03. Piki piki, dala dala, casi casi
Por más que lo haya leído y visto en vídeos y aunque ya haya conducido por Marruecos, la carretera africana sorprende a cada metro. Siempre hay alguien que va de un sitio a otro, en cualquier medio, transportando cualquier cosa. Siempre hay alguien en la cuneta, esperando, descansando o vendiendo. Siempre.
Hace once días que estoy en Zanzíbar. Con la piki piki de Michiel, una Hero 125 cc de fabricación india, ya he recorrido prácticamente todas las carreteras asfaltadas y las pistas de la isla. También algunos caminos de piedras afiladas o de arena blanca y fina. He conducido bajo el sol calcinante y el chaparrón tropical de gotas como cocos. Me han caído mangos en el casco y me llevé un murciélago por delante. La policía me ha pedido todos los papeles, el carnet de conducir internacional, empapado, casi deshecho, después del chaparrón contra el que la bolsa de filtros para los cigarrillos donde lo llevaba no pudo hacer nada, he hecho de taxista ilegal y gratuito con zanzibareños y masais, y también de asistencia en carretera. Todo en un mismo día.
Yo: —Piki piki matatisa? [Problemas con tu motillo?]
Él: —[Ininteligible]
—Can I help you?
—Yes, no power.
¿Cómo va a tener power? Lo que me extraña es que la haya tenido alguna vez. Un par de cables pelados rodean el extremo de la bujía, por mucho que trata de arrancar a pedal su scooter Honda se niega a hacerlo. Y tiene moral, le llevo viendo intentándolo desde hace un buen rato. Quedamos en que le empujo hasta el siguiente pueblo, pero he debido perderme algo de la conversación porque una vez en la carretera, cuando ya hemos alcanzado cierta velocidad, hace un intento de arrancar engranando una marcha. Su moto se para en seco, mi brazo izquierdo, con el que agarraba su transportín, se sacude hacia atrás y mi moto gira bruscamente a la derecha invadiendo el carril contrario. ¡Coño, avisa! Por suerte no venía nadie y no pasa nada. Con su moto tampoco pasa nada, no arranca. Retomamos la marcha, espero que no vayamos muy lejos porque con la postura que tengo que poner para empujar no puedo ver por el espejo retrovisor si viene alguien.
Desde que conduzco en moto sigo a rajatabla el consejo de mi padrino: un ojo en la carretera, el otro en el espejo. Aquí es especialmente útil. Es vital en realidad. La calzada nos la repartimos de la siguiente manera: arcén para peatones, que normalmente caminan por la izquierda, en el sentido de la marcha, de forma que en cuanto oyen que se acerca algún vehículo se giran para ver si se pueden subir o si es el dala dala (furgonetas para transporte de personas, animales y cosas) que les acerque a donde quiera que vayan. Las bicicletas ruedan por el margen izquierdo, bajando al arcén en cuanto intuyen que van a ser sobrepasados por un vehículo más rápido. Normalmente, preocupado por la fiabilidad de su intuición, el conductor del vehículo más rápido avisa con 10 o 12 golpes de claxon. Las piki piki (scooters o motocicletas de pequeña cilindrada) están en el siguiente peldaño del escalafón vial, también circulan arrimados a la izquierda, como los carros tirados por animales, que alguno hay. A partir de aquí vienen coches, furgonetas, camiones y autobuses, que ocupan una parte u otra de la calzada según cada circunstancia. Si van solos van por el centro, si son adelantados por la izquierda y, si van a adelantar, lo hacen por la parte de la calzada que le permita pasar lo más cerca posible del adelantado. Por eso, es vital mantener un ojo en el retrovisor, te pasan rozando a toda velocidad, porque esa debe ser otra norma de circulación: conduce siempre lo más rápido que puedas, campeón. Al final todo este reparto de la carretera tiene una norma fundamental que lo rige todo: la ley del más grande. El autobús que va alcanzándote no va a dejar de adelantarte sólo porque venga un camión en el otro sentido. Si no cabemos los tres (y no cabemos) tendrás que apartarte tú, microbio insignificante.
Por suerte, las dos veces que nos adelantaron hasta que llegamos al destino debía tratarse de conductores irresponsables, que saltándose a la torera las normas de circulación dejaron bastante espacio al sobrepasarnos.
Hay otra norma curiosa, el fundamento es el mismo que en nuestro código pero los medios diferentes. Cuando un vehículo tiene que detenerse en la calzada por avería tiene que señalizarlo. Varias veces me pareció que no se trataba de una avería y que simplemente conductor y acompañantes se encontraban descansando tumbados a la sombra, pero no podría asegurarlo. El caso es que en lugar de triángulos colocan unas ramas delante y detrás del vehículo, pero tan cerca de él que apenas se ven hasta que no estás encima, de lejos parece que hayan perdido parte de la carga o hayan atropellado cualquier cosa. Me pregunto si tienen que llevar un machete reflectante para hacerse con las ramas.
El estado de las carreteras no es malo a pesar de que no hay señalización, por esa parte no hay que hacer nada extraordinario. Pero con el resto de conductores y peatones hay que andarse con precaución y guardar un margen amplio de maniobra porque son totalmente impredecibles. Niños que cruzan de repente y sin mirar, giros bruscos, incorporaciones lentas, luces largas por defecto o luces que no funcionan. Con todo, te puedes manejar estando concentrado y alerta, con prudencia. El verdadero desafío está en ser llevado.
Como pasajero he utilizado, en orden cronológico, los siguientes medios:
El taxi que me recogió en el aeropuerto. Era un monovolumen Toyota plateado. Hay muchos por la zona donde vivo porque están dedicados fundamentalmente al turista. Tienen permitido transportar a 6 viajeros, así lo indica un rótulo en la puerta, son bastante nuevos y se ven cuidados. Son todos iguales aunque algunos están personalizados con luces de colores o inscripciones en la luna trasera. Aire acondicionado a tope y el pedal del acelerador bien pisado.
Coche privado. En este caso fuimos a la ciudad en el monovolumen de la dueña del hotel donde Michiel tiene la panadería. Ir hasta allí desde donde estamos es casi un acontecimiento así que se avisa cuando se va por si alguien más puede aprovechar el viaje. También lo aprovecharon unos niños a los que acercamos al colegio donde estudian becados, el mismo donde van los hijos de la holandesa y donde Jen es la directora. Lo llamativo es la ambivalencia del muzungu a la hora de criticar y adoptar a partes iguales el estilo de conducción local y la relación con las autoridades. Tanto en la carretera como en otros ámbitos no tengo muy claras las ideas sobre esto. ¿Adaptación al medio? ¿Consejos vendo que para mi no tengo? No sé.
Taxi urbano. Son coches familiares o pequeñas furgonetas. La capacidad depende de cuánto sean capaces de apretujarse los usuarios. Cogimos uno en la ciudad para hacer un trayecto bastante corto, desde la tienda de motos donde habíamos estado mirando una pequeña Honda para mí hasta el centro de la ciudad. Cuando entramos prácticamente no había sitio y todo fueron risas y comentarios por parte de los que ya estaban dentro que parecían disfrutar del espectáculo de ver a dos muzungus con escasas cualidades para el contorsionismo. Rápidamente nos indican que nos sentemos delante. ¡Gracias! ¡Allá vamos, deprisa, que ya está lleno y hay que salir! Nos acoplamos como podemos en el asiento del copiloto y antes de cerrar ya estamos en marcha. A mí me toca en medio, junto a la palanca de cambio. Tengo que apartar mi pierna derecha como puedo cada vez que mete primera o segunda y esto pasa cada poco porque el tráfico es un caos y difícilmente puede usar marchas más largas. Siempre que puede, conduce en punto muerto y, para frenar, mete primera. Los traqueteos son importantes, el motor ruge, huele a humo y a humanidad. Mientras, en la parte trasera, el segundo taxista cuelga del marco de la puerta y se encarga de cobrar, acomodar a los clientes y avisar al conductor de que puede arrancar. Éste, maneja el trasto entre el caos sin sutilezas ni dudas. Se gira hacia nosotros y pregunta si es buen conductor. Supongo que sí, desde luego parece que alguna clase de mérito debe tener conducir ese trasto en esa locura y seguir vivo.
Dala dala. Furgonetas de pasajeros o camiones con la caja cubierta y dos bancos en los laterales para desplazamientos interurbanos. La capacidad es de unas 16 personas más conductor y cobrador aunque, por supuesto, puede aumentar según necesidades. La policía les vigila, así que los que no tienen asiento tienen que agacharse cuando el cobrador les indique. No sé cómo, pero parece funcionar. En el trayecto, de alrededor de una hora, desde la ciudad hasta casa nos pararon dos veces y las dos continuamos sin problema.
Además de personas se transporta toda la mercancía que estos lleven consigo y que puede ser de cualquier naturaleza. A veces se transporta mercancía sin persona, como es el caso del saco de pan que enviamos, día sí día no, a una tienda de la ciudad. El viaje de este saco de unos 20 o 30 panes empieza en la panadería. Michiel lo carga en su moto y lo lleva a una tienda del pueblo de al lado. Allí, el tendero, que también recibe su propio saco, se encarga de montarlo en el siguiente dala dala. Cómo, dónde y rodeado de qué viaja el saco es un misterio pero, si todo va bien, al cabo de hora y media el saco llega a otra tienda en la ciudad. Una vez allí, es recogido por un recadero que lo envía a la tienda a donde debe llegar por fin. A veces no llega, unas se sabe por qué (normalmente el que tenía que poner el saco en el dala dala se olvidó) y otras no, pero no hay otra alternativa y es barato.
Nuestro dala dala es de la marca LDV y debe de venir de China, aún conserva algunos rótulos de allí. Está destartalado, las puertas de atrás, donde hemos encontrado sitio, están medio abiertas y sujetas con cuerdas para poder cargar unos tablones que pasan por debajo de nuestros pies y que algún pasajero lleva a casa. Es primera hora de la tarde. Somos 5 para 4 asientos, un masai orondo (mejorando lo presente), un señor con camisa de cuadros que come patatas fritas envueltas en un papel albal (que luego tirará por la ventana), Michiel y yo y un chico que, por haber llegado primero no piensa apretujarse. Una vez lleno el dala dala echa a andar. El conductor apura las marchas, el periódico deportivo va pasando de mano en mano, las ventanillas empiezan a cerrarse (porque, como todo el mundo sabe, es muy molesto el aire medio fresco que ventila el superpoblado cacharro), algunos charlan y otros empiezan a dar cabezadas, efecto del calor y el bamboleo de la cabina con suspensión por ballestas. Es entretenido mirar por la ventana y el trasiego de pasajeros que suben y bajan en cada parada y el protocolo que el cobrador sigue en cada una: abre la puerta, se descuelga, ayuda a bajar y subir, da unos golpes para avisar al conductor y se vuelve a subir una vez en marcha. Cierra la puerta y hora de cobrar. Los billetes pasan de mano en mano hasta llegar a él en un caso claro de montaña que va a Mahoma, ya que el camino inverso es imposible. Es joven, lleva una gorra de béisbol con la visera recta y no se pone la camisa de manga corta azul del uniforme hasta que no aparece la policía a lo lejos.
Llegamos a una parte del camino que ya me suena. Dejada atrás la ciudad empiezan a aparecer los mangos gigantescos y los pueblos pequeños que, si no hay parada, cruzamos a toda velocidad. El tráfico de dala dalas es continuo y los que vamos en la misma dirección nos adelantamos varias veces cada vez que alguno para. Estamos a medio camino, más o menos, muchos ya están dormidos, con las cabezas colgando como si no tuviesen huesos que las unan con el tronco. Nos adelanta un dala dala de los de caja, nosotros vamos rápido así que la maniobra dura lo suficiente como para ser inquietante. Desde el fondo no puedo ver nada más que cabezas si miro hacia delante. De repente, nuestro dala dala se inclina violentamente hacia la izquierda y empieza a dar sacudidas. ¡Gritos! Las ramas más bajas de los mangos empiezan a rozar con el lateral del LDV. Vamos dando saltos por el arcén, ya no duerme nadie. Sobre mis rodillas llevo 7 kilos de sal y varios paquetes de bolsas de papel, los suelto para agarrarme al sillón que tengo delante. De momento ni una sola diapositiva de mi vida ha pasado por mi mente, pero mientras espero la colisión pienso que estoy demasiado tenso y que cuando choquemos contra algo los brazos se me van a salir de los hombros. Estoy esperando el golpe de un momento a otro. Pero no llega. Los segundos hasta que nos paramos se hacen eternos. Casi casi. Más gritos, mujeres llorando. Enseguida volvemos a la carretera, más rápido si cabe. Muchos gritan exaltados, la caja de cambios rasca algunas marchas y veo claro que vamos a la caza del conductor que nos ha sacado de la carretera. La culpa, por supuesto, siempre es del otro. Está parado en el siguiente cruce. Cobrador y conductor bajan corriendo, también la mitad del pasaje. Por la ventana veo al otro conductor. Tiene cara de no entender qué está pasando, pero tal vez en realidad es cara de “me hago caca, porque se exactamente qué va a pasar”. Le sacan a tirones de la cabina y empieza a recibir puñetazos. La gente grita, unos ríen, disfrutando. Otros tratan de separarlos y algún otro suelta el puño por sumarse a la causa. El lío dura unos minutos con intensidad variable. Dentro del autobús se sigue con expectación y se comenta la jugada.
Yo no sé bien qué ha pasado, tal vez venía alguien de frente o quizás el otro conductor volvió demasiado pronto a su carril, pero me parece exagerado el intento de linchamiento, como si fuese el único que conduce como un loco, como si estuviese prohibido facilitar el adelantamiento. Al fin y al cabo, no ha pasado nada, pero nadie parece asumir que con esta manera de conducir, que es general, esto es lo mínimo que puede pasar.
De vuelta a la ruta la discusión se traslada al interior. Algunos, con la cara desencajada, le habrían matado sin dudarlo, otros, supongo, no están de acuerdo. Un rasta que va encajado en el pasillo media, y lo hace bien. El conductor sigue con el pie en el suelo, la culpa es del otro que está loco, le ha cerrado en un sitio sin escapatoria. En pocos minutos vuelve la calma, las que lloraban ahora ríen y alguno que queda un poco nervioso es contestado con bromas por el rasta. Todos ríen. Hemos estado cerca. Seguimos a todo lo que da.
Por el momento, a parte de la panadería, las cosas más interesantes suceden en la carretera. Conducir la moto de Michiel es lo que más me gusta hacer, despacio, sin prisas. Me da autonomía y me permite llegar a rincones más escondidos donde sólo eres un bicho raro al que saludar, ignorar o mirar con cara de malas pulgas y no un hermoso y brillante dólar con patas deseoso de que alguien le aligere el peso de su abultada cartera.
La Hero tiene un cajón de madera en la parte trasera donde Michiel carga el pan al estilo isleño. Ver a un muzungu con él llama mucho la atención de los locales que siempre me preguntan que para qué es, que qué meto allí. La policía quiere saber si llevo algo en el momento de pararme. En un pueblo pesquero un cazaturistas que me asaltó en el camino según llegaba, me preguntó con tono molesto que por qué lo llevaba, aunque luego debió figurarse que me dedicaba a comprar pescado para venderlo a los hoteles (como el mismo me sugirió) cuando me mostré más interesado por las ofertas del departamento de safaris de pesca que por las del departamento de avistamiento de delfines. Literal.
La moto es pequeña y manejable, la trato con cuidado pero la uso por todo tipo de caminos y ella responde. Creo que se podría llegar a cualquier sitio con una moto así y la idea de hacerme con una y cruzar al continente cada vez me apetece más. Tengo ya un par de contactos en Dar es-Salaam a los que visitaré en enero, cuando baje la temporada aquí, y que pueden ayudarme con la compra de la moto y otros aspectos del viaje. Si todo sigue adelante, empezaré el año sobre una Bajaj Boxer 150, conduciendo por la costa hacia el norte de Tanzania.