África—23.02.2017

16. El color del dinero de color

Es evidente que el mensaje se pierde por el camino la mayoría de las veces. Ya no estoy en Ifakara y, sin embargo, me llegan SMS y correos de las monjas  —que no debieron entender que me iba—, invitándome a cenar o preguntándome por qué no he vuelto. Mary, la dueña del pub junto a la casa de huéspedes Holiday Inn que me surtió de cerveza, también me escribe. Quiere dinero.

Ifakara es el último lugar que se parece a lo primero que conocí de Tanzania. En cuanto dejo a mi espalda la región de Morogoro, ascendiendo por la cara oeste de la cadena montañosa que es la región de Iringa y todo se vuelve verde. Los cañaverales se convierten en coníferas; las piñas, en calabazas; los pequeños cultivos de subsistencia, en enormes plantaciones de maíz y tabaco. Ya no hace calor y el cielo amenaza lluvia allá donde mires. Y cumple.

Por suerte, el camping cercano a la carretera (una de las principales del país, que une Dodoma y Dar con las fronteras de Malawi y Zambia), tiene algunas zonas cubiertas bajo las que colocar la tienda y agua caliente en las duchas. Entre Iringa y Mafinga está esta antigua granja que funciona desde tiempos coloniales y que ahora completa sus ingresos con el turismo. Aunque en esta época somos pocos por aquí. El lugar es tan exquisito como la descendiente del inglés que hace más de un siglo se vino a hacer las Áfricas y que te recibe con trato aristócrata, sin importar si eres de los que están dilapidando su patrimonio en alguno de los chalets o si, como yo, no le dejas ni 5 euros al día.

Casa número 14
Casa número 14

Nos quedan pocos días en Tanzania pero los suficientes para poder dar un rodeo antes de atacar la frontera con Zambia. Yendo hacia el sur, recorremos los montes Kipengere. Unos 300 kilómetros por pistas y caminos embarrados en la Escocia Tanzana. Camiones atascados en tramos resbaladizos, cruce de charcos como embalses y torrentes como ríos. Ratos de sol y de niebla densa, como los campos de té que tenemos a los lados. Cuando bajemos, vendrán kilómetros de asfalto. Como despedida de la tierra, no podría ser mejor.

Mi penúltimo anfitrión en este país es Gibbons, el rasta que lleva la recepción del Bongo Campsite en Tukuyu, entre plataneros. El pequeño camping pertenece a la comunidad y hace también las veces de centro educativo autofinanciado. Tras los últimos días a remojo, no queda duda de que la estación de lluvias acaba de empezar, lo que me convierte en uno de los pocos dispensadores de shillings para los próximos meses. El camping es todo para mí y yo soy todo para Gibbons. Gibbons vive aquí, su sueldo no sale del camping sino de las visitas a las diversas atracciones que hay en la zona y por las que los turistas tienen que pagar pingües cantidades, lo que explica que antes de tener tiempo de quitarme el traje de agua ya me esté organizando el día siguiente. Tranquilo muchacho, muéstrame primero mis dependencias, que no son otra cosa que la habitación donde duerme él mismo. El sofá cama impide que la puerta se abra del todo. Sobre él, hay un colchón y, sobre él, cuatro o cinco mantas revueltas sobre las que, a juzgar por el olor, antes han descansado los finalistas del Torneo Cinco Naciones de rugby, la mitad de los estibadores de Le Havre y el Décimo de Caballería al completo. Sin pasar antes por la ducha, por supuesto. Intentaré aportar mi granito de arena, no creo que mis abluciones en cubo de plástico hayan podido hacer mucho contra mi fragancia de intrépido aventurero motociclista.

Solucionado el alojamiento, pasamos a la comida. No he repuesto la despensa en los últimos días y sólo me queda algo de arroz integral y mi fiel bote de salsa de chile de a litro. El Bongo está también de servicios mínimos, así que vamos por ahí. Las preguntas que Gibbons me hace por el encharcado camino entre plataneros podrían hacerme pensar que puedo comer exactamente lo que me apetezca pero, cuando llegamos al puesto, la oferta se reduce a pollo con patatas y ¡oh sí! sopa. Así que, en realidad, daba igual lo que me apeteciese o mi preferencia por un menú vegetariano, ya que te empeñas en preguntar.

Pedida la comida, vamos al bar más cercano. En la tele, anuncian el próximo Granada-Real Madrid mientras el barman, que viste americana marfil con coderas y pantalones blancos, nos sirve sendas Kilimanjaro. Y otra ronda antes de que llegue la comida. Sigo las noticias tanzanas en el televisor. Érase un rasta a un teléfono móvil pegado. La noticia de que la comida está a punto de llegar, viene en forma de jarra de agua caliente que el mismo cocinero nos trae para que nos lavemos los cubiertos llamados manos. Otra conexión en directo con el reportero rastafari anuncia que seremos cuatro a cenar. Vienen dos amigas y puedo elegir a la que más me guste, aunque una de ellas sea su novia. Vaya, una de las que tiene. Otra está en Dinamarca y, por conversaciones posteriores, dudo de que ella misma sepa que lo es. Pero podemos empezar a comer, no hay que esperar.

La lima y el chile fresco camuflan el sabor a palo de gallinero del caldo que, por lo menos, está calentito. Me ha tocado pechuga y alita. Seco y duro, al menos el crujiente de la piel ayuda a soportar el gusto a palo de gallinero. Las patatas están blandas y jugosas. Cuando ya vamos por los eructos y el palillo de dientes, llegan las chicas que parecen muy jóvenes y tienen el pelo muy corto. Una, redondita, jersey de lana y un poco bizca; la otra, con sudadera estampada con Harley Davidson, águilas y banderas confederadas, la capucha puesta y actitud de mala, como diciendo “cuidado conmigo, muzungu, soy la más peligrosa en cien bananos a la redonda”. Siempre que soy el que más habla en una reunión creo que es porque algo va mal y, como los tres están con sus teléfonos, me voy a fumar. Y no, no necesito escolta, gracias.

A través del cristal, les veo hablar. Cuando ya van por los eructos y los palillos, salta la noticia de que la factura me toca a mí. Casi daba por descontado pagar la de Gibbons pero ¿las cuatro? ¿de qué vas? ¡No, no, que en el camping te doy lo de las chicas! Y el de las coderas, con todo su servilismo, me quiere cobrar de más. Y si cuela, cuela. Y Gibbons, se cuela en su mi cama. Y sí, prefiero dormir solo, sobre todo porque cuando me cobres, ¿tú no vas a pagar la mitad, verdad? Ofú, qué lucha. Las chicas se fueron antes por donde vinieron. Por suerte, sin tener que tratar el tema del reparto en el que no estaba interesado.

Por la mañana, consigo reconducir los planes turísticos a algo más cercano al espíritu Motörbread, si es que existe tal cosa. Sé que no me voy a deshacer de ti, sé que además me va a costar dinero y tampoco me importa mucho porque me caes bien, pero vamos a hacer lo que yo quiera, ¿vale? Así que vamos a buscar al fundi, que ya le toca cambio de aceite a la moto y una ronda de apriete de tornillos. Y, luego, me llevas a conocer a alguien que haga pan o chapatis o lo que sea y luego compramos algo en el mercado y lo comemos por ahí. Hale, ya hay plan. Y, encima, hace buen día. El fundi trabaja bien, pero despacio. Servicio general y, mientras tanto, respondo a las preguntas de algunos curiosos.

El plan panadero se reduce a ir a comprar pan a tres señoras que lo despachan al borde del camino. Es un pan denso y jugoso, que han horneado en moldes redondos. Tiene azúcar y aceite y aseguran que es natural, al contrario del que hago yo, dicen después de que les enseñe algunas fotos en el móvil. Y no las saques de ahí. Pero mira, esta hogaza hace medio almuerzo. Ahora, pepino, aguacate y tomate y tenemos comida para dos, por un euro. Zumbando. Creo que Gibbons va entendiendo más o menos de qué voy y además, le gusta el plan alternativo. Así que me indica el camino a un lago en un cráter que, aunque es atracción, no tiene puerta de entrada, ni libro de visitas, ni nada. Baño, bocatas, paseo en moto... ¡qué vidorra!

Como proyecto de la comunidad, el camping es punto de encuentro y siempre hay alguien por allí. A la vuelta del lago, está Aneth, que es algo así como adjunta a la presidencia del tinglado. Jerarquías, papeleos, formalismos, uniformes… y, para esto, sí que no hay vacuna. Me pide que la escolte. No sé si escort se traduce de otra manera, pero yo siempre lo interpreto como escoltar y me produce mucho rechazo que usen esa palabra. Me parece que implica protección ante no se sabe qué amenaza más que simple compañía. Pero bueno, ¡claro que te escolto! Y nos adentramos de nuevo entre bananos y casas, bordeamos una planta enorme de procesamiento de té y, al rato, acabamos en la carretera principal, donde va a coger el dala dala hasta su casa, donde estoy invitado a desayunar al día siguiente.

Para el plan de la noche mi cicerone tiene carta blanca. Me alegro de que las botas hayan tenido tiempo para secarse, porque el camino de hoy incluye subidas y bajadas embarradas y el cruce de un arroyo por un madero a considerable altura (para un cagao como yo). El camino se hace largo y, al final, estamos al lado de donde dejé antes a Aneth, en un gran pub en la carretera principal. Antes, hemos parado en un puesto a comprar plátano verde para que nos lo frían, como acompañamiento del cerdo que vamos a cenar.

De entrada, todo me produce aprensión. Las duchas y los retretes, una taza de plástico con té que alguien me ofrece o pensar en comer carne, por ejemplo, viendo dónde picotean las gallinas o cómo y dónde cuelga ese amasijo de cerdo que vamos a cenar. Pero lo cierto es que, una vez puestos a lo que sea, ni me acuerdo. Especialmente, en este caso, el kilo de pedazos informes de cerdo que hemos comprado a un precio ridículo en un rincón del pub que parecía un escobero, se ha convertido en un suculento manjar. Una fuente rebosante de grasa churruscada acompañada del plátano frito, el ugali y espinacas de rigor y un bol de salsa picante y ácida. La cerveza más barata de toda Tanzania y un comensal que, como no deja el teléfono, se va a quedar sin nada. Ahora estamos hablando.

La música atrona en los bafles tamaño festival. Con los éxitos locales, las 5 o 6 camareras se mueven un poco (junto al barman, encargada, cocineros y carnicero, tocamos a más de un empleado por cliente,podríamos llamar al establecimiento el Bulli-cioso), pero con Shakira se desatan. En la mesa de al lado, mi vecino ingiere cerveza con konyagi al mismo ritmo que yo torreznos tropicales y ya necesita las dos manos para acercarse el vaso a la boca. Parece ser que hoy también tendremos invitadas a la mesa. Según Gibbons, el motivo de que se hayan ido a otra mesa nada más llegar es que la redondita no está de humor porque su padre no le ha dado dinero para comprar no sé qué. Vale, vale. En la calle, donde tengo que ir a fumar y donde mis tímpanos descansan, de paso hay mucho ambiente. Algunos de los chicos que he visto en el camping me saludan. Van con sus mejores galas a quemar la noche. La cocina tiene un ventanal a la calle y puedo saludar al chef y agradecerle la cena. Tiene un horno gigante a carbón con rejillas a varias alturas y algún fuego en el suelo, donde fríe. Es jueves, me parece, pero el ambiente es, por lo menos, de viernes.

De mi abuelo paterno heredé el nombre, el apellido y el mutismo exasperante. Del materno, el gusto por la mojama y por hacer pis sin salir de la cama, sin mojarla. Él, en cuña y yo, en este caso, en una botella de agua. De los muchos talentos que tenían ambos, yo me quedé con esos. Habrá que revisar lo de la evolución y la mejora de la especie y esas cosas. Es lo que hay, puedo hacer 5.000 km en una 150 cc por Tanzania pero lo que tengo que hacer para llegar hasta el baño trainspottingniano en mitad de la noche es ahora mismo demasiado para mí.

Con la ropa oliendo a los machotes con los que he compartido mantas, me despido de Gibbons. Voy a mi última casa en Tanzania, en algún sitio en los alrededores de Mbeya, última población importante antes de Zambia, donde quiero cambiar moneda local a dólares y kwachas, que me van a hacer falta en la frontera. Antes, paso por casa de Aneth, que ya me ha mensajeado para recordarme la cita. Nos cuesta un rato entendernos por teléfono pero, al final, la encuentro esperándome en la carretera. Su casa son, en realidad, tres construcciones. Donde me lleva, tiene dos dependencias, que son el salón y el dormitorio. En la segunda, está la cocina. Cacharros y cocina de barro, que funciona a carbón, están por el suelo. La tercera, es un cuarto pequeño en el que veo, desde fuera, restos de fuego. Esta y la cocina, forman un pasillo que lleva al baño que, aprovechando el desnivel del terreno, consiste en una plataforma con un agujero hacia el que apuntar las excrecencias, que caerán allá abajo si tienes puntería. Un tejadillo y unos bastidores con telas y cañas proporcionan intimidad.

Su marido está en casa. Michael tiene bigotillo y gorra blanca y le conozco de haber estado hablando con él mientras me repasaban la moto. Me sorprende encontrarle allí y, como subdirector adjunto del camping consorte y guía turístico que es, mucho me temo que es la primera persona a la que tengo que ocultar que ayer estuve en el lago del cráter. Como Gibbons y yo apañamos lo del dinero a nuestra manera, él me pidió que no le dijese a nadie que estuvimos allí. Unos shillings libres de impuestos para él, una rebaja considerable para mí y una doble moral que poco aporta a la comunidad. Y unas dotes para la mentira más bien inexistentes, sobre todo así de improviso. Pero bueno, que si muzungu, que si no hablo bien inglés, más o menos salí del paso. Pero, pasemos al desayuno, por favor. Tortilla francesa de los mejores huevos que he probado en todo el país, arroz blanco, tomates, mango y un termo de té, que es riquísimo. Yo, allí, poniéndome morado, en el salón de su casa. Una mesa baja con todas las viandas dispuestas en sus recipientes de plástico color chillón y tres sillones a los lados con tapizados fantasía. Un póster con fotos de animales, un aparador con vasos y cacharros de plástico y una radio mal sintonizada.

Aneth y yo estuvimos hablando el día anterior cuando le hacía de escolta. Es posible que su inglés sea mejor que el mío, pero en presencia de su marido no se dirige a mí. Le pregunta a él en suajili y él me traduce. Me resulta muy desagradable y, aunque Michael es amable y ayer también lo fue, me empieza a caer mal. No sé, creo que entiendo lo de las diferencias culturales y todo eso, pero yo he conocido a su mujer (no en el sentido bíblico) comportándose de manera totalmente diferente y ahora, a pesar de que estoy allí porque me ha invitado, comiéndome lo que ella misma ha preparado, parece anulada. Al cabo de un rato, nos deja solos y vuelve la Aneth de ayer. De repente, no necesitamos intermediarios.

Resulta que Aneth es un año más joven que yo. Ya tiene dos hijos que no viven en casa y una pequeña, Angel, que vuelve del colegio mientras estamos charlando. Angel es muy pequeña pero ya ha vuelto sola desde no se sabe dónde, como esas niñas que mientras estaba en el fundi andaban junto a la carretera por la que pasan los camiones a 100 km/h y se acercaban a saludar poniendo las dos manos en la cabeza, como muestra de respeto, a todos los adultos que estábamos allí. En este rato, hemos repasado los animales del póster, que mezcla gatos con hipopótamos, leones y burros, jirafas y ratas. Y me ha sacado dos libros: un atlas y un libro ilustrado que Obama dedicó a sus hijas y que sus amigos daneses le han regalado a ella. También me ha regalado una navaja para que pele las piñas que compre por el camino, que me tengo que guardar rápido en el bolsillo, antes de que alguien pueda verme.

Aneth
Aneth

Antes, intérprete mediante, me ha preguntado por qué creo yo que los muzungus no mostramos mucho interés en las atracciones turísticas que ofrecen en el camping. A duras penas, puedo explicar qué estoy haciendo yo aquí, ¡como para erigirme en portavoz de la muzunguesía! Lo que tengo claro es que esta mañana tiene mucho más valor que cualquier cascada o formación geológica pintoresca. Que, además, ya veo desde la moto casi todos los días. Y gratis.

“Debes de ser un hombre muy rico” es invariablemente la frase que sigue a las explicaciones sobre el viaje que doy a cualquiera que me pregunte. El precio que he pagado por la moto, unos 1.000 $, es para algunos una cantidad inimaginable. Igual que mi presupuesto diario, que hasta el momento ronda los 25 euros. Aquí se habla sin tapujos del dinero, que tiene mucho más valor que el monetario, y se da por supuesto que el muzungu es rico. Gibbons dice que algunos piensan que nuestras maletas están llenas de billetes. Es difícil hacer entender que este dinero viene del trabajo y de ahorrar durante años, porque aquí ni los sueldos dan para eso ni se piensa a medio plazo. Así que hablar del tema me da siempre un poco de reparo, por vergüenza y por prudencia. Y plantea muchas preguntas, algunas difíciles de contestar. ¿Es justo que el que más tiene pague más? ¿Es una frivolidad darse un capricho como este viaje? ¿Tengo yo la culpa de las desigualdades? ¿Y soy la solución?

4 comentarios

  1. Gracias por tu relato!!
    Te deseo buen pan y Buenas compañías..
    Suerte man.

    1. Ya había hablado antes. Ahí está la cosa, esa anulación no hay quien la entienda.


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