06. Dar es-Bajaj
El fin de semana se presentaba ocioso. Con el viaje a Dar es-Salaam a la vuelta del domingo la impaciencia me corroía, así que adelanté el viaje un día. El sábado siguió ocioso, como amenazaba, pero, al día siguiente, sin más, me presenté a pie de carretera a esperar el siguiente dala dala a la ciudad.
El objetivo principal del viaje era encontrar una moto, comprarla —si fuese posible— y realizar los trámites necesarios para poder circular con ella. Además, podría aprovechar estar en la capital de facto del país para hacerme con algo de material para el viaje, imposible de encontrar en la isla. Bastantes tareas en un sitio desconocido; un entorno, no sé si agresivo es la palabra pero, como mínimo, chocante; dos idiomas ajenos, un tono de piel demasiado claro y un cinturón lleno de dólares (emitidos después de 2006, que si no no los aceptan). Esa era la misión y esas las circunstancias. Como a cualquiera, la burocracia me desespera; como a algunos, los tratos se me dan mal. Tener que hacer esto sin saber muy bien ni cómo ni dónde, podría haber sido motivo suficiente para agobiarme y desistir antes de empezar, como estuvo a punto de pasar antes de salir de casa en Granada, de no ser porque tengo un par de buenos amigos que dijeron lo necesario en el momento justo. Sin embargo, tener que ocuparme de asuntos más urgentes y concretos me ayudó a controlar la ansiedad.
Mi historial de patetismo en los medios de transporte abarca un amplio abanico de situaciones bochornosas. En otros ámbitos no me quedo atrás pero, por algún motivo, en los transportes es sangrante. Durante una temporada, el autobús de línea que me llevaba desde casa al pueblo donde iba al colegio desdoblaba su ruta justo después de la parada más cercana a mi casa. Cuando el autobús se acercaba, había que hacer un gesto con el brazo al conductor para indicar qué dirección necesitabas y éste paraba o no, según la ruta que siguiese. Yo caminaba hasta la siguiente parada para no tener que hacerlo. Allí, el autobús que venía era el que tenía que coger.
Me he bajado antes de mi parada varias veces por miedo a pasarme. Recuerdo especialmente una vez yendo a Tolosa, en el autobús Continental Auto que había salido de la calle Alenza en Madrid, debía tener unos 14 años y me bajé en Olaberría porque me sonaba la gasolinera racionalista con los azulejos de Michelín. Pregunté, ya con la mochila en la mano, en el último momento, si aquello era mi destino y no, no lo era.
En Belfast no pregunté y me tocó andar un buen trecho hasta la estación de autobuses donde debía haberme bajado. Así que, el simple hecho de hacer parar el dala dala a pie de carretera sin saber si es el que necesitas, para mí es ya un reto. Por eso, cuando —después de comprobar que el truco de encender un cigarrillo para que el autobús aparezca inmediatamente no funciona en estas latitudes— vi al señor arrimarse al arcén saliendo de entre los matorrales, no dudé en acercarme a él y preguntarle en un portentoso suajili:
—Habari, dala dala Stone Town?
Sólo obtuve un gesto afirmativo con la cabeza. Eso y un brazo que se levantaba cada vez que asomaba cualquier vehículo de más de dos ruedas. Al viejo le da igual ocho que ochenta y el primero que se detiene es un Suzuki Vitara. Se acerca a la ventanilla y, después de cruzar unas palabras con piloto y copiloto, salta dentro. Yo ni me acerco, eso no es un dala dala, seguro. Pero desde el coche me hacen una oferta: por un poco más del doble que el dala dala, me llevan a la ciudad. Teniendo en cuenta que llevo un buen rato y que empieza a hacer calor, no me parece mala idea. Primera prueba superada. Incluso tiene cinturón de seguridad y aire acondicionado y no van a coger a nadie más. Tal vez sea tomarse las cosas un poco a la tremenda considerar esta minúscula acción —en gran parte sobrevenida— como un logro, pero estar en camino a la ciudad es el primer paso. Y ya está dado.
Moverse por las callejuelas de Stone Town se diferencia de hacerlo por el Albaicín en que esto es plano. En poco tiempo, he cruzado desde el mercado donde me han dejado hasta la terminal de los ferrys que van al continente, dejando atrás el fuerte olor de los puestos de pescado y atravesando callejuelas con comercios de toda clase.
Antes de acceder a la terminal hay que sacar el billete en las oficinas que están fuera, a unos 100 metros. —Me dice un amigable señor con chaleco reflectante. Y, no sólo me lo dice, sino que me acompaña, pregunta en la ventanilla, me acompaña de vuelta y me indica dónde está la ventanilla de inmigración, la escalerilla y, ¡un poco más, y me suena los mocos! Por supuesto, no es gratis, me ha costado sacar billete en clase VIP y el par de dólares que me han sobrado. Pago la novatada rápido antes de perder el ferry.
Al salir de la terminal de llegadas, hay un muro humano que grita todo tipo de ofertas. Esta vez no pienso caer. El hostal donde me quedo está cerca y no voy a pagar mientras tenga piernas. Tras el muro humano, la nada. Las calles están desiertas y las tiendas cerradas. Es extraño, hasta que comprendo que es domingo.
Como no tengo otra cosa que hacer, una vez tomo posesión de mi nueva casa voy a localizar la tienda donde iré mañana en primer lugar. Las señas son: Nyerere Road opposite to National Cigarette Company. Ahí te las compongas. Nyerere Road es una avenida de dos carriles por sentido y mediana. Una especie de acera multiuso y una carril de servicio a cada lado. Es una de las principales vías de acceso a la ciudad y el camino al aeropuerto. A los lados se suceden comercios, naves y solares. La razón por la que decido caminar en plena tarde por ese sitio con mil doscientos dólares encima, sabiendo que la tienda está cerrada, es el miedo. A partir de ahora voy a tener que llevar una cantidad más o menos grande de dinero en metálico, así que cuanto antes me acostumbre, mejor. No encontré la tienda.
Pretendo ir temprano al concesionario el día siguiente. A las ocho, cojo un taxi en la puerta. Ayer rompí las zapatillas de tanto andar y tengo ampollas y agujetas. No pienso presentarme deshidratado y sudoroso a la cita con mi nueva moto.
Se nota el lunes. Ya no queda nada vacío, ni cerrado, ni silencioso. El tráfico no avanza y yo imagino que las millones de ondas acústicas de los bocinazos forman una barrera infranqueable que impide avanzar. Paramos a echar gasolina. Por fin, llegamos, más o menos a la altura de la tienda, y bajo a preguntar. Efectivamente, es en la siguiente manzana. El distribuidor oficial de Bajaj para Tanzania, que copa el 30 % del mercado, tiene una pequeña nave con unas 7 u 8 motos y otras tantas mesas de plástico donde los comerciales no tienen más herramienta que un teléfono móvil. Nada que ver con la tienda vecina de Yamaha o la propia Bajaj departamento de motocarros, donde he parado a preguntar.
Me atiende Emmanuel, que es quien primero me ha saludado justo en la entrada. Nos cuesta entendernos y a casi todas mis preguntas responde con un “no problem” o con datos inútiles. Después de preguntar a su jefe si tienen en stock el modelo que estoy buscando —él ya ha dicho que no— me confirma que hace unos días recibieron un contenedor y que tienen alguna en el almacén y que, si la pago, hoy me la puedo llevar puesta. No me puedo creer que sea tan fácil, así que trato de confirmar todo esto mil veces más. Como, aparentemente, no hay problema por dejar la moto en la exposición mientras vuelvo a Zanzíbar a por mis cosas, me lanzo a la compra. El pago es en el piso superior. La que maneja el taco es india y el intercambio se hace a través de una ventanilla enrejada. Parece que estemos haciendo algo ilegal y, en cualquier caso, un poco tonto el enrejado, para firmar paso dentro por la puerta de al lado.
Tengo mi recibo y los bolsillos vacíos. "¿Cómo quieres ir a recoger la moto?" Creo haber entendido. Por lo visto, tengo que ir a recoger la moto al almacén.
A pesar de que me resulta tan extraño el dispendio, tengo a Mohamed esperando en la puerta así que no necesito el dala dala ni nada. Lo que necesito es que le expliques dónde hay que ir porque yo no me entero. Resulta no estar demasiado lejos, pero creo que jamás habría llegado. Una calle perpendicular a la gran avenida que atraviesa el mercado de cabras y donde seguro que puedes conseguir cualquier cosa que se fabrique en China, nos lleva hasta un polígono cerrado con su guarda y su rifle. Vamos al almacén central de Bajaj para Tanzania, donde se terminan de montar todas las motos de esta marca que se venden en el país.
La nave está al final de la calle donde se oxidan los restos de una grúa, un solo portón abierto de par en par, una sola mesa de plástico desvencijada. Un par de indios barrigones y un chaval negro sin camiseta, con los vaqueros sucios y rotos y una de las zapatillas sin suela. A la izquierda, cajas de cartón apiladas con las motos por montar; en el centro, algunas unidades ya montadas; a la derecha, un pequeño tren de montaje.
El indio de detrás de la mesa habla peor inglés que yo y explicarle quién soy y qué hago allí lleva unos minutos. Por fin, el otro indio me lleva a elegir la moto. Elijo al azar y, enseguida, el chico negro se pone a revisarla. Me parece paripé, la moto está montada y pueden verse pegatinas verdes con un OK en varias partes. Sin embargo, la rueda trasera a penas gira debido a la tensión de la cadena y la luz no se enciende. El resto de componentes ha pasado los golpes de verificación y los acelerones en frío y en vacío. Durante el rato que le lleva cambiar la bombilla y hacer que gire la rueda, sin que me haya dado cuenta, una decena de operarios se ha puesto a montar nuevas motos. Por el suelo, alrededor del tren —que no en éste—, cada uno trabaja en una moto. Cada hombre montará dos unidades en apenas dos horas. Eso dice Mr. Tripón.
Mientras terminan de hacer no sé qué con los papeles, consigo mi casco gratuito, no sin esfuerzo, mucho más del que merece este trozo de plástico quebradizo del que pienso deshacerme en cuanto pueda. Ha aparecido un chico negro vestido de testigo de Jehová que se encarga del aspecto legal. De momento, la moto está a nombre de la compañía y de alguna manera Emmanuel se encargará de ponerlo al mío. Me informa de que puedo contratar el seguro allí mismo, siempre que aparezca la persona que los hace. Casualmente, llega en ese momento. Es el primo asegurador del Príncipe de Bel Air. Su camisa hawaiana y sus botas amarillas son tan llamativas como su eficacia. Su despacho, fuera junto a la grúa oxidada, es otra mesa roñosa y trípode pero, en un visto y no visto, me ha hecho un seguro a terceros para un año por 25 euros.
Parece ser que, una vez fuera de la nave, la moto ya no es cosa suya y que, si ha pasado los golpes de verificación, es que la moto está bien. Aunque no lo esté. Por fin, me subo en la moto. Con el eléctrico, no arranca y a patada, le cuesta. Deseo con fuerza que no sea presagio de una relación tortuosa. Por fin, lo hace pero, al engranar primera, la moto se cala bruscamente. El embrague apenas está tenso. No como otros. Mohammed ya se ha ido a esperarme a la tienda y me cuesta hacerle entender a Mr. Tripón que no pienso irme hasta que la moto no esté bien. Es increíble que se haga el tonto pero es lo que parece. Paranoia conspirativa. Le pido al chaval que tiene cara de amargado que tense el cable y aprovecho para preguntarle por la moto. Contesta serio, pero creo ver cierta cercanía cuando le doy la mano. Ni rastro de los indios. Salgo de allí en dirección a la tienda, los frenos de tambor están blandísimos y el embrague no acaba de ir bien. Ya he cruzado la puerta con centinela así que, antes que volver, prefiero aguantar y que me la miren allí. La Boxer 150 X es inmune a la barrera de ondas y puedo zigzaguear entre el tráfico, trabajando duramente con el embrague y el acelerador para no quedarme parado allí en medio.
Para sorpresa de Mohammed, llego a la tienda. Yo creo que está preocupado y todo. El que no está ni preocupado ni en persona es Emmanuel y allí nadie sabe nada de mi operación de dejarla para venir a por ella en una semana. A regañadientes, una señora que no sé quién es me da permiso, siempre y cuando la ponga mirando a la calle, no vaya a ser que rompa la armonía reinante en la exposición.
Me hubiese gustado repasar de nuevo todo con Emmanuel pero nadie sabe cuándo volverá. Resulta que no tarda mucho porque de vuelta en el taxi, y ya en el atasco, recibo un SMS en el que me comunica que necesita mi TIN number para poner la moto mi nombre. @#$//##!!
¿¿Qué es eso y por qué no me ha dicho nada hasta ahora?? Por teléfono aún le entiendo menos pero creo que él a mi sí. Por lo menos, capta el tono (o eso parece). Mohamed conoce a alguien en la oficina donde se tramita el dichoso TIN, que son las siglas de Tax Identification Number. Le llama en seguida y conduce hasta allí. Tengo una mezcla extraña de sensaciones, dando mi pasaporte a desconocidos, sin estar seguro de que nos estamos entendiendo. De hecho, Mr. Allex, el contacto de Mohamed, apenas habla inglés. Me conduce a una sala repleta de gente y me pasa un formulario fotocopiado tantas veces que apenas se lee nada. En ciertas casillas no se qué poner y Allex no es de mucha ayuda pero, antes de que acabe de rellenarlo, ya se lo lleva y va directo al mostrador. No hay colas, ni turnos, ni indicaciones, así que me entrego a Mr. Allex. Tengo que volver mañana por la mañana, hoy hay mucha gente.
Deben de ser las dos de la tarde, más o menos, y las gestiones han sido suficientes por hoy. Dar un paseo por el centro de Dar es-Salaam a esa hora no es precisamente relajante. El calor húmedo es aplastante y el ruido y el trajín cargante. Camino en dirección al mar, por despejarme. Aquí te entran jugando la baza del hambre y la enfermedad, pero sentado en un espigón con mucha otra gente, al único que abordan es a mí, al muzungu. Decido buscar unas cervezas por el camino y desmayarme en el hostal.
Sin darme cuenta, he caminado muchísimo y la vuelta, al borde de la deshidratación, se hace larga. Me fijo, sin embargo, en que los comercios se agrupan por gremios o géneros, o lo que sea. En esta calle todo son herramientas y maquinaria agrícola, así que husmeo en busca de algo interesante. Necesito una bomba, parches, cámaras y lubricante para la cadena. Es cómoda esta organización y, siguiendo esta lógica, creo que sé dónde pueden estar las tiendas de recambios para motos. Me dirijo hacia un barrio que bordeé ayer, Kariakoo. Durante la caminata, vi alguna tienda de repuestos para camiones. En este barrio las calles son más pequeñas y de tierra. La mayoría de los locales son pequeñas casetas con techos metálicos. Es impresionante la densidad de comercios y gente. Estoy agotado y abrumado, así que volveré mañana, ahora que he encontrado el barrio piki piki.
Estoy agotado y con agujetas. Las zapatillas reventadas dan muestra de lo que he andado estos dos días. Encuentro a Mohamed en la puerta del hostal y vamos a la oficina a por mis papeles. No tengo todas conmigo de que esto vaya a salir bien. Sin embargo, en pocos minutos, un funcionario me hace unas fotos y me toma las huellas digitales. Un poco después, llega Mr. Allex con un papel oficial en el que figura mi nombre y el TIN que me corresponde. Se lo agradezco y le pregunto que cuánto es. Mr. Allex no se entera. Intento con Mohamed, risotada como respuesta. Fuera del edificio, veo cómo el taxista desliza unos billetes en la mano del mediador, con el gesto internacional del trapicheo. Ellos se arreglan.
Parece que está todo, misión cumplida de momento. Vuelvo a Kariakoo y, ahora sí, lo paso bien de tienda en tienda, intentando explicar lo que ando buscando, aunque con escaso resultado. Lo intentaré cuando vuelva a por la moto, tampoco quiero cargarme demasiado. Saco con antelación el billete del ferry y deambulo por el centro. Empiezo a estar cómodo. Me apetece volver a Zanzíbar, buscar los dos dala dala que necesito para cruzar de oeste a este la isla. He dado un pequeño paso que parecía de siete leguas y que ha resultado abordable, con lubricante en formato papel moneda de por medio, por supuesto.
Gracias por el paseo! Me ha chiflado! ❤
Gracias a ti por leerlo!
Hey, muy bueno, estare atento a nuevas entradas, lo he leido al reves y asi y todo muy divertido, peaso viaje te estas dando, mucha suerte.
Gracias, Manuel! Me alegra que te guste. De momento estoy publicando todos los lunes, también puedes suscribirte dejando tu correo un poco más abajo y te llegan ahí. 🙂