Sudamérica—15.05.2023

22. Frío

Una vez más tengo que oír la cantinela de que Chile es un país serio, que qué es eso de ir vulnerando sus fronteras. Qué pasaría si alguien hiciese lo mismo en mi país. ¿Qué otra cosa podía hacer? ¿Acaso presentarme voluntariamente en las respectivas oficinas no demuestra que lo sé y que estoy allí para tratar de arreglar mi fechoría?

Pues no parece suficiente para que el funcionario se guarde una reprimenda a la altura de su carguín. «Cómprate una moto más grande», me dice después de explicarle por qué llegué tarde a la frontera.

El pequeño burócrata corrobora algunos datos de mi historia con una llamada de teléfono a los agentes que estaban en el paso aquel día. Tras la prodigiosa investigación, propia de un organismo serio, de un país serio, ordena a alguien que confeccione una carta de pago para la infracción correspondiente.

Debo esperar fuera a que me la entreguen, ir al banco, pagar y regresar con el comprobante para que me devuelvan mis documentos regularizados. Por lo visto, es un documento muy complicado de elaborar, no está listo hasta media hora antes de que cierren los bancos.

Después de dos días a lo náufrago, me da una pereza horrible andar con prisas de ventanilla en ventanilla, pero todavía sería peor tener que volver a esta inmunda oficina. En esta nueva entrega del cruce de frontera se vuelve a repetir la lucha contra el reloj.

El asistente es la definición de parsimonia a la hora de entregarme el dichoso papel. Las obras en la plaza donde se encuentran los dos únicos bancos de la ciudad está en obras. Rodearla hasta encontrar el acceso lleva un tiempo precioso.

En el primer banco, llego hasta la ventanilla sin tener que esperar, pero entonces parece haber algún problema con el documento de pago. Cada intento de la chica supone una negativa del sistema. Cada negativa del sistema un comentario con su compañera. Después de varios minutos, lo único que avanza es el reloj.

La otra sucursal queda al lado. En esta sí hay cola. Faltan lo menos 30 números para que llegue mi turno y entonces, una señora harta de esperar, me pasa su tique que me hace ganar 15 puestos de una tacada.

El ritmo de atención es desesperadamente lento. Por mucho que mantenga fija la vista en el luminoso que hay encima de la ventanilla no hay manera de que avance. Me acerco al cajero en previsión de que no me permitan pagar con tarjeta. Comisión mediante, la multa asciende ya a unos 70 €. Poco me parece para la supuesta gravedad de mis actos.

Como no hay nada que pueda hacer para que llegue mi turno, me distraigo mirando las noticias en un televisor que cuelga de la pared. La influenza aviar ha dado cuenta hasta el momento de más de 2.000 animales marinos entre aves y mamíferos. Se recomienda evitar las playas y el contacto con animales.

A pocos minutos del cierre por fin es mi turno. Esta vez todo funciona correctamente y todavía me da tiempo de volver a la aduana y recuperar mis papeles antes de que los aduaneros se vayan a comer.

Ya estoy en regla. Listo para seguir sin que nadie me pueda acusar de afrenta alguna contra la nación. «Patria y Orden», reza el lema de los Carabineros. «Por la razón o la fuerza», dice el nacional. El señor que está limpiando los cristales de las oficinas asegura que, pinochetistas aparte, los valores impuestos durante la dictadura siguen vigentes. A mí, que me dejen.

Acampada semilegal

La noticia de la epidemia de gripe aviar me ha despertado aprensión. La herida que me he hecho en talón esta mañana parece el canal adecuado para contagiarme con el virus, de modo que la tapo bien y me pongo un calcetín para ir a ver la función de la tarde en la orilla.

Esta vez me limito a sentarme en la zona que queda frente a mi campamento. El espectáculo avícola es el mismo de todos los días. Igual de hipnótico. En el agua asoman de vez en cuando las cabecitas brillantes de unos lobos que están cogiendo olas. Se les puede ver a contraluz dentro de las más grandes.

Sin que me haya dado cuenta, un todo terreno ha venido por la arena hasta llegar a mi altura. Un par de chicos con uniforme se me acercan. Vienen a comprobar los efectos de la epidemia y a advertirme de que, si bien no me pueden prohibir estar allí, es mejor que me marche.

Mi playa se ha declarado como contaminada. De pronto se ha cubierto de un velo siniestro. Alrededor de mi campamento no hay más restos que algún montoncito de huesos ya muy blancos. Los esqueletos y los cadáveres en descomposición están más cerca del agua.

Creo que en mi rincón estoy a salvo cuando de repente se empieza a oír un rumor. No parece un motor. A la vista no hay coches, ni barcos, ni aviones. Tampoco tiene un origen definido, es como si viniese de todas partes a la vez. A continuación, la tierra se pone a temblar. 

Dejo la playa de la muerte para seguir hacia el norte. La carretera abandona brevemente el litoral para tomar por un momento la Ruta 5 y volver de nuevo hacia la costa, esta vez por la Ruta 1. Se pasa por algunas pequeñas poblaciones, pero se trata, principalmente, de un trayecto solitario por una buena carretera, con el océano a un lado y montañas rocosas al otro.

En los lugares donde la orografía lo permite, se levantan algunos asentamientos de construcciones precarias a medio camino entre la chabola y la cabaña. Las viviendas son puzzles a base de retales de planchas de madera, tablones y chapas. Alrededor suelen desperdigarse, más o menos ordenados, restos, ya chatarra de coches y camionetas de distintas generaciones.

A veces, ocupan lugares privilegiados. Rincones protegidos por las rocas con acceso a una pequeña cala, alejados de la carretera. Pero otras, es puro desasosiego. Se han construido en terrenos inclinados, de cara a los vientos, en arenales o al otro lado del quitamiedos de una curva. No sé si se trata de viviendas habituales o son una especie de campamentos para los días de pesca o recolección de algas.

Es un paisaje áspero, árido, casi hostil. Me encanta. La estrecha tira de asfalto quiere pasar desapercibida ante las amenazas de la tierra y el mar. La montaña insiste en precipitarla hacia el mar. Las olas estarían encantadas de engullirla sin esfuerzo.

De vez en cuando hay una playa o una cala. Desde lejos no se aprecian restos de animales muertos. Al contrario, ave y lobos están a sus anchas, de acá para allá sin que nadie, virus o humano les moleste. 

Para dormir, encuentro un peñón, escondido de la carretera y protegido del viento que empieza a soplar al caer la tarde. Llego a tiempo para conectar con la emisión desde lo alto de las rocas. En el capítulo de hoy: Lobos marinos vivos.

El amanecer en la lobera está cubierto de nubes. Siguiendo hacia el norte, la Ruta 1 pronto comienza a salvar la montaña para caer en el desierto en dirección a Atacama. Desde arriba pareciese un nuevo día. 

Aquí el cielo está limpio y los tonos de la tierra ganan en matices. Parecen estampas de El país de los helados. Colores vainilla, chocolate o turrón cubiertos de una algodonosa capa de nata montada.

EL desierto de los helados

Tristemente, el paisaje acaba deshaciéndose como un sorbete en pleno verano y llegamos a la Ruta 5, infestada de camiones y camionetas con mucha prisa.

Los avatares burocráticos han supuesto un sablazo tanto para el presupuesto como para el itinerario. Si bien no se trata de problemas importantes, limita las opciones para los siguientes pasos. Solo puedo volver a Argentina por el Paso de Jama y lo tengo que hacer con el dinero que me queda.

Quisiera entretenerme en esta zona, pero con la cartera tiritando solo se me ocurre buscar una ruta alternativa a las carreteras principales para llegar a San Pedro de Atacama y pasar desde allí a Argentina.

Cerca de Antofagasta, tomo un desvío hacia el interior. La carretera se dirige hacia varias minas y el Paso de Socompa (abierto solo para el paso de mercancías), pero sobre el papel, debería poder enlazar con San Pedro a través del desierto.

Tras varias decenas de kilómetros desolados, entre mineroductos, estaciones de bombeo y camiones, acabo llegando a un puesto de control donde me cortan el paso tajantemente. No tengo el día reivindicativo, no me apetece ni convencer ni discutir con nadie. Ni por la razón ni por la fuerza.

Tampoco tengo el día aventurero como para tomar alguno de los caminos que se adentran desde la carretera hacia el desierto. Estoy corto, además, de gasolina y agua. De modo que doy media vuelta siguiendo mineroductos y estaciones de bombeo hasta la maldita Ruta 5.

¿Qué es limpieza?

El haz de luz del faro ya es visible unos metros delante de mí al llegar al punto del desvío. También hace falta enfundarse la chaqueta y buscar los guantes en el fondo de la mochila. La Negra es uno de esos lugares de paso, especialmente para transportistas.

También lo es de destino para las mercancías que entran y salen de fabricas y plantas de procesamiento. No es un lugar amable para moverse con un vehículo pequeño. Me apañaría con cualquier cosa para pasar la noche, pero preferiría hacerlo lejos de aquí.

Coloco el chaleco reflectante que compré en Paraguay en la parte trasera de la moto, acabo el repugnante café en vaso de papel y salgo de nuevo a la carretera. Supongo que tarde o temprano encontraré un hostal de carretera o algo parecido.

Van pasando los kilómetros, siguen adelantándome los camiones y se van acabando los cacahuetes que llevo en el bolsillo. Calama es la siguiente ciudad importante a la que llegaré. Antes, hago algunos intentos para encontrar alojamiento.

No hay manera de encontrar una triste habitación. Todo está ocupado por trabajadores de las minas. En las puertas de los establecimientos están aparcadas sus camionetas y en las plazas hay ambiente portuario. Los mineros se reparten entre los puestos de comida, las botillerías y los locales de diversión.

Un poco harto, me acomodo en el sillón de la moto decidido a no parar hasta que no haya más remedio. Cuando llego a Calama ya es noche cerrada. Seguramente, a pesar de la hora que es, aquí podría encontrar una cama disponible. Pero ahora soy yo el que no quiero, a estas alturas, prefiero llegar al amanecer mientras conduzco.

Desde que pasé la ciudad apenas hay tráfico, lo que supone un descanso mental considerable. Podría seguir conduciendo durante horas si no fuese por el frío. Hacia las 3 de la mañana tengo que parar para rebuscar entre el equipaje más ropa de abrigo.

Debajo de las botas llevo dos pares de calcetines. Debajo de los pantalones, otro juego. Arriba, ni sé las capas. Mientras me vestía, he colocado los guantes en el motor. Ni eso, ni unas carreras, ni nada, consiguen hacerme entrar en calor. Me rindo. Sigo con tiritona montando la tienda a un lado de la carretera.

La hipotermia no es único riesgo que corro dentro de la tienda. Estoy en grave riesgo de muerte por gripe porcina. ¡Qué peste! Hace días que no toco ni el jabón ni el agua dulce, parece que me hubiese dejado olvidadas 2 o 3 latas de comida para gato abiertas dentro del saco de dormir. Este hedor no es humano.

Acampada glacial

Hay antojos que se pueden obviar o sin problema se calman con un sustituto. Otros, no. Cuando tengo ganas de pollo asado, no hay otra cosa que me pueda contentar. Anoche me quedé bastante cerca de San Pedro, así que he llegado pronto. Ni siquiera la pollería ha abierto.

En lo que tardo en encontrar un camping, instalarme y huir del centro, a las señoras polleras les ha dado tiempo de tener lista la comida. Los últimos pesos se convierten en un envase de poliestireno repleto de papas fritas, pollo asado y ají chileno.

A veces, como ahora, chuperreteándome los dedos en una plaza, dejando que los rayos de sol lleguen hasta el tuétano, se me escapa la risa. Es como cuando te estás meando mucho y llegas al baño, o como cuando por fin estornudas, instantes perfectos en los que no existe nada más.

¡¡Grrrr!!

Será que el frío seco que me ha acompañado desde San Pedro a Susques a través del Paso de Jama me recuerda al invierno de Granada. Tal vez tengo una especie de conexión mística con esta parte del mundo. O quizás es que estar debajo de 4 mantas felinas mientras fuera el termómetro ya ha bajado de 0 es lo que hace falta para que se escape la risa otra vez.

10 comentarios

  1. Disfruta lo que puedas de los pasos de frontera, de los funcionarios cansinos y de la burocracia impoluta.
    Aquí - en el primer mundo- tras perder la cartera con los documentos preparate para citas previas por internet, tasas telematicas y resguardos caducables.
    Suerte que la I.A. y Bizum nos van a salvar y tendremos un mundo sin tramites entre personas.
    ¡¡¡...van a por nosotros!!!.

  2. Ánimo con el frío, ya vas camino al norte en busca de más calor!
    Y yo también me reiría con esas cobijas de felinos o con el antojo de un juanchos 😉


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