valiosos en caso de emergencia: café soluble, sopas de sobre, una botellita de coñac al café y la reciente incorporación de un paquete de cigarrillos.

En la esquina opuesta, la joya de la corona. Un arcón de leña junto a una estufa de hierro. Unos pocos minutos en un alto con visión 360° sobre varios picos de más de 6.000 m, lagunas blancas y celestes y lomas peladas, han bastado para quedarme helado. De ese helado que hace sentir que se te van a ir cayendo las falanges de los dedos una por una.

De modo que el descubrimiento de la estufa me convierte instantáneamente en un defensor incondicional de los extractores de litio, las baterías de los móviles y los conductores de convoyes. Desde ese momento se anula inapelablemente la acampada.

Me siento un poco como un polizón dentro del contenedor. ¿Es mi caso una situación de emergencia? ¿Acaso tengo derecho de consumir esa leña sabiendo que no voy a poder presentarme en las oficinas del propietario para reponerla? 

Solo usaré unos pocos troncos. El refugio es tan pequeño que se caldeará pronto. Con eso y estando protegido del viento será suficiente para pasar una buena noche. Mañana saldré hacia la frontera dejando unos cigarrillos para el siguiente.

Hace horas que no se oye pasar camiones por la pista. Fuera, el viento se ha llevado las nubes de la tarde dejando el cielo negro y vibrante. He tomado varios cafés hirvientes, agarrando la taza con las dos manos como haría un gringo en su cabaña de Aspen. El saco está extendido junto a la estufa y yo dentro con toda la ropa puesta. Y no hay manera de entrar en calor.

Tal vez, la situación de partida no era una emergencia, pero de haber acampado, no tengo dudas de que habría llegado a serlo, nadie podría discutirlo. Lo que sí podrían achacarme es haberla provocado por pura negligencia.

Vistio que, ni siquiera la estufa es capaz de hacerme entrar en calor, no sé si habría resistido una sola noche de travesía de haber ido a Fiambalá por la montaña.

Por la mañana, el tráfico de camiones empieza pronto. Hacia la carretera, casi todo es bajada, y solo la cortesía me hace parar alguna vez, cuando me aparto para facilitar la vida al camionero que está encarando alguna curva cerrada en ascenso.

Ya sobre el asfalto, tampoco hago más de 2 o 3 paradas técnicas. Sin embargo, llegar hasta el puesto fronterizo argentino me lleva bastantes horas. Tiene un aire provisional. En las puertas de las barracas que hacen de oficinas se acumula la gente que espera formalizar el ingreso al país.

Hay algún pequeño problema con los datos que figuran sobre mí en el sistema. No hay rastro de mi última entrada. Sin mediar palabra, el funcionario lo soluciona no sé cómo. En ese tiempo, un grupo de brasileños descomunales me ha ganado el turno en la ventanilla de aduana.

Justo antes de que me toque ser atendido, los empleados aduaneros abandonan la oficina para revisar un autobús. Casi son las 14 h, hora a la que cierra el puesto. Según dicen, el chileno aguanta hasta las 16 h.

Justo en el límite geográfico, encuentro de nuevo a Maru y Jose documentando su llegada al punto más alto del paso. Aquí ya se ven los típicos carteles de bienvenida al país, banderas y un dato inquietante: la distancia hasta el puesto fronterizo, a más de 100 km.

Necesito mantener una media de 50 km/h para llegar a tiempo. Es importante que lo haga, hoy es jueves y hasta el siguiente lunes el paso quedará cerrado. Si no alcanzo me quedaré en un limbo migratorio durante unos días.

Si aprieto a la moto, podré llegar a tiempo. Uno da por sentado que a partir del punto más alto de un paso de montaña, lo que sigue es una bajada, así que no debería haber problema. Pero lo que sigue es un llaneo por altura que hace ratear el escape.

Detrás de cada curva espero encontrar el inicio del descenso. Deseo que aparezca al pasar cada loma que voy encontrando. Pero de manera angustiosa, la carretera se empeña en ponérmelo difícil.

La imagen de cada momento en el que he perdido el tiempo emborrona la visión del paisaje. Trato de buscar con la mano derecha el punto justo de acelerador en el que la moto rinda mejor. Si no llega la bajada el que no va a llegar a tiempo soy yo.

En cuanto a plazos, hasta ahora lo más común en el viaje es manejar duraciones de días. Es un poco ridículo andar con prisas mientras paso a 20 Km/h por delante del Nevado Tres Cruces. Va a ser cuestión de pocos minutos que me encuentre en problemas. Y me los voy a encontrar, a este ritmo no llego a tiempo.

Eso significa que tendré que pasar varios días en la montaña hasta el lunes. Después del frío que he pasado esta noche la idea no resulta nada atractiva. Sé que Toni Pedales se quedó varado en este paso esperando por la misma razón. Me habló de un refugio rojo con colchón y todo. De mineros que le ayudaron mientras esperaba y de cierto guardia que solo proporcionaba ayuda a cambio de cigarrillos.

Por fin llega la bajada. Todavía falta oxígeno en la combustión, pero voy recortando tiempo a la estimación que hace la aplicación del teléfono. Acaba por aparecer a lo lejos el edificio de las autoridades chilenas. Desde la distancia no se aprecia actividad de ningún tipo. Tampoco me he encontrado a nadie desde que me despedí de los ciclistas.

No hace ni una hora del cierre oficial y no se ve ni un alma. Al contrario que el puesto argentino, en este hay una sólida nave donde se encuentran las oficinas y los pasillos donde se revisan los vehículos. A un lado hay un destacamento de los carabineros.

Hay luz dentro de la nave y una puerta abierta. Con un poco de suerte los puestos están comunicados y alguien espera al último turista rezagado. Como en esos lugares donde ha ocurrido una catástrofe, parece que haya sido abandonado de un momento a otro. Sobre un mostrador alguien ha dejado un par de tazas, un termo y un bote de café. Solo falta una colilla todavía humeante en un cenicero.

Nadie responde. Nadie aparece. Se oye el soniquete de un programa de televisión detrás de una puerta. Golpeo con los nudillos. Sea quien sea el que está al otro lado, se toma su tiempo en abrir. Aparece un tipo en chándal cargado de confirmaciones, malas noticias y algo de alcohol. ¿Será este de quien me habló Toni?

Hace cuestión de media hora que los funcionarios se fueron de allí. En términos burocráticos, él no puede hacer nada por mí, solo está a cargo de las instalaciones mientras están cerradas. Lo mejor que puedo hacer es seguir hasta Copiapó y arreglar allí el asunto. De nada sirve esperar a que vuelvan los agentes, no sucederá hasta septiembre y mi cargamento de cigarrillos, si lo tenemos que compartir, no alcanza ni para llegar al fin de semana.

Según el guarda a otras personas ya les pasó lo mismo y solucionaron el problema en la ciudad. En un alarde de optimismo apunta —Así libras la inspección sanitaria. De esta manera, un problema se sustituye por otro. Ya no tengo que pensar en cuál será el siguiente paso. Ya no tengo que esperar hasta el lunes ni buscar dónde hacerlo. La única opción es cruzar ilegalmente, el nuevo problema. 

Cuento, al menos, con tiempo extra hasta tener que afrontarlo. Aun falta un buen trecho para llegar a Copiapó, de modo que tengo que seguir para tratar de regularizar la entrada por la mañana, antes de que llegue el fin de semana. 

La bajada hasta Copiapó, más calmada, completa la etapa desde Fiambalá, una de las más espectaculares hasta el momento, del límite de la puna al desierto, pasando por la zona de la cordillera que acumula más picos por encima de 6.000 m.

Anoche encontré un hostal muy céntrico cerca de la sede de la PDI, la policía que se encarga del control migratorio. A juzgar por lo escondidas que están las oficinas de Copiapó, cualquiera diría que se trata de un cuerpo secreto.

Casualmente, las 3 personas a las que he preguntado saben dónde está la PDI. Entre las 3 indicaciones, bastante vagas, he encontrado el acceso después de media hora probando todas las puertas del mismo edificio.

Parecen unas escaleras de emergencia llenas de caca de pájaro. No hay una sola indicación hasta que se llega a una puerta de cristal en la segunda planta. El cartel es un mísero folio en el que figura una dirección web cuya función es disuadir a los inmigrantes de osar aparecer por allí sin una cita previa.

Detrás del cristal, uno de esos funcionarios mórbidos, de esos de edad indefinida entre los 24 y los 54, quiere dejar clara su autoridad como conserje. Tras contarle mi caso me hace volver al rellano, donde debo esperar a alguien con la autoridad suficiente como para tomar cartas en el asunto.

Un señorcito con traje gris sale al descansillo del guano. De entrada, parece la persona más simpática y receptiva en lo que va de día. Se interesa por algunos detalles concretos de la historia para rematar tajante: «Usted ha entrado de forma ilegal en el país. Este, como me imagino que será el suyo, es un país serio y lo que procede es denunciar».

Es como si no hubiese entendido nada de lo que le he contado. Su aparente comprensión debe de ser pura deformación profesional, seguro que siempre hace de poli bueno. Sin más, desaparece escaleras abajo dejándome plantado a la espera de alguna respuesta. Me lo imagino yendo en busca de dónuts.

El poli malo aparece a los pocos minutos. Incluso al otro lado del cristal se oye el taconeo de sus zapatos. Me hace pasar y repetir qué narices hago allí. Me recuerda un poco a Rosa León, alta, grandes gafas redondas, el pelo inusualmente largo para alguien de su edad.

Al contrario que el hombrecito vestido de gris, manifiesta su indignación sin ambages. La violación de los límites nacionales merece, evidentemente, una respuesta contundente. Me ordena sentarme en las sillas del pasillo y entregarle mi documentación.

Al suelo le han aplicado un tinte o algún tipo de tratamiento de color rojo. Lo han hecho sin cuidado. Más bien parece que hayan restregado la sangre de un crimen atroz con una fregona, pringando los rodapiés y los bajos de las puertas.

Rosa León ha desparecido por la puerta del fondo del pasillo. Justo en el otro extremo se encuentra la puerta del laboratorio de criminalística. También está manchada de rojo por abajo y renegrida a la altura del pomo. La PDI copia descaradamente la identidad gráfica del FBI yanqui. Desde luego con esta sede, les ha salido el tiro por la culata.

El conserje de blandiblú se hace fuerte en el quicio de su puerta de cristal. Desde allí, señala invariablemente el cartel de cita previa cada vez que aparece alguien con una consulta.

Desde el fondo vuelve la melena encrespada de Rosa León. Bien podría llevar un látigo entre las manos, pero esta vez trae mi pasaporte y una frase peliculera: «Hoy es tu día de suerte, Joaquín. El jefe está de buen humor».

Supongo que no ha sido mi caso el que le ha puesto de buen humor, me imagino que ya lo estaría de antes. Si el futuro de mi expediente delictivo en Chile depende del estado de ánimo de otra persona, no entiendo a qué ha venido la amenaza del proceso de denuncia.

La cuestión es que gracias al buen humor de El Jefe, Rosa León cambia de actitud. Casi maternal, se sienta a mi lado y me explica detalladamente cómo va a proceder la autoridad. Sin que medie el más mínimo drama, van a estampar un sello en mi pasaporte.

Ya es casi mi amiga. Incluso ha hablado personalmente con los servicios aduaneros para ayudarme con la situación de la moto. Debo exponer mi caso en las oficinas de Chañaral, unos 200 km al norte, en la costa. Me manda a jugar a la Polla para aprovechar mi suerte. Si hace un viaje más a la mesa del jefe acaba pellizcándome un moflete cual tía abuela.

Hasta el lunes no hay nada que hacer. El hostal, que estaba casi vacío ayer, se ha ido llenando a lo largo del día. Lo que parecía un negocio familiar y acogedor esta noche tiene un ambiente entre oscuro y desagradable. El sábado salgo hacia la costa a través del desierto.

He acampado en una playa cerca de Chañaral. Es poco probable que hubiese acabado aquí de no ser por las circunstancias. Lo que es seguro es que no habría pasado más de una noche.

En la parte norte de la playa Los Amarillos encuentro un hueco de arena entre rocas. Está lo bastante escondido para que no se vea desde el camino ni desde la mayor parte de la playa y queda protegido del viento.

Tengo medio fin de semana por delante en una playa desierta, en seguida me meto en el papel de náufrago, me quito las botas y me voy a reconocer el lugar.

En este momento no hay nadie más a la vista. A lo lejos hay un asentamiento, sí. He visto las cabañas cuando pasé por allí, pero desde este extremo casi no se distinguen entre el paisaje. Las evidencias de presencia humana están sobre la arena en forma de huellas de pisadas y rodadas, pero ninguna parece muy reciente.

Entre las rocas queda algún vestigio indeseable: un par de sillas herrumbrosas, los restos de una fogata y algunas botellas. También hay restos de esos que llegan a las playas: trozos de cuerda, redes, un zapato… Da la sensación de ser una playa algo salvaje.

He traído unas cervezas para celebrar que estoy en paz con la PDI. Tengo algo para picar y ninguna intención de racionar este tipo de provisiones, de modo que camino hasta la orilla siguiendo el camino del sol.

A esta hora de la tarde, la actividad en el cielo es intensa. Bandadas de aves van siguiendo la línea de la costa en una y otra dirección. Lo hacen en grupos de la misma especie más o menos numerosos.

No recuerdo haber visto pelícanos antes. Forman filas de entre 5 y 10 individuos que replican la trayectoria del que está en cabeza subiendo y bajando hasta casi rozar el agua. El movimiento de sus grandes alas parece bastante eficaz. Su cadencia es pausada y sin embargo vuelan rápido.

Sus cuellos son tan largos que, al replegarlos sobre el lomo, la cabeza y parte de la papada descansa sobre su propio cuerpo. Parecen los vagones de una montaña rusa. También parecen personajes dibujados por Quino, políticos o banqueros con cara de pocos amigos, desfilando con la panza por delante.

Otras aves más pequeñas, negras por completo, son todo lo contrario. También tienen el cuello largo, pero lo mantienen bien estirado con la cabeza por delante, como queriendo compensar un aleteo frenético en el que no confían para llegar a donde sea que vayan.

Al otro lado del cuello tienen el resto del cuerpo, concentrado en el extremo final al modo de un tubo de dentífrico mal utilizado. Las alas salen hacia atrás y no parecen saber muy bien qué hacer con las patas. Si bien el vuelo es desgarbado, en el agua se mueven con elegancia y agilidad al sumergirse para sortear una ola o buscar comida.

Nada que ver con el prodigio aerodinámico de los piqueros. El cuerpo compacto y afilado como un proyectil y alas de empuje preciso. A veces las repliegan en forma de W para lanzarse en picado hacia el agua, directos a lo kamikaze o, si la situación lo precisa, con algún requiebro previo.

Cuando tienen éxito, salen del agua con un trofeo plateado entre el pico. No falta el hermano que trata de quitárselo en combate aéreo, pero a veces, sobre la orilla, se lo ceden a otro sin resistencia aparente.

Otras avecillas, permanecen sobre la arena. Cuando no están mirando al horizonte corretean con las olas. Si el agua se retira van a clavar su largo y delgado pico en la arena, si el agua vuelve hacia ellas, salen en ridícula carrera charlotesca, arruinando el porte distinguido de su estado estático.

No son las únicas que encuentran el alimento en la arena. Un poco más allá, hay 5 o 6 aves trajinando un bulto oscuro a varios metros de la orilla. Siguen a lo suyo según me voy acercando despacio. El bulto tiene una superficie tersa y redondeada, las aves parecen una mezcla de pavo y buitre.

Apuran para salir volando hasta que estoy lo bastante cerca como para ver que el bulto es un cadáver de lobo marino. No es el primero que veo. De camino a la orilla varios restos forman un muestrario de los distintos grados de descomposición en aves y lobos marinos.

De hecho, estos pavos me parecen bastante cochinos. Están hurgando en un cuerpo apestoso cuando, no muy lejos tienen a otro ejemplar cuya piel todavía brilla. Cualquiera puede darse cuenta de que se trata de un manjar mucho más saludable.

Tan fresco está el bicho que de repente levanta la cabeza y echa a reptar torpemente. A penas da 3 o 4 aletazos y se vuelve a recostar. Desconozco si es su manera normal de moverse en tierra firme o es que ha salido del agua para dejarse morir como los demás.

Sea como sea, me siento identificado con su ritmo: avanzar un par de metros y echarse a descansar. Le imito, arrastrándome y parándome cuando lo hace él. Disimulo cuando gira la cabeza hacia mí. Aunque me voy acercando poco a poco, cada vez me vigila menos hasta que parece que se queda dormido.

Respira con calma. De vez en cuando se vacía con una exhalación. En un cambio de postura entreabre un ojo, considera que estoy demasiado cerca, me gruñe y se vuelve al agua.

El lobo ha vuelto al mar, las aves deben de estar ya en sus nidos y la tarde se apaga como lo haría una tele de tubo. De un momento a otro, el punto luminoso se desvanece en la oscuridad poniendo fin a la emisión.

4 comentarios

  1. Guajalote litiovoro com forma de tubo de escape.olisqueando un lobo marino tumefacto.

    Aúpa!

  2. Gracias por el relato de la playa... Naturaleza impresionante.
    Ningún tik toker haciéndose un selfie a la vista...


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