21. Me fumo un puro
Vuelven a oírse los gruñidos de los hipopótamos a escasos metros de la tienda y, sin embargo, esta vez el efecto que producen es muy distinto. Ahora estoy a orillas del Zambezi, que va hasta arriba, poco antes de precipitarse Cataratas Victoria abajo, pero estoy en Namibia.
Supongo que las probabilidades de que salgan del agua para machacarme entre sus mandíbulas son las mismas que hace unos días junto al río Kafue pero, por algún motivo, no me preocupan. Tal vez, tener la tienda en esta gran explanada cubierta de hierba, con mesas, barbacoas, bancos y puntos de luz distribuidos regularmente a un lado del hotel me da una sensación de seguridad tal que, ni los ronquidos ni los carteles de advertencia de no nadar por el peligro de hipopótamos y cocodrilos, provocan el más mínimo miedo.
Abortada la misión angoleña, ya veremos si definitivamente o no, he cruzado de Zambia a Namibia casi sin querer. Es decir, la intención de venir a Namibia existía pero el momento concreto de cruzar casi se precipitó por sí mismo. Después de alejarme de la frontera angoleña con el rabo entre las piernas y con los dilemas que eso suponía rebotando en mi cabeza, decidí no volver a intentarlo —al menos inmediatamente— y bajar a Namibia, haciendo caso a mis sensaciones, pero con la duda de si estaba haciendo “bien”.
Sea como sea, una vez tomada la decisión me sentí mucho mejor, casi liberado, pero con la única pega de tener que llegar a la frontera antes de que permisos y formalidades caducaran. 1.200 km por carretera en una 150 cc significa mucho tiempo para pensar, aunque eso no suponga llegar a conclusión alguna. 1.200 km de una monotonía soporífera, con el único aliciente de, alcanzado el río Zambezi, verlo asomar de vez en cuando.
De este modo, llegué al paso fronterizo en domingo. Por haberlo leído en algún sitio, tenía la idea de que es mejor evitar los fines de semana, pero como era temprano y el lado zambiano no invitaba a quedarse allí, me asomé a ver qué había. Y lo que había eran muchos vehículos estacionados, pero poca gente alrededor. Una pareja de cambiadores armada con sendos fajos de billetes me da unos cuantos dólares namibios a cambio de unos cuantos kwachas. En las ventanillas, el pasaporte es sellado en los dos puestos casi sin mediar palabra, sólo un tonto formulario y sin tener que desembolsar ni un centavo. ¿Seguro? Sí, sí, 90 días por la cara. Sacar legalmente la moto: sin problema, he llegado un día antes de que caduque. Meterla, tampoco. Un pequeño impuesto que autoriza a usar las carreteras y un permiso temporal de importación para el que no me exigen más que otro tonto formulario, cumplimentado de aquella manera y sin fecha de vencimiento. Total, unos 10 euros, una media hora, funcionarios desganados y prestarle el boli a un nativo con sombrero de cowboy. Y hale, ya estás en Namibia. Sin preparación previa, ni sofronización, ni encomendarse a Monesvol.
Me quedo unos cuantos días en el camping para descansar y para aprovechar que es es el pueblo más importante de la zona para sacar dinero, seguro y hacer la revisión a la moto, que con 10.000 km, ya le toca. Pero ni hay aseguradora ni taller para motos, con lo que me lanzo a hacerla por mí mismo. Con el único aceite que he encontrado hago el cambio y limpio el filtro como he visto hacer a los tanzanos. Limpieza de bujía y de cadena, que también tenso. Me resulta imposible quitar la tapa del filtro del aire, y se queda como está. El tornillo está apretado a más no poder mientras compruebo que algunos otros están bastante flojos.
La única pega del camping es que en cuanto cae el sol hay que refugiarse en la tienda. Miles de mosquitos hacen caso omiso de las capas de tela y repelente, y se empeñan en picar haciendo insoportable estar fuera. Por lo demás, el sitio está bien, es tranquilo, barato y puedo aprovechar los últimos megabytes de mi SIM de Zambia, que está en la orilla de enfrente. En el pueblo, que tiene un aire de prefabricado, los supermercados están surtidos con todo tipo de comida envasada, precocinada y congelada y cientos de bebidas de todos los colores y tamaños mientras que, en los pocos puestos informales que se ven, no hay más que cebollas y tomates. Las tiendas de repuestos y neumáticos tienen de todo para los 4×4 y nada para motos. Hay muchos blancos, varios tipos de negros y poca mezcla aparente. Aún donde se comparten los lugares, cada uno tiene su sitio.
Desde el extremo noreste de Namibia empiezo a conducir hacia la costa atravesando una especie de pasillo encajonado entre Zambia y Botsuana. Se trata de una interminable recta con un paisaje todavía conocido pero con un aire más cálido y seco, que me hace sentir un poco como en casa. Cada tanto, hay áreas de descanso y señales de precaución con un elefante en el centro. El resto de vehículos son en su mayoría 4×4, algunos equipados para la aventura, y algunos camiones. La oferta turística está también señalizada incluyendo servicios y distancias. En los pocos puestos que hay en la carretera ya no hay carbón, setas, dulces o vegetales, sino una amplia oferta de elefantes y jirafas tallados en madera.
A orillas del Okavango tengo mi primer encuentro policial. El agente me reprende por no ir bien equipado, debería tener botas y chaqueta, un casco de verdad, protecciones… debería ir disfrazado de astronauta, por mi seguridad. Nos mira con extrañeza, a mí y al maltrecho carnet internacional, pero después de la regañina me deja ir a buscar casa. Hay mucha oferta y el camping que he elegido al azar es, de nuevo, barato. Una parcela delimitada por árboles y setos, con baño propio y cocina, que aprovecho para hacerme una provisión de pan para los próximos días.
Después de un par de días de kilómetros por rectas aburridas, llego a otra población importante. El paisaje ya ha ido cambiando un poco y el último tramo lo he hecho por pista. Ha sido igual que la carretera, pero sin asfaltar. Tramos rectos larguísimos, casi nadie circulando, algún rancho de vez en cuando. Una sensación extraña de encontrarme en un sitio familiar. A veces me recuerda a lo que me imagino que son ciertos sitios de los Estados Unidos, donde nunca he estado pero que he visto en alguna pantalla miles de veces.
En el nuevo camping encuentro a un gordo alemán que huele a cerveza. Me pone de nombre México y a él le bautizamos Prima, nombre elegido en el folleto del supermercado que tiene sobre la mesa que corresponde a las salchichas de bote en oferta. Dice que es un alien y que yo no soy bueno. También sentencia al ver mi moto que “moto grande, hombre pobre; moto pequeña, hombre rico” mientras me sirve con maestría una cerveza de trigo que se hace traer de Alemania.
En mi vida he desmontado tantas cosas que nunca volví a montar, que ahora que estoy con la rueda trasera quitada, la cubierta desllantada, las pastillas del tambor por un lado y la corona por otro, separadores, juntas, tuercas... la sombra de que esta moto nunca volverá a llevarme por África da vueltas en círculos a mi alrededor. Se trata de un nuevo pinchazo. El tercero. Sólo me acerqué desde el camping al pueblo por dar una vuelta y, de repente, la rueda trasera estaba en el suelo.
De entre esas cosas desmontadas está mi primera moto. Una Mobylette Caddy gris de la que me acuerdo mucho estos días de uñas renegridas. Me gustaba limpiar el carburador, ajustar el ralentí y lijar la bujía y las zapatas. El carburador se ensuciaba mucho porque el depósito estaba roñoso después de mucho tiempo de abandono. En una de las operaciones de limpieza salió de él una moneda de 100 pesetas que luego introduje en un surtidor de mezcla. No siempre había para un bote de Bradol. Estas sencillas operaciones las hacía con más frecuencia de lo necesario, sólo porque lo pasaba bien, y el olor a gasolina en las manos me hacía sentir más motorista. O, al menos, de forma más real que cuando, antes de tener moto, me ponía el conjunto de chubasquero y pantalones impermeables rojos, las botas de agua también rojas, guantes y casco y me subía en la bicicleta estática de mi madre (cuyo manillar se podía poner hacia abajo, como semimanillares) a simular participaciones en grandes premios. Yo era de Schwantz, el rojo me hacía parecer más a Lawson, pero ¿y qué? Con tal de dar unas vueltas al Salzburgring, Rijeka o Anderstorp, cualquier patrocinador vale.
Al montarle un tubo de escape racing pasé la rosca del cilindro, por lo que mi tío Javi, de habilidades e ingenio contrastadas, apañó un sistema para sujetarlo a las aletas del cilindro mediante unos muelles. Racing total. Con él conduje por primera vez una moto de marchas, una Montesa Cota blanca, en un camino entre un río y una base aérea que me sabía de memoria y por el que he dado saltos con todas mis bicis y motos. Algún tiempo después me dispuse al desmontaje total con alguna intención más ambiciosa y, por desgracia, nunca volví a montarla. No recuerdo que nadie me regañase por aquello diciéndome eso que da tanta rabia de “algún día lo entenderás”, pero da lo mismo porque ya lo he entendido.
Este pinchazo no lo entiendo, hay una raja junto a la válvula, y no creo que la haya hecho yo al desmontar el neumático porque no he encontrado ninguna otra fuga. Con un apaño, he conseguido volver al camping, pero esta cámara ya es para cambiar por la que estaba en la rueda delantera, que arreglé en el parque Nacional y que tiene ya al menos 5 parches, que es la media que necesito para reparar un único pinchazo. Así que, esta vez, hay que desmontar la rueda, tarea que me tiene ocupado gran parte del día, no sólo porque aprovecho para lijar zapatas, limpiar la transmisión y una ronda completa de apriete de tornillos, sino también porque la tengo que montar y desmontar en dos ocasiones al descubrir que he olvidado colocar algunas piezas la primera vez. Pero creo que para la próxima ya sé cómo va. Y me temo que habrá una próxima, puesto que el neumático trasero tiene una bonita raja que llega al interior.
No hay ni rastro de motos en esta parte de Namibia, a pesar de que en este pueblo hay una tienda. Desgraciadamente, no tienen neumáticos de esta medida y el par de cámaras que he comprado no tienen muy buena pinta con su grosor de guante de cirujano, no como la colección de Hondas de los 70 que tiene el dueño. Hasta que no llegue a la costa, donde me han dicho que probablemente encuentre repuesto, tiene que aguantar.
Consciente de la raja en el neumático y de que la cámara no estaba para muchas alegrías, sabía que acelerar a fondo no era una buena idea. Estaba a unos 60 km de mi destino y no he podido evitar hacer una prueba de velocidad por la pista en cuesta abajo. La prueba no ha durado mucho porque, en el fondo, sabía que no era buena idea. Y, en cuanto corto gas, lo noto. ¡Lo sabía, lo sabía! ¡Mermao! Pinchazo. El cuarto.
Descargo todo lo que puedo y lo llevo a la única sombra que hay en kilómetros. Luego empujo la moto hasta allí. No me cuesta mucho sacar la cámara, por fin sin desgarrarla y comprobar que la raja del neumático no ha tenido nada que ver. Ha sido uno de los pinchazos anteriores, que se ha convertido en una raja considerable que el parche no ha podido contener. Más parches. Parece que está. Devolver la cubierta a su sitio me cuesta lo suyo. Esta vez no pienso hacer nuevos agujeros en la cámara por torpeza o prisas y, aunque más o menos conozco la teoría, algo estoy haciendo mal con esta cubierta que no entra. De vez en cuando, pasa un camión o un coche a toda velocidad proyectando piedras asesinas y envolviéndome en una nube de polvo. No hago intención de pedir ayuda, quiero hacerlo sólo, pero ellos tampoco hacen intención de parar, ni siquiera de reducir un poco la velocidad. Así parece que son las cosas por aquí. La compensación al calor pasado, las heridas en las manos y a haber arreglado el pinchazo es una anochecer rodando por la pista que es cruzada por algún zorro.
En el pueblo no hay nada: ni cámaras, ni cubiertas, ni ganas de pedirlas. Me acerco al siguiente, donde tal vez haya, aunque me aleje de la ruta. Tampoco, sólo un preparado anti pinchazos que parece milagroso. Ahora sé que, probablemente, lo que debería haber hecho aquí es cambiar la cámara delantera, que está nueva y es buena, a la rueda trasera y poner delante una de las que he comprado, metiéndole el líquido mágico este y tirar de una vez la que llevo detrás. Después de 10 km por pista para enlazar con la ruta que pensaba hacer, vuelvo a pinchar. La misma raja del otro día se ha vuelto a agrandar. Esta vez no hay sombra, sólo una gran serpiente que se asoma de vez en cuando al camino, a unos 20 metros. Saco la rueda para cambiar la cámara. Nadie para. Con la práctica que tengo, esta vez el arreglo es casi un trámite.
Una mezcla de pereza y de pensar que si seguían los problemas con las ruedas en esta ruta offroad podrían volverse más serios, me hacen dar la vuelta e ir por carretera directamente al pueblo costero, donde se supone que hay recambio, y olvidarme de los parajes remotos que tenía señalados en el mapa aunque, esta carretera, por fin, se adentra poco a poco en el desierto. Hago noche en un camping alejado de la carretera, dentro ya del parque Nacional y, al día siguiente, a la costa a través de unos 60 km de pista por el desierto, muy divertidos. Premio de consolación. Pensando en desierto y pista sólo llevo una camiseta de manga larga y, sin embargo, la corriente fría del mar y el calor del desierto que se encuentran sobre las dunas hacen que el aire sea casi frío y forman una especie de niebla mezclada con arena que hace un efecto inquietante.
De nuevo delante del mar, esta vez el Atlántico, a 12.000 km (según mi cuentakilómetros) de mis cocoteros, a 81 días de mis mangos. Sentado en un muro del paseo marítimo de Swakopmund siento que este punto es casi un hito en el viaje. Un costa a costa Tanzania-Namibia en la pequeña Boxer habría sonado bien como planteamiento previo. Seguro. Incluso algo impensable o imposible para mí, según el día. Empieza a asomar la idea de dejarlo aquí.
De entre las muchas frases muletilla y expresiones que mi tío Santiago usaba con frecuencia (mientras su gran barriga temblaba por las risotadas) hay una que me gusta especialmente y que uso siempre que puedo: me fumo un puro. Y es lo que pienso hacer, literal. El puro, que me ha acompañado hasta aquí, seguro de que habría algún motivo para encenderlo, me lo regaló mi amiga Helena, a quien conocí gracias al pan. Lleva conmigo demasiado tiempo y veremos cómo está. Pero tampoco soy yo muy exquisito y pienso dar cuenta de él.
Tengo motivos de sobra para decirlo y para hacerlo. Aunque en el fondo haya por ahí alguna cosa que me incordie. Todo este jaleo con los pinchazos, por ejemplo, a veces me parece un trasunto del mismo viaje o de mi propia vida, que es lo mismo, y me trae a la cabeza estas palabras, por motivos evidentes pero, sobre todo, por lo que subyace:
Pero no funciona.
Mostrar piedad, lo sé.
Pero no funciona.
Eliminar el Yo, lo sé.
Pero no funciona.
Acabar con el deseo,
lo sé.
Pero no funciona.
Poner
la otra mejilla,
lo sé.
Pero no funciona.
Vivir el hoy (y no el mañana
ni el ayer), lo sé.
Pero no funciona.
¿Qué hacer, entonces?
No lo sé.
Y no funciona.
Roger Wolfe, Noches de blanco papel (Poesía 1986-2001), Huacanamo, Barcelona, 2008, p. 322.
Y es verdad que no funciona. Desde muy pequeño me pareció que los demás sabían algo que yo desconocía y que, por tanto, debería haber una avería conmigo. Ese algo era una cuestión esencial, radical, cuyo desconocimiento me impedía entender lo que pasaba a mi alrededor, mientras los demás se desenvolvían con soltura, naturalmente. La sospecha de mi avería dejó de serlo hace tiempo, no sólo confirmándose si no, también, multiplicándose y tengo la certeza de que hay cosas que no funcionan y de que, además, la vida es también una avería y no hay nada que entender ni que hacer al respecto.
Pero ¿y qué más da? Mientras tanto, mientras dura, te puedes dar una vuelta si quieres y contemplar el espectáculo. Un parche aquí, un parche allá. Volver a empezar y así. Y, de vez en cuando, poder decir: chs, me fumo un puro. Y además, hacerlo.
Esta vez vas al meollo de la cuestión, la cámara que está debajo de la cubierta y que no se ve pero que, sin ella, no se puede seguir el camino.
Con "avería" venimos todos a este viaje, algunos más hábiles que otros al disimular que la tienen, cuestión de honestidad con uno mismo o por aceptar las creencias sin cuestionarlas. Todo lleva el germen de su polo opuesto, quizá sólo consista en la claridad para llegar a verlo.
"...pero no funciona
...y sin embargo funciona"
(con permiso de Roger Wolfe)
La Pili y tú me habéis disparado la vena filosófica.
Disfruta todo lo que puedas y sepas, estás menos averiado de lo que imaginas. ¡Adelante!
Pues eso, me fumo un puro!❤
únicos e irrepetibles viaje, viajero, panes.
Personal e intransferible. Bueno, lo mejor del pan es transferirlo