Sudamérica—5.05.2025

26. Cómo se hace un obelisco

El 28 de abril de 2023 recorrí 290,6 km en 9 horas. O lo que es lo mismo: hice una media de 32,2 km/h. Fue un día largo. Podría decirse que estuvo hecho de muchos fragmentos apilados uno encima del otro. Algunas jornadas son una acumulación de nimiedades, colocadas con paciencia. Creo en eso de que lo importante no es el destino. Creo en que lo importante está entre un metro y el siguiente, entre un segundo y el siguiente. Y en que sumar metros y segundos, algunos días, es todo lo que uno puede hacer.

Tardé tres intentos en conseguir combustible, panecillos y tabaco. Desayuno de campeón. A la cuarta, por fin, pude dejar Challapata por la Ruta Nacional 1. La acumulación de subidas, bajadas y curvas a derechas e izquierdas resultó en un comienzo del día agradable y despreocupado. Iba contando kilómetros como el que se saca pelotillas de entre los dedos de los pies.

Me costó un rato fijarme en las laderas aterrazadas. Tal vez fue su abandono, o la idea de que alguien —muchos alguien— cargaron piedras negras cuesta arriba para que la tierra tuviera algún sentido. Ver el eco de una utilidad que ya no existe. Y que, sin embargo, sigue ahí. Eso debió llamar mi atención. El impresionante resultado de un trabajo penoso. Había algo más que ruina. Había ritmo.

Dejé la carretera principal en el punto al que habría llegado si me hubiera atrevido a cruzar la sierra por la pista offroad. Continué por asfalto, hasta Tingipaya. Luego tocó volver a la tierra. Entonces lo que era paisaje, se volvió trabajo. Y empezó a mostrar terrazas donde alguien seguía trabajando como si no hubiera otra cosa que hacer en el mundo. Lo que antes parecía ruina se volvió sistema.

Hay algo humillante en ver las haces doradas perfectamente apiladas a 4000 metros de altura. Mientras yo sudaba polvo encima de una moto, otros ya habían terminado su trabajo. Y lo habían dejado bonito. Manojo a manojo, gavilla a gavilla, haz a haz, como escribiendo la tierra en morse para que no se olvide.

Después de las gavillas, el camino empezó a bajar, como si quisiera quitarme el polvo de encima. A cada curva, menos frío y más velocidad. Como si todavía pudiera ganar tiempo al día. El fondo del valle tenía algo de acogedor. Cuando vi Potolo, pensé en comida. Pensé en techo. Pensé que ese sitio servía.

El hospedaje no parecía tener mucho interés en ser encontrado. No había letrero, ni luces, ni señal alguna de vida. Crucé la calle un par de veces, dudando si aquello era realmente un sitio para dormir, aunque me habían dirigido allí desde un establecimiento que sí tenía letrero, pero no habitaciones.

Llamé. Abrió una chica con cara de domingo por la tarde y los deberes sin hacer. Contestaba como si jugara a lanzar la respuesta más corta posible.
—¿Hay sitio?
—Sí.
—¿Puedo pasar?
—Sí.
—¿Dónde dejo la moto?
—Da igual.
En Potolo todo parecía a medio decir.

La acera era demasiado alta, la puerta demasiado estrecha, y la moto no tenía muchas ganas de entrar. Pero entonces apareció el niño. Salió del patio interior, se acercó aprisa y agarró el manillar. Entre los dos la metimos. Una vez aparcada, pateó un balón y se quedó un rato cerca mientras yo descargaba. Hablamos algo de fútbol. Dijo que quería ser Cristiano Ronaldo. Lo dijo como si lo tuviera decidido desde hacía años, y yo no quise llevarle la contraria.

Me llevó a la habitación por una escalera que conectaba el patio con una galería. Tenía dos camas, aunque una estaba revuelta. Supongo que por las personas que habían dejado en el suelo una botella de Kola Quina sin acabar y un par de vasos de plástico.

Encendí un cigarrillo apoyado en el pretil de la galería. La punta se ponía del color del cielo con cada calada. Desde arriba vi cómo la chica lo llamaba. Se sentaron juntos en el rincón del patio, entre las puertas de la cocina y un baño común. Tenían un montón de papas por pelar. Una a una. Como los kilómetros. Como las espigas. Como las etapas.

Algunos días después, caminando por Sucre me topé con el obelisco de los panaderos. Una cartela decía que se había erigido con el dinero de las multas impuestas a los panaderos tramposos. Los que engañaban con el peso del pan. El gobernador de entonces los obligaba a presentarse ante él y les decía que aquella columna olía a pan.

Igual que una piedra no hace una valla o una trampa no hace un villano, un obelisco tampoco hace justicia. Pero incluso un obelisco hecho de trampas puede recordarte que lo pequeño, repetido lo suficiente, produce otra cosa.

2 comentarios


Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Visita la tienda
Por cada libro vendido
3 litros
de agua en Argentina
crossmenu
Resumen de privacidad

Esta web utiliza cookies para ofrecerte la mejor experiencia de usuario posible. La información de las cookies se almacena en tu navegador y realiza funciones tales como reconocerte cuando vuelves a nuestra web o ayudar a nuestro equipo a comprender qué secciones de la web encuentras más interesantes y útiles.

Cookies estrictamente necesarias

Las cookies estrictamente necesarias tiene que activarse siempre para que podamos guardar tus preferencias de ajustes de cookies.

Cookies de terceros

Esta web utiliza Google Analytics para recopilar información anónima tal como el número de visitantes del sitio, o las páginas más populares.

Dejar esta cookie activa nos permite mejorar nuestra web.