África, Pan—17.02.2017

15. Upendo Sisters Bakery

Upendo Bakery

Toc, toc, toc.

—Jambo, I am looking for Sister Olympia.

—Me, me.

Lo que se dice llegar y besar el santo. Las hermanas franciscanas tienen tres grandes edificios de ladrillo rojo separados por varias calles de tierra del mismo color, una rotonda y unos cuantos árboles gigantescos. Uno es un colegio de primaria; a su lado, la iglesia y, en frente, el convento. Junto a él hay un edificio pequeño, más moderno y más feo, que es a donde he ido en busca de la hermana Olympia.

Sister Olympia parece bastante joven, bajita y rechoncha, sus mofletes son enormes, como dos caras extra, añadidas a la que tiene ojos y boca y que tan pronto recuerda a una niña como lo hace a un señor. Ella se encarga de la producción de la panadería como me indicó Eugene Schellenberg por correo electrónico. Margaret y Eugene Schellenberg iniciaron hace casi 20 años este proyecto que busca proveer de pan gratuito a varios centros con fines sociales, así como la venta directa al público con un precio muy contenido. 

Mientras le explico a santo de qué he aparecido allí, pone cara de no entender muy bien de qué estoy hablando y no sólo por la barrera idiomática. Aún así, es hospitalaria y solícita y me enseña no sólo la panadería sino también la tienda que han abierto hace poco en ese edificio más moderno y donde han habilitado dos locales más que alquilan en busca de rentabilidad. Entre este bloque y el convento también han colocado un contenedor que hace de bar, con sillas y mesas bajo tejadillos circulares de palma, donde tomar una bebida, desayunar o comer lo que preparan las monjas. Algunas de las sillas están reservadas para los panaderos y, en ellas, ponemos en práctica uno de los deportes nacionales: beber refrescos.

La famosa silla del panadero, versión tanzana
La famosa silla del panadero, versión tanzana

Resulta un poco frustrante esto de no entenderse. Ni siquiera cuando lo que se está hablando es sencillo puedes estar del todo seguro de que los mensajes de uno y otro lado están llegando correctamente, pero sea lo que sea lo que haya dicho me lo tomo como una invitación para venir al día siguiente a hacer pan. Aún así, por si acaso, intento confirmarlo.

—Entonces, ¿a qué hora vengo mañana para hacer pan?

—Por la mañana, pronto, a la una.

—Pero a la una no es por la mañana, ¿o te refieres a la una de la madrugada?

—No, no, a la una. Por la mañana.

A pocos días de irme de Tanzania, después de casi tres meses, acabo de aprender que tienen su propia manera de contar las horas: así, la 1, son las 7 de la mañana; las 2, son las 8 y así, sucesivamente. Lo que explica algún malentendido anterior y que tiene su lógica si tenemos en cuenta que prácticamente toda la actividad comienza a las 7. Al menos, en la teoría.

Al día siguiente y pasadas las 7 en media hora llego emocionado al convento, pero no veo rastro de vida en el exterior. La panadería está en un patio interior y, con cautela, empujo la puerta principal. En ese momento, una hermana va a salir y me da los buenos días. Luego, sube por las escaleras en busca de Sister Olympia, por la que le he preguntado. Me dijo a la 1, ¿verdad? Vamos, a las 7. Sí, pero bueno, es orientativo. De hecho, primero vamos a desayunar. En el edificio nuevo, Sister Olympia trae té hirviendo, al que añade cuatro cucharadas de azúcar. Para comer, unas bolitas de masa frita: duras y secas unas, grasientas y esponjosas las otras. Estas, recién hechas, son de harina de arroz, entiendo, y están bastante buenas. Bien, no sé si se empieza a las 7 o no, pero prisa desde luego no hay.

Ya en la panadería, William y Alice empiezan a preparar la masa. Un saco de 25 kg de harina, dos cubos de agua, no menos de 20 cucharadas de levadura seca, otras tantas de azúcar y la mitad de sal, además 3 o 4 tazas de aceite. Alice, que es grande, está con la masa y va añadiendo algo más de agua, poco a poco. La amasadora gira durante un buen rato a su máxima velocidad. A su lado, frente a la pared con ventanas por donde empieza a colarse la luz del sol, hay una mesa con una balanza de ultramarinos y, junto a esta, otra, con un montón de moldes ya engrasados.

De la amasadora, parte de la masa va directa a la mesa, a la derecha de la báscula. Alice se encarga de dividirla y nos va pasando, a William, Olympia y a mí, porciones de unos 400 gramos. Cada uno forma de una manera, sin mucho miramiento. Las de Olympia son unos churros bastante desiguales mientras que las de William son panzonas y tienen unas bonitas puntas redondeadas que, más adelante, al crecer en el molde, se perderán. Alice forma alguna pieza de vez en cuando. Con una velocidad asombrosa, hace una bola en la mano que estira en la mesa en un visto y no visto. Estamos todos muy juntos en una mesa pequeña. Las chicas forman pero dejan que sea William el que pase las piezas a los moldes y, cuando estos están llenos, los pasa él mismo a los carros.

Nadie habla, nadie me explica nada. Después de ver que me defiendo con la faena parece que me aceptan como compañero y yo me encuentro a gusto de nuevo entre harina. Tras este primer medio lote, Olympia desaparece y ya no volveré a verla hasta acabada la tarea.

Con la cantidad de levadura que lleva esta masa, en cuanto nos ponemos con lo que ha quedado en la amasadora, se nota que la fermentación ya va descontrolada. William habla un poco de inglés, poco. Alice, nada y cuando se dirige a mí no emite ningún sonido, todo lo hace con muecas y gestos. Me hace gracia este sistema y no estoy seguro de si prefiero que me hablen en suajili como si me enterara de algo o que, como ella, no me hablen en absoluto y sólo utilicen la mímica.

En pocos minutos tenemos este amasado listo y William empieza con el segundo lote. Exactamente igual que el anterior. Nada más pasarlo a la mesa, compruebo que la masa está completamente grumosa, con pelotillas de harina seca, que retiran de vez en cuando tirándola entre el pulgar y el índice a modo de moco en cualquier parte. No parece importarles. Las conversaciones de ascensor más básicas es a lo más que podemos llegar con cierta fluidez. Cualquier intento de hablar sobre el pan es en vano.

Upendo Sisters Bakery

Con todo el pan formado, es el turno de las galletas. En la entrada de la panadería, donde hay un gran fregadero y una mesa con un par de sillas, Alice me pone a cascar huevos en un barreño. Como si supiesen lo que está pasando por la puerta que da al patio, entran 3 o 4 gallinas y unos cuantos pollitos, que Alice echa a la calle sin mucho interés. Después de batir huevos, azúcar y esencia de vainilla durante un tiempo que se me hace eterno, Alice empieza a añadir harina y, con el barreño entre las piernas, sentada en el suelo, amasa todo. No creo que haya pasado ni una hora desde que acabamos de formar el pan y, mientras Alice y yo empezamos a estirar la masa de galletas, William ya está cargando el horno, metiendo los moldes uno a uno, con la mano, en los cinco pisos del horno eléctrico de suela que acaba de poner en marcha.

Alice

Resulta bastante exótico estar en este obrador en el convento de las hermanas franciscanas de Ifakara, tanto como para no hacer mucho caso de esta manera de hacer pan, tan alejada de lo que estoy acostumbrado a hacer. En otro contexto, me habría puesto de los nervios. Pero claro, cuando la hermana Christophora se presenta en el obrador y, por primera vez, alguien quiere hablar sobre el pan, me cuesta contenerme. Le doy mi opinión sobre el proceso y le saco el bote de masa madre que, hasta ahora, seguía en la mochila. A ella le encanta la idea de un pan sin aceite ni azúcar, mejor para las hermanas diabéticas (por eso y por una fermentación más larga). Pero no mucho más, a la hermana Christophora le importa poco el discurso y lo zanja pidiendo la receta y que les explique cómo se hace.

Noto la mirada de los panaderos clavada en mi cogote pero no consigo descifrar el significado. La hermana Christophora tiene poder y quiere que prueben eso que dice el muzungu y no sé si mis compañeros me están empezando a odiar porque les voy a complicar la vida o están un poco asustados porque no entienden nada de lo que les digo. Aún así, me lanzo a intentar explicarles de qué va esto. Sister Olympia se desentiende y se va, lo mismo que Alice que, como no habla inglés, prefiere echar una cabezada. Me queda William, que asegura que me sigue mientras le explico el proceso ayudándome de papel y lápiz. Pero está claro que no. Es media mañana y me dice que está cansado. Vamos a sacar el pan del horno, anda. Él deshorna y yo desmoldo y coloco en el carro.

Los panes son ligeros, como de corcho. Ya lo había probado en el desayuno, untado con Blue Band, una especie de margarina con todas las grasas hidrogenadas posibles. Como experiencia panadera es un poco decepcionante, cosa habitual, dicho sea de paso, con casi todo lo que tiene que ver con la comida, exceptuando piñas, mangos y plátanos. Conforme te alejas de la costa, el menú se vuelve más básico y el condimento se reduce a salsa de chile o ketchup. Tampoco es que fuese con grandes expectativas pero, tal vez inconscientemente, asociaba el horno monjil a productos divinos y, desgraciadamente, no es el caso. Por otro lado, ha sido una buena mañana, trabajando de nuevo con masas y con buenas personas, y compartiendo un almuerzo a base de té y arroz blanco. Sin pan.

Tenemos casi todo listo. La limpieza consiste en repasar las mesas de trabajo con un paño y fregar tres o cuatro cacharros. Sólo queda embolsar el pan en bolsas de plástico para dos o cuatro piezas. De repente, se ponen exquisitos y dejan para más tarde algunos panes que aún están algo tibios. De vez en cuando, aparece alguien que se lleva unas cuantas bolsas y Alice separa otras, colocándolas en barreños que luego se lleva sobre la cabeza.

Sister Olympia viene a buscarme para ir a comer. Acostumbrado últimamente a hacer una comida al día, temo morir de empacho. Judías pintas, arroz blanco, espinacas salteadas hasta ser casi puré y un poco de chile fresco como única concesión a la alegría gustativa. Comemos en las sillas reservadas para los panaderos en los kioskillos junto al contenedor-bar. Intento retomar lo del pan y la masa madre y pone los mismos gestos que haría yo si ella empezase a hablarme de las bondades de ser monje franciscano. Mejor comer en paz.

Una de las costumbres en la mesa que más me gustan es que siempre hay cerca un lavabo, un cubo con un grifo o una jarra y un cuenco para lavarse las manos que, con frecuencia, es el único cubierto que se usa. Hay que lavarse antes y después, porque no suele haber servilletas, a no ser que lo que bebas venga en botella de vidrio, en cuyo caso siempre te dan una, para limpiar el cuello. Mejor no mirar cómo queda la servilleta después de repasarlo por dentro y por fuera. Lo que siempre hay son palillos de dientes, que todo el mundo usa a discreción y minuciosamente. No hay problema: hurga, rasca, extrae y examina. Y no te limites a la boca, explora cualquier orificio en tu cara, deshazte de lo que te sobre, con naturalidad. Eructa también, la hermana.

Creo que a la hermana Christophora le hubiese gustado que nos hubiésemos dedicado a hacer ese nuevo pan muzungu por la tarde cuando me informa, con un tono que parece molesto, de que Olympia me ha organizado la agenda de la tarde. Como primera actividad vamos a llevar el pan al Centro Betlehem, en bajaj, que son los motocarros para pasajeros que, en metonimia, han tomado el nombre de la marca constructora también de mi moto, aunque casi todos son de otra marca.

Bajaj
Bajaj

En el Centro Betlehem trabajan con niños con deficiencias intelectuales, que llegan desde todo el país. Gracias a las hermanas, los niños toman una rebanada de pan y un té por la mañana. Si no fuese por el pan que les llevan, tendrían que tomar gachas de avena. Me explica el padre William, que es el obeso cura que dirige aquello. Por qué cree que este pan es mejor que la avena es algo que no consigo que me explique. En cuanto llego, se me abalanza un montón de chicos a saludarme. Una de ellas, me coge de la mano y me lleva a la explanada donde están todos, para que me siente con ella en un banco.

Aunque estoy a gusto con mi amiga, en seguida el padre William me empieza a dar murga con un discurso que parece orientado al turista humanitario —que supongo cree que soy—, y comienzan los actos protocolarios. A sus preguntas solemnes todos repiten la cantinela que incluye a Dios. Luego cantan algo. Parece que es mi turno, me pilla desprevenido que el padre me pida que diga unas palabras. Preferiría no hacerlo, le digo. Así que pasamos a la sesión de fotos. Me siento extraño y mezquino. Podría haber soltado unos cuantos tópicos o haberles hecho algunas preguntas que pudiesen responder a coro, como hizo el padre, pero me faltan recursos. Blanco, más cerca de los 40 que de los 30, soltero… más pendiente de mi ombligo que de cualquier otra cosa. ¿Es eso? ¿O es que hay algo mal con esta visita guiada al zoo de los desahuciados?

De los planes sobrevenidos que tienen para mí habría preferido sin duda el de la hermana Christophora, que además de haber funcionado, habría sido la mejor manera de contribuir en algo.

Cuando acabamos de ver el resto de las instalaciones, el padre nos lleva en su impoluto monovolumen Toyota a un río cercano, donde nos deja. Se trata de un río grande sobre el que están construyendo un puente. Está a las afueras del pueblo, entre campos de maíz. Hasta que el puente esté acabado, una barcaza sigue uniendo las orillas. A cada lado, hay puestos de pescado, bajajs y vendedores de cualquier cosa, que no sé qué harán cuando el puente esté acabado y ya no haya que esperar a la barcaza para cruzar esa lengua de agua marrón. Olympia tampoco y, apenas visto el lugar, de pie en medio del camino, da por finalizada la visita.

Como brillante colofón al día, de vuelta al convento, las hermanas me invitan a compartir la cena con ellas. Acompañado por la hermana que ha ido a buscarme a las sillas de los panaderos donde he estado esperando, entro en el refectorio, donde ya esperan unas doce hermanas, cada una en su sitio. Me colocan en un extremo de la mesa larga. Sólo ocupamos uno de los lados de la mesa en forma de U. Toda la sala, que está en el piso superior, tiene como ventanas una arcada con cortinas rojas. Se ve el cielo rosado del anochecer sobre el que se recortan las hojas de los bananeros.

Hay que lavarse las manos antes de cenar. Hay que rezar, de pie. Amén. Como soy el invitado soy el primero en servirme. El invariable menú de judías, arroz y espinacas, está vez, tiene una salsa-sopa de verduras para acompañar. Pero no hay picante. Además, me ofrecen un pescado pequeño de una fuente donde sólo hay dos. Lo acepto, aunque luego me arrepiento, por su sabor cieno. La hermana que ha ido a buscarme está frente a mí y hace de traductora para el resto. A mi izquierda, tengo a una hermana socarrona que me hace bromas y me regaña si doy las gracias. Más allá, en la fila de enfrente, hay otra, muy mayor, que se quiere venir conmigo a España, pero no en piki piki ¡ni hablar! Me están cebando estas monjas. La cena pasa de manera agradable, me hacen muchas preguntas y les encantan los nombres cristianos de mi familia, especialmente que mi hermana mayor y yo nos llamemos como los abuelos de Jesús. Así que me bautizan como Babu (abuelo) Ioaquim. Como es una noche especial, después de la fruta, abren una botella de vino San Raphael y algunas se toman un vasito. Luego me agasajan cantando. Al principio pienso “¡Ay no!” Pero cantan tan bien y el gesto es tan entrañable que me da pena que se acabe. Después de recoger la mesa nos hacemos unas fotos y puedo hablar con las que estaban más lejos y, sobre todo, con mi pretendiente, que se ríe sin parar. Algunas, me acompañan a la moto y se empeñan en que uno de los dos vigilantes que tienen me escolte hasta la casa de huéspedes donde me quedo. Es inútil negarse, como es inútil ofrecerle un paseo en Pili a mi nueva novia.

Al día siguiente, vuelvo al convento. Tengo una cita con Sister Senorina, con la que hablé por teléfono el primer día y que es la jefa suprema. Creía que era la madre superiora, pero no, es la hermana Christophora. Otra vez no me he enterado, no me queda clara la jerarquía monacal. A comer otra vez, desayuno completo con la hermana, con su chófer y Olympia como silenciosas testigos. Resulta ser una señora muy agradable y, por primera vez en bastante tiempo, siento que los dos nos enteramos de lo que dice el otro. El desayuno se alarga bastante hasta que aparecen William y Alice y, con ellos, salimos a la terraza frente al contenedor-bar. Olympia lleva un paquete envuelto en papel de regalo brillante y multicolor. Sister Senorina saca el smartphone y nos coloca para la sesión de fotos del acto de entrega. La sorpresa no importa tanto como dejar constancia. Ahora aquí, ahora allí, ahora no sé cómo. ¡Y yo no me lo puedo creer! Por fin, puedo abrir el regalo, que es una camiseta al estilo local, de tonos verdes con ribetes dorados y un mapa de África bordado en el pecho. Y, ahora, unas cuantas fotos más. No contentas con eso, me preparan una bolsa con galletas y palomitas de maíz para el viaje y me repiten una y otra vez lo contentas que están con mi visita.

Mi manera de agradecerles que me hayan dejado entrar allí y ver cómo trabajan es con un tarro de masa madre y un par de hojas manuscritas con una fórmula básica de pan y algunos consejos. He intentado sintetizarlo al máximo y plantearlo de la manera más sencilla posible. Aún así, cuando Olympia lo lee todo, indica que no va a valer de mucho.

Antes de despedirme definitivamente, me llevan de ruta en el todoterreno que conduce Sor Toyota Land Cruiser. Vamos primero al hospital, el más importante de la zona, donde muchas de las monjas trabajan haciendo tareas de gestión o enfermería. Es un conjunto de edificios de una sola planta unidos por galerías y rodeados de zonas ajardinadas. No hay ni rastro de ese olor a desinfectante, ni trajín, ni sirenas. Vamos de dependencia en dependencia. En cada una hay una monja responsable de la administración, la farmacia, el laboratorio… con algunas de ellas cené anoche y me reciben cariñosas, contándome cada una distintas cosas sobre su trabajo. Una me ofrece un mango, otra me enseña las bolsas de plasma y la zona de extracción de sangre para su análisis. Obvia la zona de análisis de orina, pero no hay que ser un sabueso para saber que acabamos de pasar por donde los pacientes ponen a prueba su puntería. En el ala de ingresados, se alinean decenas de camas sin separación de ningún tipo. Salvo en maternidad, el resto están bastante vacías. El dentista, que nació a los pies del Kilimanjaro, tiene dos salas muy bien equipadas y, mientras habla conmigo, tiene a una paciente en una de ellas. Su asistente le llama un par de veces, pero no le hace caso. Cuando me voy, veo que la pobre sangra bastante, pero el doctor tenía ganas de charla. En la cocina, hay dos salas. En la primera, sobre una mesa de obra que parece de autopsia, hay un montón enorme de espinacas picadas. En la segunda, una cocina económica enorme que desprende un calor terrible. Hay varios peroles sobre la placa y dos panes en sus moldes, que entran al horno en ese momento.

A continuación, vamos al Centro Nazareth, que resulta ser una leprosería. La aprensión que me entra es tan grande como mi ignorancia. En este centro tratan a enfermos de diversos grados. Hay casos no muy graves que pueden ser curados y que pasan allí una temporada. Otros pacientes ya tienen amputaciones o deformaciones pero, con el tratamiento, pueden salir adelante. También acogen a algunos enfermos que han sido repudiados de sus hogares y de sus pueblos, que tienen aquí la oportunidad de un último refugio.

En la oficina del doctor que dirige el centro, un señor bastante mayor, pequeño y vivaracho, nos pone al día sobre la enfermedad, sus tratamientos y la preocupación por la cantidad de nuevos casos que se han detectado en el último año. La hermana que trabaja allí nos presenta a algunos pacientes mientras juegan fuera, bajo un árbol, a las damas. Dos señoras tejen sobre sus camas unas cintas trenzadas con alguna fibra vegetal. Otros, sólo descansan en sus camas. Como en el hospital, el ambiente es muy tranquilo. También es uno de los centros más importantes del país. Faltan dedos, pero sobran sonrisas.

Me trajo hasta aquí el pan y, al final, casi ha sido lo de menos. Y no es que, por el hecho de estar aquí, se me haya despertado un interés filantrópico que nunca he tenido. Pero sí continúo con la intención de aceptar las cosas tal y como vienen, no me queda más remedio que sentir admiración y respeto por las personas que dedican su vida a ayudar a los demás. Con la cuestión humanitaria, el buenismo occidental y cómo lo aprovechan algunos, no lo tengo tan claro.

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