26. Monsieur le blanc
Se están acercando en mi espejo retrovisor. Son tres en la misma moto que acabo de adelantar. Vienen muy pegados y, de repente, noto cómo empujan mi moto hacia un lado. Obviamente, intentaba pasar demasiado cerca y uno de los dos pasajeros ha tenido que separarnos. Van riendo, disminuye la velocidad hasta que vuelvo estar a su altura. Entonces, claramente, el de atrás empuja la bolsa que llevo sobre la parrilla. En realidad, es su trayectoria la que más cambia pero no es eso lo que intentan. Dejo que pasen y me encaro. El de atrás, ríe y, el de en medio, con la cara desencajada, grita lo que sea y amenaza con el puño cerrado. Improperios chaneros desde la Bajaj. El conductor comienza a hacer eses bruscamente. Una de ellas, al tocar con el caballete en el asfalto, les lleva al arcén y casi caen por el escalón entre la calzada y la tierra. Desde la Pili se ven tres pares de piernas dislocadas y una nube de polvo. Imbéciles, morfotipos. Vuelven a estar en mis espejos. Al final de la cuesta arriba que empieza, se ven unos conos, signo inequívoco de que hay uno de los frecuentes controles policiales. Desisten de su persecución. Cobardes.
Iba tan campante con mis rodamientos nuevos y la cerveza Cuca a la que me invitaron en el taller que está al lado de la pensión que huele a pis de mis amigos congoleses, que también me invitaron a una cerveza (Nocal en este caso), cuando pasé a despedirme. Y estos tres niñatos han tenido que venir a tocar las narices. Ya he entrado en la provincia al norte de Angola que se llama Zaire, veremos si hay más de esto o qué.
Con la operación de los rodamientos no he podido salir hasta las 12 de Luanda, que requiere otra buena hora hasta estar en carretera abierta. De modo que, aunque el objetivo es Soyo, en la desembocadura del río Congo, no puedo hacer más que medio camino antes de que se haga de noche. Estoy llegando a Nzeto. Un poco antes hay una indicación de que a la izquierda sale un camino hacia la playa. Aún hay luz, vamos a ver qué hay. En cuanto giro lo noto: rueda pinchada. Matías Prats hijo sale de detrás de los matorrales gritando: ¡pero esto qué es! Un histérico… yo empujo la moto por el camino hasta que no se nos ve desde la carretera y empiezo a cumplir con mi penitencia particular.
Ya sí que es de noche, al final del camino la playa, a la izquierda se ve, pequeña, una hogera. En frente, la espuma de las olas parece fluorescente. Aquí me quedo. No he visto camino que lleve a la hoguera, pero tampoco me interesa mucho, serán otros acampando o yo qué sé. Pienso en dormir sobre la moto, que ya le tengo cogida la postura y en la arena hay marcas de agua, parece que la marea sube mucho y no quiero que me pille dentro de la tienda en mitad de la noche. En la explanada, un poco elevada sobre la arena donde he parado, hay un montón de latas y cristales. La linterna alumbra poco y no veo un hueco limpio. Tampoco me apetece dormir haciendo de fakir.
Me queda una lata de berenjenas asadas y otra de sardinas. Pensaba comerme solo una, pero no lo puedo evitar y al final las mezclo. Las berenjenas son impresionantemente buenas y con la mezcla casi se me saltan las lágrimas. Encima sin fregar. Me quedo frito tumbado sobre la moto durante el cigarrillo de sobremesa y, al primer sobresalto, pensando que me caigo, limpio un trozo de suelo con el pie y monto la tienda. Empiezo a estar empapado.
Por la mañana pasa a saludar un señor bastante mayor con el que ya hemos cambiado unos gestos lejanos cuando iba al cuarto de baño llamado Atlántico. Es el responsable de la hogera. Por la noche no se veía nada, pero tiene allí su casa rodeada de una empalizada, junto al mar. Va con su machete a cortar algo por ahí, pasando por mi terraza.
De esta etapa, de Luanda a Cabinda, tengo la referencia de El Búfalo, un gaditano que hace unos años subió de Sudáfrica a Cádiz en una 250 cc acompañado de una tabla de surf y un presupuesto bastante limitado. Por haberlo leído en su blog sé que hay barcos que unen Soyo con Cabinda que, por si no lo he dicho antes, es una provincia angoleña que queda separada del resto del país, encajonada entre los dos Congos y el océano, y a donde me dirijo para evitar pasar por la República Democrática del Congo. El caso es que en sus relatos habla de un tramo de pista de cierta dificultad. Hoy los chinos, como en tantos otros sitios del continente, ya están construyendo una carretera donde antes había pista. Pero aún no han terminado. Así que lo que antes era una pista hoy es el camino de servicio de cientos de camiones, excavadoras, autobuses… y un blanquito en una Bajaj. El aire más puro que puedo respirar en este trayecto es el que pasa por el filtro de mis cigarrillos AC (angolano combatiente, me ha dicho uno que significa) cada vez que paro a descansar del traqueteo.
Hacia las 14 h estoy en Soyo y empiezo a buscar el puerto, que es de donde uno supone que salen los barcos. Doy con la entrada a una zona portuaria: tiene barrera, semáforo y seguridad. Es un puerto, sí, pero el uso está restringido a la plataforma petrolífera que hay en el recinto. Los barcos que van a Soyo (canoas, las ha llamado el segurata) salen desde otro sitio, en el barrio de Kibumba. Para llegar al puerto de canoas hay que dejar una vía principal y adentrarse por calles de arena fina, tapizada en algunos tramos por una alfombra de plásticos multicolor. Estas calles son como corredores de un bazar, a ambos lados se suceden comercios y puestos de todo tipo. Por la arena tapizada, pequeños taxis blanquiazules, motos, carros y el blanquito en su Bajaj.
A la izquierda se abre una calle que baja hasta el río con un portón en medio. Pregunto al policía y sí, es allí. Antes del portón son chiringuitos. Después, la oficina de inmigración, la fiscal y la tranquilizadora unidad de investigación criminal. Hay mucho trajín y vuelvo a preguntar a los oficiales. Mi pregunta es sencilla: sólo quiero saber si desde ese portón salen los barcos a Cabinda y qué tengo que hacer para ir en uno junto a la moto. Pero no tan rápido. ¿Quién eres? ¿De dónde vienes? ¿Por qué vas a Cabinda? Entrego el pasaporte, que desaparece para que le hagan una fotocopia en algún sitio. En las oficinas no hay nada más que una silla, una mesa y un archivador. También una foto del omnipotente presidente, comandante en jefe de las fuerzas armadas y padre de “la princesa”, dueña de innumerables torres, hoteles y centros comerciales en la capital y, supongo, en otros muchos sitios. En seguida, me informan de que no es posible ir en el mismo barco que la moto, que no me está permitido por mi seguridad y la señora Policía, una de ellas, me acompaña a donde están los barcos para que vea por mí mismo el por qué.
Pasado una segunda puerta se encuentran fondeadas muchas embarcaciones de distintos tamaños, barcas de madera que están siendo cargadas o descargadas por jóvenes que transportan la mercancía sobre la cabeza, sumergidos hasta el cuello. No hay muelles, ni grúas, ni una ventanilla para los tickets, ni orden ni concierto. La agente me presenta a Mustafá, que dice que es de confianza, de la casa, para que hable con él de lo de embarcar la moto. Mustafá, al contrario que el resto de la gente que trabaja por allí, va impecable. Es bastante joven, con gorra de béisbol y camiseta amarilla. Su acompañante en seguida me suelta un precio: 20 pãos, que es como si dices 20 talegos, motivo por el que Mustafá le afea la conducta, ¿qué manera de hablar es esa? El precio es indiscutible: lo intento, pero no hay manera. Incluye la carga de la moto, el transporte y la descarga.
Aunque la Policía sigue a mi espalda, le pregunto por la posibilidad de ir en el mismo barco. No hay ningún problema, llevan gente continuamente. Le explico que, sin embargo, la policía dice que yo no puedo ir, pero él tiene la solución: a las 19 ya no hay policía y el portón queda cerrado, sólo dejan una pequeña puerta para que pasen los marineros así que viniendo a esa hora puedo subir sin problemas. Sin problemas aquí, pero ¿qué pasa a la llegada? Su respuesta es que si tengo mis papeles en regla no pueden hacer nada. Hacer todo este trato con la agente a mi espalda y con el Mustafá diciendo que sí a todo y queriendo cerrar el trato con cierta prisa me hace decidirme rápido. Es común que te metan prisas, con la urgencia se aseguran un trato a su favor, pero no lo he podido negociar mejor, dadas las circunstancias. El barco sale a las 4 de esta noche y debe llegar hacia las 14 h. No vuelve a haber otro hasta dentro de dos días, dice Mustafá, quien me da su número para que le llame luego, cuando esté listo para la operación.
La Policía ya sabe que embarcaré la moto más tarde, pero piensa que yo iré en un aviotaxi que hace esa misma ruta. Hace copia de la documentación de la moto y dice que informará a sus compañeros de Cabinda. Yo, por mi parte, tengo que hacer tiempo y pensar un poco si voy en barco o en avión. La verdad es que ir en barco puede tener su gracia, pero puede traer problemas que no sé hasta dónde pueden llegar. Ir en avión me da pereza, buscar los transportes, cuadrar las horas, encontrar la moto allí, no sé… entre otras consideraciones más o menos importantes, me parece más sencillo ir juntos en el barco.
Me hago con algunas provisiones, las queridas sardinas, las astringentes manzanas y el imprescindible agua. Y cigarrillos. No ha pasado mucho tiempo pero vuelvo para embarcar la moto. Todavía está la Policía que me pregunta si ya he encontrado hotel y arreglado lo del avión. Sí, bueno, más o menos. Embarco la moto y voy a ello. Bajo con la moto al portón y en seguida me rodean: unos, sólo por curiosidad; otros, para darme instrucciones de qué hacer o con quién hablar. Llamo a Mustafá, que aparece en unos minutos. Uno de los que me rodeaba, que decía que iba a cargar la moto él sólo, fanfarroneando de bíceps, se lleva la moto a través del portón. Entre él y tres más, la llevan sobre los hombros por encima del agua hasta una barca, más bien pequeña, que está bastante apartada de la orilla. Ya está dentro y ahora sólo queda esperar a que no haya moros en la costa para subir yo. Y esperar de nuevo hasta que zarpemos.
Esperando la hora en uno de los chiringuitos que me ha enseñado Mustafá me empiezo a acojonar por todo. Ya es de noche, la música está a todo volumen, distorsiona en cada altavoz de la calle, al menos uno por chiringuito. Todas las canciones suenan igual, una mezcla de rap a tope de autotune, ritmos africanos y agresividad. Ya he visto bastantes vídeos que también parecen uno sólo. Siempre consisten en un desfile lujurioso de chulos, jacas, oros, billetes y coches de lujo. Me intimida un poco el escenario, el barco y la llegada. Voy a hacerlo, voy en canoa. No quiero perder de vista la moto ni mis cosas y no quiero perderme esta oportunidad, por mucho miedo que me de. Quizás soy un idiota, o un inconsciente, pero un motivo importante para no ir en avión es lo aparatoso de tener que buscar taxi, sitio para dormir, taxi otra vez, avión… y lo mismo a la llegada. A un sitio que no sé cómo es, donde tengo que encontrar una barca que lleva mi moto, donde no podré huir de los problemas a golpe de gas… No tengo internet en el teléfono, nadie sabe que estoy aquí ni lo que voy a hacer. Las autoridades piensan que esta noche ningún turista irá por mar hasta Cabinda. También esto me asusta y envío un par de SMS con el teléfono español, por si pasa algo y no doy señales de vida, que al menos alguien sepa por dónde empezar a buscar.
Cuando alguna vez aparece Mustafá por el chiringuito para ver si todo va bien intento aclarar un poco las cosas, pero no resulta fácil, todo está bien aunque depende de mí si quiero ir en avión, es lo único que puedo obtener. Pero, por fin, nos movemos. Ahora somos cinco los que bajamos hacia el portón, ya cerrado.
Ya me veía en pelotas yendo por el agua hacia el barco, pero no. En la orilla nos han hecho subir a un bote sin decir nada más. Del bote a una barcaza bastante grande, que no es donde está la moto, a sentarnos sobre la mercancía que ya está cargada y cubierta de lonas. Deben de ser las 20 h. Ya es completamente de noche, sólo se ven siluetas recortadas contra el resplandor del pueblo, luces de linternas y de pitillos. De los 5 que bajamos hasta el portón hemos quedado dos en el barco. Carlos, que también estaba en el chiringuito y con el que no consigo hablar más de cinco frases. Después, el único rastro de trato humano es el ofrecimiento de alguien para traer agua y algo de comer. Se lo agradezco, pero ya tengo. “El blanco tiene de todo” dice Carlos con un tono resentido. Me acoplo sobre la lona apoyado en lo que creo que son cajas de cerveza. A mi lado hay un bulto que ya estaba allí cuando llegamos, es alguien que duerme. Recostado sobre la lona me llegan los sonidos de gente que se llama a gritos, motores a tope intentando alguna maniobra y, de vez en cuando, algún chof. La cantidad de barcos, unos junto a otros, hacen de pasarelas entre ellos y por delante de mí no para de pasar gente que va de barco en barco con agilidad. Estamos en la desembocadura del río Congo, no hace ni frío ni calor, estoy cubierto de polvo y apesto como masai. Por delante, un montón de horas en este barco, o eso pensaba.
Entre la emoción, el ruido y el tráfico de gente me cuesta dormir, aunque ya he dado alguna cabezada. Sigo hecho un ovillo sobre la lona cuando llega otra pasajera que se acomoda a mi lado. Se le ve tan perpleja y desconcertada como a mí, aunque ella es más expresiva. En seguida aparece el capitán con mono naranja. Ya le he visto discutir con Mustafá en el chiringuito. Creo que habla de mí, pero no lo hace conmigo hasta que alguien le dice que entiendo portugués. Por lo visto tengo que cambiar al barco donde va la moto porque ha encallado y saldrá más tarde. Es lo que entiendo y, en cualquier caso, no sé qué más hacer que no sea obedecer, aunque no comprenda nada de lo que pasa a mi alrededor ni tenga el más mínimo control de la situación. O, precisamente, por eso.
Para variar, una escueta orden es toda la información de que dispongo. Tengo que seguir a una sombra saltando de barco en barco y cruzándolos a través de resbaladizos travesaños hasta no se sabe cuándo. Pero si el equilibrio mental lo tengo de aquella manera, el corporal no está mejor y llega el barco imposible de cruzar. Primero hay que atravesar una pasarela de lado a lado de varios metros y luego caminar por el borde hasta el final para llegar a otro. Este es de los grandes y está vacío así que a un lado, agua y al otro, algunos metros de aparatosa caída en el esqueleto. Mejor descolgarse y caminar por el interior. Tengo que esperar a que acaben unas maniobras para poder saltar sobre la barca. En esta, además de la Pili vamos a navegar tres tripulantes y dos pasajeros. Mi compañero de viaje me da la bienvenida con una bolsita de whisky, que bebemos sentados sobre los sacos de comida para perro cubiertos con una lona y, entre estos y el pequeño motor Yamaha de 40 cv, la moto.
El capitán grita unas cuantas cosas. Esta gente mezcla el francés y el portugués y, me imagino, dialectos y jerga marinera, pero no es difícil entender que soy el blanco de su enfado. Resulta que Mustafá es el primogénito de su patrón que, además de esta barca más rápida y pequeña, tiene otras cinco más grandes. Mustafá me ha tangado con el precio, pero también ha tangado a sus trabajadores. A ellos les paga por transportar la mercancía, pero los pasajeros, que son un extra, deben pagarles a ellos directamente y, en mi caso, no van a ver un duro de lo ya pagado. No se preocupe, capitán, lo arreglaremos de algún modo. O sea, tendrás tu gaseosa.
Nos han colocado unos chalecos a mi compañero de lona y a mí. Una silueta me grita desde el barco de al lado: “Monsieur le blanc! Quelle heure est-il?” ¡Son las 4 y media! Comienzan las maniobras para salir. La barca está encajada entre otras mayores. El capitán está al mango del motor. En la proa, uno con corte de pelo mohicano hace señales de pie. El tercero va de un lado a otro, empujando los cascos de los otros barcos y tirando de cuerdas. El Yamaha ruge. Enfilamos la desembocadura del río y los tres chocan las manos y ríen. El capitán canta algo y mi compañero me advierte de que no hay mejor manera de empezar el viaje que con un capitán contento. El mohicano trae una bolsa repleta de bolsitas de whisky y reparte a todos. Antes de beber, el capitán tira unas gotas de wihsky al agua por babor y estribor. Es de noche pero, al fondo, río arriba, empieza a clarear.
Hay gasolina a bordo pero no aceite. Siguiendo las señales del mohicano el capitán coloca la barca al lado de otra mayor desde donde nos lanzan una botella de aceite. El capitán sigue contento, canta y saluda a los otros barcos y, cuando una gaviota nos pasa por encima, suelta una letanía con los brazos abiertos en cruz. Pasamos por delante de la plataforma petrolífera de Soyo y la mañana ya es un hecho cuando empiezan las maniobras para fondear frente a la costa. En la orilla se acumulan los desperdicios de la vida humana: botellas, redes, plásticos. Tres niños pequeños lloran desconsoladamente la salida de su padre en una barca mientras suena, en tono de organillo que ya he oído otras veces en carritos de helado, el cumpleaños feliz.
Mohicano, que ya ha echado el ancla y ha bajado a la orilla cuando vuelve a la barca me lanza una bolsa que tengo que custodiar y me dice que me vaya a proa. La carga sobresale tanto que el capitán necesita los ojos del mohicano para maniobrar. Aún así, sobre la lona empiezan a colocar sillas de plástico de todos los colores: cien, doscientas... todas las que caben. En mi nuevo camarote estoy sobre el hueco que usan de cocina. Tienen harina de mandioca que cuecen en un cacharro de aluminio resquebrajado y con costra que ponen sobre una llanta que hace de cocina a carbón. Me pongo cómodo y, al rato, volvemos a ponernos en marcha. El tercer tripulante con gorra de NY viene a hacerme compañía y a trabajar para el capitán. Primero haciendo las señales para salir y luego haciendo unos canutos de medio metro con la marihuana que hay en la bolsa que guardo, tarea que repite más o menos cada media hora a un grito desde popa, donde también sigue corriendo el whisky.
En ese punto, justo en el medio de la desembocadura, el agua es dulce. Es ahora cuando hay que beber un poco para que el Dios del río sepa quién eres y te cuide la próxima vez que pases sobre él. El agua está tranquila, vemos la costa de Congo Kinshasa, amarilla y verde, que pronto será la costa de Cabinda. Al otro lado, plataformas petrolíferas. A parte de un par de cabezadas llevo ya más de 24 horas despierto así que el resto del viaje lo hago dormitando a ratos y charlando con mi superior congolés, que hace lo mismo que yo y, además, sigue encargándose de los canutos y el whisky durante todo el trayecto. Aunque está nublado, a veces el sol atraviesa con fuerza las nubes y, aparte de estos momentos de calor, todo el viaje en barco es el momento más agradable de los últimos días. Al menos, hasta que encaramos el puerto de Cabinda. Hay que acabarse la cerveza que me ha traído el congolés antes de pasar por delante de aquel barco de Capitanía, no podemos beber en el mar, y eso me recuerda que pronto se puede dar un nuevo encuentro con las autoridades. En la Bahía sólo hay un muelle, un único barco y una triste grúa y, sin embargo, no vamos a desembarcar ahí. Vamos hacia otro puerto informal, más en el interior, sorteando barcas de pesca y esqueletos herrumbrosos. Hay que dar un rodeo para sortear el banco de arena. Aún así, la marea está baja y tocamos fondo varias veces antes de que sea imposible acercarse más.
Viene una inestable canoa taxi a por los pasajeros. Nos acercan a la orilla por 300 kwanzas. Como sólo tengo 500, voy con el chaval a un chiringuito a que nos cambien. La Cuca está a 100, un parroquiano me saca una cuando yo había entendido que me la estaba ofreciendo, así que pido otra para mí y en paz. Mientras hablo con la gente que anda por allí, la Policía, sentada sobre unos troncos, envía a un chico a buscarme. Voy a su encuentro Cuca en mano. Me toca hacerme el tonto sin mucho esfuerzo, sí, he venido de Soyo en ese barco. Pero no puedes. Ah, no sé, como soy blanco… no sabía que no se podía. Y, perdone usted, ¿cómo es que yo no puedo y esa gente que está bajando ahora sí? Pues porque esta gente a la que tratamos como basura, que lleva su documentación en una fotocopia, nos importa muy poco lo que les pase, pero si a usted, turista blanco, le pasa algo, nos va a tocar trabajar y tendremos problemas porque el jefe del jefe del jefe tendrá problemas. Ya veo. Esta conversación no fue exactamente con estas palabras, pero podría haberlo sido. De otra barca han bajado varias mujeres de todas las edades. Sentado en el tronco veo como, una por una, enseñan sus papeles al maleducado Policía hombre mientras la Policía mujer habla conmigo.
Necesita fotocopias de mis documentos, pero claro, allí no hay donde hacerlas. Hemos llegado a una playa donde, a parte de algunas casetas, árboles y gente esperando barcos para descargar, no hay nada. Yo tengo en la moto, que todavía está en la barca. Me hace ir a por ellas y, aunque me da la sensación de que no ha habido comunicación policial entre los dos puertos, prefiero ponérselo fácil para que me deje en paz. Así que pido al del taxi que me acerque. Antes, para bajar de la barca, me ha llevado a caballo hasta la orilla. Es un chaval joven pero duro y ha cargado con mis kilos pisando sobre rocas sin problemas. Pero mientras tenga piernas y me pueda remangar no me vas a volver a cargar. Se me cae la cara de vergüenza.
La moto está lejos, no sé cómo piensan descargarla, pero mi amigo congolés me dice que no me preocupe, que la bajan hoy cuando suba un poco la marea. Al volver con la agente me hace ir hasta la garita, que está a la distancia suficiente como para sentirme desfilando por la alfombra negra que es esta arena, objeto de todas las miradas. Todos los ojos que me miran saben ya quién soy y todas las bocas que hablan dicen cosas sobre mí que ni siquiera yo sabía. “Mira el blanco, va descalzo y no le importa, es africano”, “es turista, está dando la vuelta al mundo” y otras cosas por el estilo. En la garita está el que manda, Antonio. A quien le explican lo que pasa conmigo, inquiriéndole la manera de proceder casi con ansia. Don Antonio les dice que sabe que no está permitido venir en estos barcos, pero que el responsable es el que me ha autorizado. ¿Qué puede hacer él si yo ya estoy allí y en este puesto se encargan de recibir, no de autorizar salidas? Muy amablemente me hace pasar a la garita y, con la caligrafía que me gustaría tener a mí, empieza a tomar nota de mis datos y de los de la moto con la misma calma con la que ha hablado con la señora Policía. Entiendo que me está echando un cable, ganando tiempo para que los demás vuelvan a sus cosas y me dejen en paz. Mañana, cuando bajen la moto, tendré que pasar por allí otra vez, aunque yo sé que la bajarán hoy (espero) me callo como una menina de la rua.
Caminando hacia la moto con una especie de engrudo oscuro en los pies en lugar de la botas, me encuentro al capitán de mono naranja esperando en otro tronco. Una cara conocida me hace sentir más seguro, aunque sea la de este, que no ha sido muy amable que digamos. Uno de los chavales del taxi me ha dicho que no deambule, que me quede en un sitio fijo para no dejarme ver a los bandidos y hay tanta gente merodeando que este me parece buen sitio. Además, desde aquí veo la barca y a los chavales del taxi, que me han dicho que ellos bajarán a la Pili.
Resulta que el capitán de naranja me largó del barco porque llevaba a una chica ilegal. Quitándome de en medio podía evitarle problemas con los de inmigración que, como ha quedado claro, se fijarían en mí y probablemente les atraería hacia el resto del pasaje. La chica sigue en el barco hasta que la Policía se vaya y el mío, donde sigue la moto, se va acercando un poco más a la orilla siguiendo los gritos que el capitán naranja lanza desde el tronco.
La tarde avanza. Los chavales empiezan a comentar la operación de descarga sopesando las opciones. Meterla en la canoa, que no parece buena idea, acercar una lancha o, finalmente, cargarla a hombros. Cuando ya habíamos acordado un precio, un poco más que lo que pagué en Soyo, aparece el listo. Este estaba en el chiringuito de la Cuca, cecea hasta lo ininteligible aunque asegura que habla español, inglés, que canta y es DJ, que es mi amigo, que tiene mi número de teléfono (que le he dado antes) y que, aunque normalmente cobran 8.000, por ser yo, serán 5.000. Los chavales pedían 3.000. Pero no hay nada que negociar, los chavales dicen que es el patrón y que tienen que hacer lo que él diga o se quedarán sin trabajo. También otros espectadores intervienen y dicen que es buen precio. Por supuesto, lo que pagué a Mustafá que incluía la descarJAJAJA en fin… tengo un billete de 5.000, traedla con cuidado, por lo que más queráis. El listo organiza el equipo, se quedan en calzoncillos y no tardan mucho en estar de vuelta. Les ha costado y se quejan del peso, pero la han traído bien. Desde luego que se merecían más, pero mis últimos 1.000 van para el capitán gaviota. Mi amigo congolés de la barca acaba de aparecer y para él va el billete. Él lo llevará hasta el barco. Los retrovisores se han quedado en la barca y uno de los chicos va corriendo por el agua a buscarlos. Mientras me despido del congolés al corrillo que rodea la moto y que hacen todo tipo de comentarios corrigiéndose unos a otros y sin que ninguno de ellos sea cierto, se ha unido un militar. Chaleco antibalas, AK47 y la cara de ser el hermano tarado de Shaquille O’Neal, me quiere llevar a la garita otra vez. Le cuesta más de lo razonable contestarme la pregunta de si puedo llevar la moto hasta allí. Voy empujándola, pero parece que levante polvo en forma del séquito que camina detrás.
Por suerte para mí, Don Antonio sigue allí, tan razonable como siempre. Capitán naranja, en un gesto que al principio me sorprende,también saca la cara por mí, dando una versión sobre lo que ha pasado en Soyo y lo que he venido a hacer a Cabinda, que combina datos falsos y otros reales (que no sé de dónde ha sacado) con aplomo. Ante la cerrazón de Tarado, Don Antonio le lleva al interior de la garita para hablar en privado. De lo que allí se dijo no tengo ni idea. Mientras tanto, les estoy contando cosas de la moto y del viaje a los curiosos que siguen conmigo. Lo que sí sé es que Tarado sale con cara de fastidio y, en mi insignificante venganza, le obligo a estrecharme la mano antes de que pueda largarme sin más. Ojalá Don Antonio haya recibido toda la gratitud que he intentado transmitirle mientras le daba la mano.
Ya es casi de noche. La jornada empezó hace un día y medio en una playa entre Luanda y Soyo y ahora, por fin, vuelvo a estar sobre la moto, habiendo dejado atrás Congo Kinshasa, el polvo de los camiones, las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado angoleño, los cánticos a las gaviotas… celebro los 4 meses de viaje con la tienda bajo un enorme mango en el patio de la misión cristiana de Cabinda, rebañando con minuciosidad de cirujano Cirujano una lata de sardinas.
Algunos de tus relatos mantienen en vilo al más pintado....
¡Al final he podido respirar hondo!
Me admira tu capacidad de seguir adelante, de adaptarte a las situaciones y resolverlas. Gran viaje.
En todas partes hay retorcidos, pero hay mucha gente que te ayuda, a todos ellos doy gracias silenciosas desde aquí,
Un abrazo.
Monsieur Le Blanc
Maître Boulanger
pannes & panecillos
Biografia de aventuraintrigatragicomediapoliciaca!!!!! menos mal que tu sentido del humor me deja respirar de cuando en cuando porque la tensión de algunos momentos es... pá qué te digo!
Bien Kino! deseando verte. Millones de besos!!!!!!