Pan, Reflexiones—7.11.2022

Pandemia mundial (valga la redundancia)

Después de unos días en Asunción (Paraguay) puedo afirmar, y afirmo, que la epidemia del pan de masa madre también ha llegado hasta aquí. Además del fenómeno doméstico, en el que muchos ciudadanos se lanzaron a la aventura de hacer pan en casa durante el encierro, unos pocos valientes lo elaboran ya en sus obradores para ofrecerlo al público de su tiendas.

En realidad no era necesario acudir de cuerpo presente para saberlo. De hecho, la proliferación de panaderías que elaboran su pan a partir de fermentos de cultivo propio es un fenómeno alimentado en gran medida por las redes sociales, por lo tanto se puede constatar desde cualquier parte del mundo donde se disponga de una conexión a internet y este interés en concreto.

Con frecuencia estas panaderías son el proyecto personal de una nueva generación de panaderos que ha sido la última en llegar al oficio. Es un hecho que uno tras otro, los estantes de estos negocios ofrecen, a simple vista, un repertorio similar, los establecimientos también se parecen. Y no hablemos de los panaderos… con la barba y el tatuaje de rigor.

Interior de la hogaza estrella de Oveja Negra

Haciendo una taxonomía de chichinabo en la que clasificar a los panaderos por su indumentaria, los de barba y tatuaje, también conocidos como panaderos de Instagram, representamos la panadería contemporánea. Hablamos de trigos antiguos, ya no decimos ecológico, sino orgánico y nos preocupa el aparato digestivo de nuestros clientes tanto como la alimentación de nuestras mascotas microscópicas.

A medio camino entre la modernidad y la tradición están los panaderos de chaquetilla. En ocasiones pueden confundirse con los de instagram, porque llevar chaquetilla no impide tener barba, tatuajes y perfiles en redes sociales. En sus inicios, gastaron mucha escoba barriendo el obrador pero ahora, los más destacados, tienen ayudantes que les pesan los ingredientes cuando imparten clases magistrales con el título Método Pongaaquísunombre. De cada 5 frases que articulan, 3 incluyen la palabra excelencia. Reciben 5 puntos panaderos extra si en la chaquetilla llevan su nombre bordado, y otros 5 si además incluyen la bandera de su país.

Un representante de la panadería tradicional podría ser el panadero de camiseta de tirantes. Individuo nocturno por antonomasia, añora los tiempos en los que podía trabajar con el pitillo colgando de sus labios, aunque el cigarrillo todavía es una unidad de medida del tiempo (cosa que comparto). Puede gustarle su trabajo o no, eso no importa, pero con solo volcar el saco de harina en la amasadora ya sabe si la masa admitirá un cubo de agua o será un cubo y una jarra. Forma chuscos por miles, a dos manos y a la velocidad del rayo.

No es extraño que chaquetillas y tirantes miren con suspicacia a barbas y nos hagan responsables de diversas ofensas imperdonables contra multitud de cuestiones panaderas y con frecuencia nos consideren intrusos, puesto que muchos hemos llegado a la panadería rebotados de otros campos profesionales y no como el último eslabón de una venerable saga de panaderos.

Una de las cuestiones susceptibles de ser criticadas es la ya comentada homogeneidad en el estilo de panadería que desarrollamos. Formulaciones, variedades, formatos y técnicas se extienden por todo el mundo a través de las pantallas. Y de ahí a los estantes.

Se puede caer en la tentación de pensar que esto perjudica de alguna forma la diversidad del acervo panadero más tradicional de cada lugar, contribuyendo irremediablemente a su extinción, para lamento de los más nostálgicos. En realidad, queridos chaquetillas y tirantes, nosotros ni siquiera estábamos ahí cuando se desgració el asunto.

Resulta fascinante que, en un mundo anterior a internet, a miles de kilómetros de distancia, personas que jamás sabrían nada el uno del otro llegasen a las mismas soluciones para la elaboración de sus especialidades puramente autóctonas. A lo largo y ancho del planeta, muchos de los panaderos que mantienen vivas sus propias tradiciones ancestrales comparten gestos y procedimientos parecidos.

Hoy, un barbas en Asunción y una tatuada en Madrid pueden aplicar simultáneamente la misma técnica en la rutina de refrescos de su masa madre, por ejemplo, compartir sus experiencias a tiempo real (entre ellos y con el resto del mundo), y sacar del horno idénticas hogazas fotogénicas.

Ni siquiera la nostalgia es ya lo que era.

Por supuesto, el movimiento masamadrero no escapa al esnobismo y puede entenderse como un producto más de la globalización. La panadería también es permeable a esto, faltaría más. Lo que está por ver es si al final su propagación contribuye a la uniformización cultural o por el contrario supone un aporte diversificador.

Precisamente, gracias a su expansión, ya no es necesario ir hasta San Francisco para comer un sourdough bread, a Milán a por un panettone o a Estocolmo a buscar un semlor. Pero también hay mucho barbas capaz de combinar modernidad y tradición y que está encantado de poder ofrecer a quien las quiera sus piezas tradicionales favoritas. Me consta.

Es cuestión de tiempo que la nueva generación de panaderos se integre y se afiance. Y que llegue una segunda (conmigo que no cuenten). Mientras tanto, habrá rescates, fusiones y nacimiento de tradiciones, aunque desgraciada e inevitablemente (pura ley de vida), muchas elaboraciones quedarán, con suerte, en el recuerdo. O ni eso, porque la brecha ya estaba abierta hace tiempo.

La rosquita de Proust

Entre la multitud de panificados tradicionales que existen en Paraguay, está la familia de los panes secos, y en esta, el coquito, el palito y la rosquita son tres hijos de una misma madre. 

Esas tres variedades son formatos distintos de una misma masa, que se elabora con harina blanca de trigo, mantequilla, azúcar y anís en grano. La primera vez que probé la rosquita fue un viaje instantáneo a la infancia en la cocina de la casa de mi familia. Me sentí royendo el pico del bollo de aceite que traía el panadero los sábados por la mañana. En su Renault 4 furgoneta de color verde, para más morriña.

No es ningún descubrimiento (este tampoco) que la rosquita y aquel bollo de aceite tengan un pasado en común. Se podría poner una bolsa de cada en la vitrina de cualquier panadería de Sevilla y pasarían desapercibidos, camuflados entre picos, colines y rosquillas.

La rosquita y sus hermanos, a su manera, son el resultado de una homogeneización del mundo del pan. Del mundo mundial, en general. Ese tipo de panes secos, por su conservación, son típicos del menú de los barcos, por lo que podemos suponer, en un ejercicio de historia-ficción, que sus antepasados llegaron subidos en uno y que, a lo largo del tiempo se han ido metamorfoseando dando lugar a mestizajes exquisitos.

Hoy por hoy, en pleno año 2022, se trata de panes auténticamente paraguayos, con todo el crédito y el peso de la tradición, aunque en su día sus ancestros se colasen como unos intrusos en los dominios del maíz y la yuca.


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10 comentarios

  1. Vaya! Me he levantado corriendo a por una rebanada y....!
    Si la quiero ..........congelada !
    Rorcas y rosquitas no se han visto por aquí pandemias por medio...

  2. Buscando similitudes entre rosquita y pan de aceite de la furgoneta Renault 4 verde... Te acuerdas qué nombre lucía el toldo de su venta al público de la calle de las cruces?? 😳 Laín

  3. Hace mucho que he renunciado al bollo de aceite después de muchos intentos de encontrar aquel que evocas Joaquín. Ahora no hay más que una versión: un bollo al que se le ha escatimado el aceite,, sin su capital brillante, sustituida por un montón de azúcar que se queda reseco antes de que acabe el día...


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