13. Noruega capital Arusha
No hay nadie a quien dejar la llave de la habitación, así que la pongo junto a la cocina portátil en la que me hicieron la cena anoche. Es muy temprano. No tengo nada que hacer aquí y sí mucho camino por delante y cierta inquietud por ver qué pasará en las puertas que crucé ayer y por donde se suponía que no me iban a ver el pelo nunca más.
Llegar hasta la primera me lleva al menos dos horas, un repostaje y tres plátanos y no presenta mucha complicación cruzarla. Por alguna razón, el tipo al otro lado de la ventanilla confunde las fechas y cree que, aunque en el ticket que me dio ayer su compañero tiene la fecha correcta, yo pagué por un día y he estado una semana. No entiendo esa confusión. Afortunadamente, el poder de la letra de imprenta en un documento aquí parece alcanzar un valor supremo e incuestionable y, como es indiscutible que pone 2-2-2017, puedo pasar sin que se fije en los campos sin rellenar del libro de registros. Me deja pasar con una sonrisa y sin que haya tenido que sacar la cartera. Primera puerta superada.
Confiado, acabo llegando a la segunda. En esta se hizo todo de manera más extraoficial y en la chabola no tienen ni máquina de tickets, ni libro de registros, ni nada. Me han visto llegar desde lejos y, antes de que pueda parar y quitarme los guantes, se acerca alguien que no estaba ayer, a pedirme explicaciones. Me pongo cómodo, saco tabaco y le cuento lo mejor que puedo por qué ayer pasé por allí con una historia y hoy aparezco por allí de nuevo. El chico desconocido se pone un poco dramático diciendo que les he mentido y que he roto mi palabra, pero todos acaban entendiendo que no me quedaba otra opción que volver por el mismo camino.
Además de los dos que estaban ayer (que son quienes se ocupan de la puerta), están este abogado del diablo y otro chaval. Estos resultan ser profesores en la zona. Vienen de Arusha de cobrar su sueldo y el autobús les ha dejado en la caseta. Ahora tienen que encontrar la manera de llegar hasta la escuela, que está en dirección al lago, alejada de la pista, y que es donde viven desde hace tres años.
Como he salido muy pronto, todavía es temprano. Por eso, cuando me dice que sería de gran ayuda para ellos y para la comunidad si les acerco a la escuela, que asegura que no está lejos, me lo pienso. Para eso, tengo que dejar el equipaje en la garita que, de entrada, no me hace mucha gracia. Pero, los porteros, al ver que les voy a llevar, parecen contentos y todos nos ayudamos entre todos y buen rollo y pacha mama.
Cuando acepté a llevarles me imaginaba que sería una cosa más o menos fácil y rápida. Haría algo por ellos altruistamente, me valdría para conocer una escuela local, pasar un rato y continuar con mi camino habiendo expiado la posible culpa por haber mentido a los porteros a la ida. Supongo que en mi cabeza me lo había compuesto más o menos así. En seguida, salimos de la pista y la cosa se complicó. Íbamos los tres, cada uno con una mochila pequeña, por un camino arenoso que se volvía más y más difícil. El justiciero hablándome a la cepa de la oreja y yo, entre concentrado en conducir y entre pensar qué coño estaba haciendo cuando, al señalarme dónde íbamos, el kilómetro que me habían dicho se convertía en 10. Y mis cosas en la garita. Y yo, alejándome de todo con dos desconocidos. Qué ingenuo papanatas, ¿si estaba tan cerca por qué no van andando?
Pero la pista se pone tan complicada que me dedico a conducir intentando alejar la paranoia de mi cabeza. No soy bueno en arena. Encima, yendo tres, tengo una postura incomodísima y mucho peso en la rueda delantera y, en un banco de arena profundo, esta se clava y salgo por encima del manillar. Todos estamos bien, sólo me he dado un golpe en la pierna y he roto la camiseta, aunque también me doy cuenta de que he perdido un guante en algún momento antes de la caída. Los llevaba atados al manillar y, a saber dónde se cayó, espero toparme con él a la vuelta. La parte buena es que el manillar, que se había torcido un poco en una caída tonta, en parado, el otro día, con esta se ha vuelto a poner derecho.
Parece que no llegamos nunca, sufro por Pili y por mí y que duden del camino me hace dudar de ellos, pero la verdad es que me lo estoy pasando bien adentrándome en territorio masai. Finalmente, compruebo que el colegio existe. Está en medio de ninguna parte. Consiste en cuatro o cinco edificios que hacen las funciones de aulas y viviendas de los profesores. Aunque es viernes, allí no hay nadie dando clase y sólo encontramos a un par de profesores que están preparando comida sobre el fuego, en un lateral de las viviendas.
Un poco alejadas, hay un par de barracas donde uno de los profesores ha montado una tiendecilla con algunos comestibles, bebidas y medicinas. Tiene también un molino conectado a un motor diésel donde los vecinos llevan su grano a moler. En la otra barraca hay alcohol, artículos de droguería, ferretería y ratones. Hemos venido a por agua fría. Me dan una botella de agua y no le he dado el primer trago cuando me traen una cerveza. Zacarías, que de los profesores es el que más habla, toma un Sprite; el otro, que parece más joven, se está enchufando una bolsita de 100 ml de ginebra.
Las tiendas hacen como una pequeña plaza en medio de la nada donde se reúnen masais de la zona que charlan, beben o simplemente están allí, a la sombra. Nosotros vamos a un árbol, donde a Zacarías le gusta ir a reflexionar y discutir ideas con compañeros después de las clases. El paraje es precioso, rodeado por volcanes, muy cerca del borde del lago Natron, hay acacias y nacederos de aguas subterráneas. Como estamos en un punto elevado, hay una panorámica impresionante y cerca del lago se ven cebras, ñus y alguna jirafa, que por la tarde se irán acercando al pequeño bosque más cercano a la escuela. No creo que estar en el Serengueti sea mucho mejor que esto. Después de bañarnos en la pequeña poza de un nacedero donde pequeños pececillos me hacen una limpieza de pies, seguimos la charla de nuevo en la plaza. Pili se había quedado allí junto a otras motos masai y ahora hace de banco para uno de ellos.
Estoy pasando un buen rato, la mayoría de mis cosas siguen en la garita. La mochila pequeña donde llevo el pasaporte y el resto de papeles se ha venido conmigo, pero la había dejado en la tienda mientras íbamos al árbol y a la poza. Comprobar discretamente que sigue allí, intacta, me ayuda a relajarme un poco más y a disfrutar de estar allí, hablando con un masai que parece el padre de Giamba aunque, en realidad, es algo más joven. Me siento afortunado y, como la tarde se va acabando y el camino de vuelta es largo, me va pareciendo buena idea aceptar la invitación de quedarme a dormir en la escuela. Aunque eso signifique volver a mentir a los porteros, que me han dicho expresamente que no me pierda por allí, Zacarías me asegura que no habrá problema, que son amigos.
Las cervezas han ido llegando a mis manos como por arte de magia. Lo tomo como muestra de agradecimiento. Zacarías me pregunta por las llaves de la moto. Las tiene que tener él, que ha sido el que ha conducido desde el colegio mientras yo iba andando con el otro profesor. Zacarías no tiene la llave, pero le quita importancia. A mí me importa lo justo, tengo la otra copia en la mochila. Sin embargo, mientras me ha dejado con el abuelo masai, le veo ir de la moto a la tienda, hablar con unos y con otros, ir y venir y, finalmente, desaparecer.
Acabo de abrir la última cerveza y aparece una nueva. Lo tomo como muestra de que alguien quiere que me emborrache. Empieza a no gustarme esto.
Aparece Zacarías, que me da la llave sin más explicaciones y, enseguida, nos vamos al colegio. Aunque trata de parecer calmado, se nota cierta urgencia. Apenas hemos aparcado cuando llegan tres motos con cinco o seis masais y ya no puede disimular la preocupación. Empiezan a hablar, empieza a subir el tono. Obviamente, hablan de mí. Los que no intervienen, me miran de arriba abajo. A algunos, los he saludado en la “plaza”. Zacarías está indignado, pero no tengo ni idea de qué están hablando. Se está haciendo de noche y veo que no llegan a ninguna conclusión, lo que me va acercando a una situación cada vez más complicada. Nadie se ha dirigido a mí directamente y estoy harto de tener interlocutores que no sé qué dicen ni me explican qué pasa. No he hecho nada malo y no entiendo a qué viene todo esto. Les explico a todos quién, cómo, etc. Añadiendo que estoy allí por hacerle el favor a Zacarías y a su compañero y, por extensión, a todos los niños que van a ese colegio, a pesar de que eso suponga haber dejado todo lo que tengo en ese país a miles de kilómetros de mi casa en una caseta con unos desconocidos y que, si alguien tiene algún problema con que esté allí, cojo mi moto y me voy.
Un canijo, que me dicen que es el director del colegio y que, hasta ahora, parecía un mediador entre Zacarías y los masais, me dice que, si les puedo enseñar algún documento, puedo dormir allí y largarme temprano por la mañana. ¡Es todo tan ridículo! Les enseño el pasaporte, los papeles de la moto y el manual de usuario. Lo saco como broma y, sin embargo, lo cogen y examinan. Aún tengo que explicar por qué hay dos sellos de entrada en Zanzíbar (el segundo lo pusieron a la vuelta de Dar es-Salaam) y, ya que quieren detalles, les leo uno por uno los datos del pasaporte, hasta la oficina de expedición que está en la Plaza de los Campos.
El director me dice que está todo bien, que esa gente es un consejo de personalidades de la zona y que me vaya a lavarme, que lo que van a tratar ahora ya no me concierne. Yo no entiendo nada y estoy ya saturado de todo esto. Me echo dos cubos de agua por encima y, cuando salgo, aún siguen con la Asamblea, así que me quedo por allí detrás, sin hacer ruido, hasta que oigo cómo van arrancando las motos y alejándose. En ese rato que estoy solo, al anochecer, viendo cómo los animales vuelven del lago al bosque, no me puedo creer estar allí y que me haya metido en esto. Quiero explicaciones, pero todo lo que obtengo es que todo está bien, que puedo dormir allí y que mañana uno de los masais me acompañará a la puerta.

Ya sí que no me queda otra que esperar a mañana porque con todo este circo se ha hecho de noche. Volvemos a la tienda y Zacarías vuelve a desaparecer. No estoy nada cómodo pero un rato de charla con otro profesor hace que me olvide de todo un poco. Cuando vuelve, le está pegando a la bolsita y cuenta con voz misteriosa historias de animales. Se oyen hienas y no parece que estén muy lejos.
Otro viaje a la escuela. Me deja en la habitación del dueño de la tienda, que está a punto de cenar con su mujer. Comparten conmigo té y arroz mientras en la tele pasan vídeos de negros opulentos y pretendidamente gangsters. También está con nosotros el dueño de la otra tienda, que es pequeñajo y callado. Estos tres me caen bien, me alegro de que Zacarías desaparezca un rato.
Me ha preparado un colchón con mosquitera en un porche y creo que, por fin, voy a poder dormir. Todavía no sé en qué estaba pensando. Se ha puesto tan pesado y tengo tantas ganas de dormir que al final le he dejado las llaves de la moto. Antes de que le dé tiempo a irse, me doy cuenta de lo que he hecho y salgo a por él. Se pone terco y, pensando en que va a la tienda de nuevo, le digo que le llevo. La tienda está cerrada, claro, acabo de cenar con los dos dueños en la misma habitación y me da indicaciones para subir por una ladera hasta un poblado masai. El cabrón está borracho y quiere tirarse a una masai. Pues vamos, estoy en tus manos así que acaba con esto de una vez y que sea ya mañana. El cabrón se permite aleccionarme sobre cómo es allí la vida, sin darse cuenta de que lo que está haciendo él se hace en todo el mundo y que ya lo he visto muchas veces en otros decorados. Así que trato de ignorarle todo lo que puedo sin poner dificultades para que esto acabe cuanto antes.
Encontramos al jefe masai en la entrada que nos lleva a la puerta de una choza. La noche es muy oscura y la linterna del jefe ilumina muy poco pero intuyo siluetas, oigo y huelo a las cabras que están en su propio círculo dentro del círculo. Nos sienta en unas piedras, él en medio y nosotros, a los lados. Saluda a una mujer poniéndole la mano en la cabeza y Zacarías hace lo mismo. Por si esto es parte del ritual de prostitución masai, mejor me estoy quietecito.
Al final, me toca pagar la ronda de bolsitas (que pago al jefe y que trae una mujer) y estamos ahí quietos y en silencio. Tanto rollo para ir a beber al chino de la esquina.
Delante de nosotros, tenemos a dos masais, hablando a la luz de su smartphone. Un chico, que nos hemos encontrado a la entrada del poblado cuando ya creía que nos íbamos, me dice que están hablando sobre el día que han tenido con las cabras. Él, al contrario que Zacarías, sí ha entrado a la cabaña a hacer no sé qué mientras me deja a cargo de su mochila y sus bastones. En la loca noche del viernes en el Valle del Rift se va a pillar a los poblados masais (por si no lo sabes, Lonely Planet).
Por fin, bajamos. El cabrón ya no sabe ni dónde está la escuela y me cuesta un rato encontrarla. Mientras meo en un árbol, el desgraciado se ha metido en mi cama y está prácticamente inconsciente. Ni se inmuta con mis sacudidas, así que me resigno a compartir la cama. Apenas me estoy quedando dormido cuando el muy desgraciado empieza a tener arcadas y vomitar. Lo que me faltaba es que este imbécil haga un Bon Scott y amanezca ahogado en su propio vómito. Como está de lado, salgo de la mosquitera y me tumbo sobre el suelo del porche. La noche está bonita a pesar de todo y me fumo un pitillo hasta que no se oyen más arcadas mezcladas con hienas.
Duermo fatal y, apenas ha amanecido, cuando el cabrón empieza a darme la turra con lo mal que se siente por haberme echado de la cama. Bajamos a la poza más cercana a lavarnos la resaca. Mientras tanto, me sigue dando la paliza. Toda su palabrería es, una vez más, discurso vacío —como ya ha quedado demostrado— pero es imposible hacerle callar. Cuando regresamos, algunos de los masai del consejo andan por allí y me espero un nuevo capítulo de absurda tertulia. Noto hostilidad. Me quiero ir, me quiero ir. Ahora resulta que no me escolta nadie. Al contrario, me toca llevar al tendero canijo hasta la puerta, pasando antes por su tienda a por el desayuno. Coca-Cola Zero para mí, Sprite para Canijo, bolsita para Cabrón. Lo que me faltaba por ver. Y por oír. El mamón empieza a llorarme, me suelta no se qué monserga, pero no me dice lo que quiere. Con todas sus teorías de ayer por la tarde sobre las razas, el trabajo, el conocimiento, la libertad y lo dura que es la vida por aquí, me está llorando por dinero. Me siento ridículo siquiera insinuando que podíamos haber guardado el dinero de las bolsitas —sobre todo de esta de las 7 de la mañana— para eso por lo que llora. Para este viaje no hacían falta estas alforjas: si todo es por dinero, haberlo dicho antes.
No soporto más aquí. Le dejo en la escuela. Me pregunta cómo me llamo y me ordena que le de mi contacto al tendero, que él ya se lo pedirá. El muy patán. Y yo, qué imbécil, víctima de mí. Todavía me queda volver por ese camino infernal, espero no caer y recuperar mi guante. Canijo me indica un camino que no me suena y, como está en mejor estado, creo que es sólo un atajo. Al salir a la pista, comprendo que estamos más allá de la puerta, pero él me señala la otra dirección. Ya sí que no, jajajaja, ¿dónde mierda quieres que te lleve? Pretende que le lleve hasta un sitio que está bastante lejos, por el camino por el que llegué hace ya ni sé cuánto tiempo. Le pego cuatro gritos y le suelto toda la tensión acumulada pero, al final, le llevo. Él no tiene la culpa, no tengo nada en su contra y, sin embargo, todavía tengo que recuperar mi equipaje. Si se me ocurre dejarle aquí tirado quién sabe lo que podría pasar si empiezan a tirar de teléfonos móviles.
El canijo está pegado a mi como si fuésemos tres en la moto. Me preguntó qué hostias quiere, échate para atrás, hombre. Pero son así, les gusta estar cerca, compartir fluidos, tocarte y salpicarnos con su sudor. El camino se hace eterno. Quiero irme de allí, quiero recuperar mis cosas, quiero ser noruego y estar lejos de esta panda de manipuladores interesados, de charlatanes que se han aprendido el discurso repitiendo como papagallos cosas que no saben lo que significan. Que lloran sin parar como si fuese el único sitio del mundo donde ganarse la vida sea una lucha diaria… estoy agotado, no puedo más. Le dejo donde va y el pobre no sabe cómo darme las gracias. Creo que la mierda que había en mi cabeza ha atravesado el casco y le ha salpicado. O habrán sido los gritos.
Vuelvo a toda la velocidad y todos los masais que me he cruzado a la ida me saludan sonrientes. Claro, me han visto pasar con el negrito. Iros a la mierda, racistas. Me quiero ir, me quiero ir. Llego a la puerta con mi mejor sonrisa, todavía no he acabado. El masai no entiende nada: por qué no volví, por qué aparezco por el otro lado, ¿de qué vas, muzungu? Me siento a contarles una versión improvisada omitiendo todo lo que siento en este momento —o al menos suavizándolo— y evitando aquello que me imagino que puede ser un problema. La broma de que voy a montar un negocio: bodaboda muzungu le hace gracia al alto, que me invita a plátanos y a un líquido blancuzco y grasiento que rechazo elegantemente. Mis cosas están ahí. Cargo la moto y salgo antes de que se tuerza algo, antes de que surja la ocasión de no saber decir que no a algo.
Quiero salir de aquí. La pista es un infierno de roca volcánica, conforme me alejo del valle me acerco a la zona próxima a la entrada del Ngorongoro. Indefectiblemente, cada masai que me cruzo me hace gestos de que pare y extiende la mano para que lance golosinas muzungu. ¿¡Qué queréis de mí!? ¡¡Dejadme en paz!!
No paro de dar vueltas a todo lo que ha pasado. Todo lo que se supone que he hecho mal con el equipaje, los documentos o el dinero no ha tenido la más mínima importancia. Toda la rabia se debe a haber hecho cosas que no quería hacer y a no haber sabido decir que no. A haber sido un ingenuo cayendo como muzungu en trampas para muzungu.
Estoy agotado y resacoso. Huelo a sudor, a cabra y a alcohol barato. Me quiero ir a Noruega. Sé que así no puedo seguir y que estas cosas que he pensado no son la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Necesito descansar y ver qué queda de todo esto. Recuperar fuerzas para seguir con el viaje y quitar la morralla de estos días para que la sustancia me sirva para avanzar. Aquí, en Noruega o en la China Popular.

Joaquin eres un fenómeno. Qué aventurero. Un abrazo. Te seguimos alucinados....
Pegada al texto hasta la última línea...
Respiro aliviada al comprobar que no pierdes a Pili, ni tus documentos ni el equipaje. Sobre todo recuperar fuerzas, buen baño, ropa limpia y a volar. Un abrazo muy fuerte.
Pegada a tu relato no se puede dejar de leer con la intensidad de estar viviendo tus experiencias. Te quiero maestro