África—8.05.2017

24. Una de cal

Que me perdonen los demás pero, si hay alguien a quien eche de menos, es a mis tres sobrinos: Inés, Diego y Silvia. Y, ahora, que me perdonen ellos, porque les han salido unos primos postizos en Angola.

De la playa donde me fumé el puro hay que salir por un camino que alterna cantos rodados y arena fina y buenos desniveles. De aquí, a una carretera perfecta y, de nuevo, cuando acaba, 200 km de pista machacada por camiones que la Pili soporta mejor que yo, que llega prácticamente hasta la siguiente ciudad importante.

Motörbread

En las afueras de Benguela, me adelanta la Policía en su Toyota. Más adelante, se paran en el arcén. En cuanto les sobrepaso, reanudan la marcha. Venga, ahora sí, vamos a ver de qué va esto. Sus señales para que me detenga son bocinazos. El tono es distinto al de Casimiro y al de otros que me han parado en puntos intermedios y me hacen sacar los papeles. Como si la finalidad del pasaporte no fuese precisamente esa, uno de los agentes le dice al otro que el mío es de color burdeos porque es internacional. Entre los papeles y mis explicaciones sacian su curiosidad. También la del jefe, que acaba de pararse detrás, en un coche sin marcas, y que es muy serio y policiacamente correcto. Como todo está bien les pregunto por alojamiento en la ciudad y, aunque no me dan casa esta vez, me escoltan hasta una esquina donde ellos se desvían y, allí, me dan las indicaciones reglamentarias para llegar a la pensión. Ya van 8 de 8 que son lo contrario de lo que dicen por ahí.

Sigo hecho un lío con lo del dinero así que esta pensión es cara o muy cara dependiendo del cambio que apliques. El chico de la recepción me dice dónde hay una más barata, muy cerca. No es mucho más barata pero está bien e incluye desayuno. Es un chalé de una planta y, en el patio de entrada, tiene un pequeño kiosko donde sirven Cuca, una de las cervezas angolanas. Me tomo una entre la bienvenida de María y Toquinho, que trabajan allí, y Francisco, un parroquiano que estudió en Cuba. Me invitan a alguna más y aparece el jefe que, hasta ahora, dormía por ahí dentro. Es un hombre bastante mayor y tripudo, canoso y con unas gafas haciendo equilibrios en la punta de la nariz. De vez en cuando, alecciona al resto con un montón de datos relacionados con algún lugar o algún acontecimiento que le cuento de mi viaje. Ha puesto música brasileña en su todoterreno aparcado en la entrada. Su hija, de unos diez años, da dos besos a todo el mundo cuando llega, incluido al tío Joaquín.

Cuando la reunión se disuelve, me voy a duchar. Ha sido un día largo y ahora espero a que me avisen para tomar la sopa con la que el dueño me agasaja: un caldo de judías con algo de pasta y verduras y pan. Dos platos rebosantes que me dan media vida mientras en la tele del comedor hablan sobre un asesinato en Cabinda, con los culpables expuestos como mercancía decomisada, con su correspondiente cartel identificativo colgado del cuello. Las noticias acaban con una cita de Séneca: “El viento nunca sopla a favor de quien no sabe dónde va”. Yo sé que voy a Cabinda, así que, de nuevo, habrá que orientar bien las velas.

Crime em Cabinda

El siguiente destino va a ser una playa, a poco más de 100 km de Luanda. Es viernes, el lunes es festivo y me voy a quedar aquí hasta el martes porque en Luanda no pinto nada si las embajadas están cerradas. En la Praia dos Surfistas los chicos de Caboledo han levantado unos chamizos que proporcionan sombra a los playeros. También te procuran un haz de leña si les pagas y se ocupan de mantener la playa limpia y ayudar a trasladar los trastos de la gente desde el parking a la playa. Se puede dormir barato en la misma playa (sí, hay que pagar) que está realmente bien para nadar en el agua y en la sombra.

Parece ser que irá llegando más gente poco a poco, pero de momento estoy haciendo pan sobre el fuego en soledad. O eso es lo que creo hasta que, al encender la linterna para ver de dónde vienen los ruidos que oigo, me veo rodeado de decenas de cangrejos que me miran con sus ojos-periscopio. ¡Les gusta el pan!

A Paco también le gusta el pan
A Paco también le gusta el pan

Consumida la leña que destiné para hoy, me voy a la cama. Es pronto, pero es de noche y estoy molido. Al poco rato, se oyen varios coches que llegan al aparcamiento y las voces se acercan poco a poco. Voces de familia, varias mujeres, niños y perrito. No me puedo creer que tengan a su propio Joshua, pero es así y todo el mundo sabe que a un Joshua en la playa se le llama a gritos. De todos los chambaos disponibles, que son todos menos uno, o sea, muchos, eligen el que está a mi lado. Suerte la mía. Me quedo dormido antes de que terminen de instalar el campamento.

Y digo suerte sin ironía. A la mañana siguiente, conozco al grupo de amigos, que son como una familia, donde todos cuidan de todos. Les dejo mi pequeña olla para que cocinen algo y, a partir de ese momento, me adoptan como uno más, proporcionándome tanta comida y bebida como puedo consumir y un cariño verdaderamente familiar y acogedor, que me recuerda a mi propia familia, donde cualquier mayor habla a cualquier pequeño como un padre y cualquier pequeño hará lo que cualquier mayor le pida, como está mandado. Joshua, que tiene 11 años, me hace mil preguntas en inglés sobre el viaje, empezando siempre con un “Senhor Joaquín” y dice que soy como el Che y Pili La Poderosa. Un fin de semana playero con todos los extras, incluidos cuatro nuevos sobrinos, hasta el domingo por la tarde, en que me vuelvo a quedar solo. Solo es una forma de hablar, porque no ha parado de venir gente. Me estoy quedando sin agua. Y lo que es peor: sin cigarrillos.

Motörbread

Así que cojo la moto para ir a buscar avituallamiento. Por la falta de previsión, se ha hecho bastante tarde y se me hace de noche a la vuelta. Por tonto, voy más rápido de lo que debería y la potencia del faro no es suficiente para ver un bache imposible de esquivar por su anchura. Adaptar la conducción a las circunstancias y condiciones de la vía. Y, por su profundidad, la llanta trasera se lleva tal golpe que, además de producirle un gran bollo, la ha rajado. Por suerte, a pesar del salto que damos, no me caigo y, por milagro, la cubierta y la cámara (que es la mala que puse en Namibia) han aguantado. No así el piloto trasero, que ha debido de salir disparado por el latigazo. Ya tengo algo que hacer en Luanda mientras llegan los visados: reparar las consecuencias de las malas decisiones.

Consecuencias
Consecuencias

Desde el primer momento en este país he comprobado que las versiones más negativas que recibí antes de llegar no son, siendo prudente, toda la verdad. Supongo que la peligrosidad en Luanda será más evidente. Pero hasta que no llego a la capital no soy consciente de que la idea de que Angola es un país caro es bastante cierta. He comido y dormido entre gratis y barato hasta ahora y la gasolina y el tabaco no cuestan mucho aunque tome como referencia el cambio más desfavorable. Sin embargo, en la ciudad, la cosa es distinta.

Las dimensiones son exageradas. Muy lejos del centro, calles y más calles de casas bajas ocupan todo el suelo, casi siempre sin pavimentar. En el mapa hay marcado con una tienda de campaña un sitio para acampar bastante cerca del centro. Me cuesta bastante encontrar la supuesta ubicación, dando vueltas en espiral por las callejuelas de un barrio en el que no me gustaría estar de noche. En el mundo real, donde debería estar el sitio, no hay nada que se le parezca. Hay que buscar otra opción entre el caos urbanístico y el tráfico desquiciado. Un poco al tuntún, voy de acá para allá, para intentar hacerme una idea desde el sillín de cómo es este sitio donde, dicho incluso por locales, tengo muchas posibilidades de ser robado, atropellado o detenido, y buscar una base de operaciones para los días de embajadas.

Sudado, polvoriento y un poco harto, me decido por una pensión bien localizada para mis quehaceres. Todavía confuso con lo del dinero, la habitación cuesta o bien unos 35 euros o bien 66, según la tasa de cambio que aplique. Todavía tengo el dinero que cambié a 1/340 así que pienso que 35 no está del todo mal, teniendo en cuenta dónde estoy. Por ese precio me dan una habitación interior, con una pequeña ventana al pasillo donde dan los aparatos de aire acondicionado de todas las habitaciones de mi pasillo. Mi propio aire acondicionado, que es ruidoso como un tractor y un baño aceptable. Tengo desayuno de batalla y luz y agua corriente, aunque no potable, entre las 17 y las 10 de la mañana, aproximadamente. El sitio no es siniestro, pero no vale lo que cuesta.

Lo bueno es que tiene guía de teléfonos y, en ella, mientras ceno galletas con mayonesa sobre la cama con el tractor arrancado, por fin, encuentro la dirección de la embajada de la República del Congo, que no he sido capaz de localizar antes. ¡Qué gran herramienta! Cuántas direcciones y teléfonos interesantes no habré encontrado en una de estas durante labores psicópatas de adolescente stalker pre redes sociales.

Está la República Democrática del Congo, aquellos que en Lusaka me dijeron Take a plane, muzungu!, y está la República del Congo. Por el primer Congo no quiero pasar. Ya debo ir yendo lo más directo posible y pasar por allí significa sacar un visado para unos pocos kilómetros. Ya me denegaron la visa y parece ser que desde el norte de Angola lo puedo saltar por mar, yendo hasta Cabinda, una provincia angoleña separada del resto del país por este Congo (más conocido aquí como Congo-Kinshasa) que limita al norte con el segundo Congo (o Congo-Brazzaville). Cuando llego a la puerta de la embajada veo, con horror, cómo ondea la bandera de Congo-Kinshasa, el que no quiero. Ya que me he dado el paseo, pregunto por el visado al de seguridad de la puerta que se dispone a esnifar un poco de tabaco en ese momento. A penas le digo lo que quiero cuando sale un señor trajeado por la puerta a quien el segurata traslada mi pregunta. Me regaña por mi aspecto. Sé que las chanclas y el pantalón corto no es la indumentaria para acudir a una embajada pero hasta que la lavandería no me devuelva los pantalones largos de la moto es lo único que tengo. De haber venido con ellos, probablemente la bronca habría sido la misma, estaban hechos una pena, por lo que pensé que sería buena idea preguntar primero por la documentación que requieren (aunque sea de esta guisa) y, mientras me lavan la ropa, prepararlo todo y, ya sí, volver lo más presentable posible a tramitarla. De todas formas el señor entra y vuelve con un papel. Salvo un documento que no sé muy bien qué es, el resto lo tengo. Pero cuesta 200$, a lo que hay que sumar los 100$ que me pide otro esnifador de tabaco por prepararme ese papel. No merece la pena…

La lavandera me ha hecho el favor de tener la ropa de un día para otro. Tengo que hacer lo posible por encontrar la dirección correcta de la embajada, repuesto para el piloto, aceite, filtros. Un alojamiento más barato… empezaremos por una tarjeta SIM que me de conexión a internet. Buscando mejor, encuentro otra dirección de la embajada y, también, la del taller de Bajaj. Pero, al día siguiente, nada encuentro en esas señas. Voy a la de Gabón, siguiente posible país, a ver qué piden ellos. Me facilitan una hoja con todos los requisitos, que incluye bastantes documentos que tengo que imprimir, y me dan indicaciones para llegar a la embajada del Congo que, en efecto, está en otro sitio, muy próxima a la pensión. Imposible conseguir la dirección, sólo unas indicaciones que, aunque no acabo de entender, me valen para saber la zona aproximada y localizar, a base de dar vueltas, una bandera congolesa en lo alto de una moderna torre. Un pequeño logro, después de que la dirección del taller también estuviese mal y me haya costado tener que luchar con el tráfico luandés y varias llamadas a un indio que me pone en contacto con otro que a su vez me da un nuevo número. Hablo con ellos en inglés, por teléfono… y, quién lo diría, no sólo nos entendemos sino que parecen dispuestos a echarme una mano. Aunque, entre unas cosas y otras, ya pasa otro día.

A las tareas se suma preparar documentos y encontrar dónde imprimir. Hay momentos en que me dan ganas de mandarlo todo al carajo. Es complicado, incómodo, ¡caro! Ordenar en mi cabeza las tareas por hacer y tratar de verlo como un juego a veces funciona, incluso lo hace divertido, pero sigue siendo una pequeña lucha continua sin recompensa inmediata. Tal vez una Cuca fría cuando llegue a la habitación que tengo que dejar si no quiero pasar a engrosar la lista de blancos en bancarrota. Al sacar dinero del cajero, veo espantado de lo que hablaba la aplicación de cambio de moneda. ¡Al menos me he enterado de que en el Club Naval te dejan poner la tienda gratis!

Voy temprano a imprimir todo a un sitio cercano que ayer estaba cerrado. Una pasta en impresiones, hago todo por duplicado adelantándome a lo que me pueda pedir la embajada del Congo. Como este país va primero y la embajada está muy cerca, voy allí antes que a la de Gabón, no vaya a ser que tampoco me dejen pasar y la de Gabón acabe siendo inútil. El funcionario grandullón es amable a más no poder y los requisitos ridículos: una copia del pasaporte, una foto y 100 $. Venga, dale. El lunes lo tengo.

Esta noche tengo cita. Familia de la familia, Ana me lleva a dar una vuelta por la ciudad y me invita a una hamburguesa de las buenas. Paseamos un poco y charlamos en una noche fresca y agradable. Ana es encantadora y una anfitriona formidable. Me dedica su tiempo, viene a buscarme y me lleva de vuelta y hace que pase el rato más agradable desde que estoy en la ciudad.

Para llegar al taller esta vez me dan las indicaciones en portugués, de nuevo por teléfono. No hay manera ni de encontrar una dirección correcta ni de que te la den para buscarla en el mapa. Todo son referencias que no me dicen nada pero, por lo que sea, me doy cuenta de que, de alguna manera, le he entendido cuando paso por delante de la fábrica de Cuca. Al final, era bastante sencillo. Se encuentra en una larguísima avenida llena de polvo y coches que pitan. A veces, hay asfalto y, otras, piedras enormes y rotas. Incluso en moto, cuesta avanzar. No hay carriles, intermitentes ni semáforos y debo andar pendiente de no pasarme el local sin atropellar a la gente que cruza o que vende de todo entre los coches. Si la red de agua tuviese aguas fecales en sus tuberías, las aguas fecales de esa red estarían más limpias que los charcos que a veces hay que cruzar. Por fin, la encuentro.

He explicado a las tres personas con las que he hablado qué necesito. A uno de ellos, incluso por WhatsApp y en inglés hace ya dos días, por lo que podríamos pensar que había quedado claro. Por teléfono, los indios han sido muy amables y pensaba que había sido un acierto venir al sitio oficial en lugar de llamar a un chaval que vi con una Bajaj y que me dijo que él mismo era mecánico cuando le pregunté por un taller. Pero no es hasta que tengo la moto a medio desmontar y la llanta por ahí, siendo soldada, que me dicen que la moto no estará lista hasta mañana. Me han hecho una lista de precios con todo lo que creen que hay que cambiar. Los precios son de BMW y resulta que allí, en la tienda oficial, no tienen nada de lo que hace falta. Ni aceite, ni filtros, ni el kit de arrastre que me quieren cambiar… además, me dejan tirado. Ya sabía que no tenían llantas en Luanda, pero lo básico… dejo la lista en lo mínimo, necesito cambiar aceite y filtros, el piloto y la llanta que ya se han llevado. Tengo que pagar por adelantado para que el mecánico vaya a comprar las piezas. Un choteo.

Intento explicar al indio que nada de esto es lo que habíamos hablado y que, además, me dejan tirado con todas mis cosas en el taller. Debería, como mínimo, dejarme dormir allí y entonces, misteriosamente, ya no entiende mi inglés. El mecánico, el único que trabaja allí y el único con el que he hecho migas, me acompaña a una pensión cercana. Si todo hubiese ido bien, pensaba acercarme de nuevo a Caboledo a pasar el fin de semana o, al menos, trasladarme al Club Náutico. Pero no, me toca pagar pensión. En un gran salón en la primera planta con bar enjaulado y mesas y sillas repartidas con desorden están sentados a una mesa tres tipos que dan miedo y a los que parecemos molestar. En otra, unas cuantas chicas aburridas. Desde fuera, nada indica que sea un alojamiento, tampoco la forma de pedir una habitación, ni de recibirnos a mí y al mecánico, que está intercediendo. La tarifa es del equivalente a 20 euros por usar la habitación durante dos horas o 30 por pasar la noche. Para la segunda opción, tendría que esperar tres o cuatro horas para usar el cuarto, ya que alguien podría pedirla por dos horas. Es lo que hay. Una habitación que huele a una mezcla de pis y pachuli o salir a buscar otra cosa por el estilo.

Esperando a que me esté permitida la entrada, me hago con una Cuca y, entonces, los malencarados de la mesa se acercan hablando en francés y dejan de ser temibles para pasar a ser amables. Su origen es angoleño 100 %, insisten, pero nacieron en el Congo cuando sus padres se establecieron allí durante la guerra en Angola, por eso hablan francés. Ellos trabajan aquí, llevando este tugurio para otro. Sus familias siguen en Congo-Kinshasa. Supongo que al verme entrar allí, también ellos pensaron algo equivocado de mí. Quizás creyeron que el mecánico y yo íbamos a pedir dos horas de habitación.

Banda Tope
Banda Tope

El olor en la habitación es bastante insoportable. A ratos, se mezcla con el del humo de la basura que están quemando abajo. Así todo, una cama es una cama y, en esta, los motivos decorativos de las sábanas hablan de diseño gráfico. Aún me queda alguna manzana de la Serra da Leba, tengo agua y cigarrillos; la higiene personal puede esperar un poco.

También huele a la basura que queman ahí abajo
También huele a la basura que queman ahí abajo

Graphic Design

El día siguiente, la moto todavía tarda en estar lista hasta primera hora de la tarde. Recuerdo con nostalgia la eficacia de mis primeros mecánicos en Lushoto, también sus precios. Aquí el problema no es el mecánico, que creo que trabaja bien y se ha dado ya unos cuantos viajes localizando recambios y quién arregle la llanta. El problema es que nadie más se molesta en mover un dedo y la pésima gestión del servicio oficial de Bajaj en Luanda. Al menos, tengo a los amigos de la pensión para compartir unos cacahuetes y unos plátanos mientras espero. Ya se ha hecho demasiado tarde para volver a la playa, así que voy al Club Naval a dormir y mañana ya a la playa, a ver qué tal está la moto.

El aparcamiento donde puedes montar la tienda está lejos de poder llamarse agradable o cómodo, pero lo cierto es que todo el mundo que trabaja allí (gerencia, seguridad, conductores…) te recibe muy bien, lo que, sumado a que es gratis, compensa todo lo demás. También en Caboledo me vuelven a recibir bien. La moto parece estar a punto. Hemos llegado bien, aunque la rueda trasera da bastantes botes y se mueve un poco de lado a lado.

Este fin de semana hay menos gente acampada y casi todos son surfistas. Hay buenas olas para pasárselo bien incluso sin tabla. Viendo a la gente con sus tablas me llama la atención la variedad de apariencias. Mis favoritos son: un chaval negro que lleva una tabla que parece de la plancha, bastante destrozada. El tío no desperdicia una sola ola: cuando esta muere, salta de la tabla dando una voltereta. La tabla tiene el pico partido, con lo que a veces acaba clavándose en el agua y el chico despedido con las piernas hacia arriba. Me gusta otro que lleva un bañador de nadador y una camiseta verde. Tiene ya sus años y una barriga gigante, como su tabla, que es azul y blanca y larguísima. Este es otro de los que estira las olas hasta que le llevan a la orilla. Minutos y minutos subiendo y bajando y yendo de la parte delantera de la tabla a la trasera. También veo a otro bastante panzón, con barba larga y una tabla enana, sin el invento este que une la pierna a la tabla para que no se vaya por ahí. Bañador y camiseta, nada más. Parece un pasota, un antiguo surfista trasnochado de vuelta de neoprenos, estiramientos y pegatinas en la pick-up. Pero no. Luego descubrí que es de Albacete, que se llama Alberto, que no tiene ni idea de hacer surf y que esa tabla es un resto viejo que le han dejado para que se entretenga mientras los colegas sí cogen olas. Lo que sí tiene Alberto es simpatía manchega y cerveza fría. Me invita a unas cuantas con pincho de tortilla incluido.

El sol purifica mi apestosa ropa y el agua de mar mi apestoso cuerpo. Me ha sentado bien este fin de semana en la playa. Si todo sale bien, en la semana que entra me podré ir ya de Luanda. Pero antes, habrá que pasar otra prueba inesperada. Salgo no muy tarde de la playa para evitar que se haga de noche. Después de recoger todo en la playa, sudando a chorros, la vuelta está agradable. Voy costeando y el aire es fresco, pero los movimientos en la rueda trasera son más bruscos que a la ida. Creo que el apaño va a ser temporal. Espero que, por lo menos, aguante hasta que deje Luanda o el país, cuando los precios serán más razonables. Conforme me voy acercando a la ciudad, el tráfico se vuelve intenso y, de repente… pinchazo. No es que sea un sitio marginal, pero tampoco es de lo más tranquilizador. Busco sombra, descargo la moto y me pongo con la rueda. Otra vez. La cámara, que es de las finas que encontré en Namibia, está completamente rajada por la parte que va sobre la llanta. La raja no coincide con los restos de la soldadura y no estoy seguro de si tiene que ver con ella o si, simplemente, no daba más de sí. En cualquier caso, tengo que cambiarla y pronto aparecen cuatro chicos armados con copas y vasos de plástico y una garrafa de 5 litros con un líquido rojo. Está llena pero ya han debido dar cuenta de alguna más antes. Mauro dice que es mecánico, me coge las herramientas y pretende desmontar todo. Tengo mucho que hacer: estar pendiente del equipaje, de las herramientas que uno de ellos curiosea, intentar valorar dónde estoy, si hay riesgo o no, y mantenerme firme pero simpático con estos, frenando a Mauro que ya quiere desmontar no-sé-cuantas cosas de la moto. Tengo que aceptar su ayuda, no me queda otra, pero tengo que llevarlos por donde yo quiero. Al final, cambiamos la cámara con bastante éxito aunque con un trabajo no muy fino. Apañamos una gaseosa, que es como llaman a la propina, pero tiene que ser la mitad de lo que dice Mauro, porque de los cinco que somos allí, sólo hemos trabajado él y yo. También invito a cigarrillos. Están de cachondeo, se van a la playa con su garrafa, y jalean todas las bromas que les hago. Lo que ellos llaman caipirinha es una especie de sangría. No es que esté muy buena pero seguro que hace su función. Me invitan a la fiesta y a su casa, pero para mí la confraternización ya es suficiente por hoy. Buena gente estos chavales. De entrada, no parecía un buen sitio donde pinchar (si es que hay alguno bueno) pero, de vuelta a la carretera, pienso en el siguiente paralelismo:

Si, pongamos por caso, un suizo que viaja en una Derbi Variant a principios de los 90, hubiese pinchado en el camino de mi casa al instituto al que iba, se habría encontrado junto a unas naves cochambrosas y un vertedero en una calle sin asfaltar y la luz anaranjada de la farola que quedase viva en ese momento. Seguramente, el decorado le podría intimidar un poco, viniendo de donde viene, creo que eso se puede aceptar. Si hubiésemos llegado entonces El Belmonte, El Punpún chico, uno de los Grabanzos y yo, que en ese momento íbamos a ver si en la Nordwik habían tirado alguna caja con helados, quizás se le habría cruzado por la cabeza que saldría de allí en pelotas y sin moto. Seríamos un listillo, otro que parecía un pitbull con cadenas de oro, un pardillo y un agitanado. Por las apariencias, quizás no le habríamos parecido del todo inofensivos. Pero el resultado habría sido parecido al mío, seguro. Le habríamos rodeado y habríamos hecho lo posible por ayudar a aquel rubio que estaba allí tirado, en nuestro territorio.

8 comentarios

  1. Pintaza imponente la de la Banda Tope!!
    Muy acertado el paralelismo final pero... "Ése" rato, hay que pasarlo.
    Buen viaje Tío Joaquín!

    1. Pues sí hay que pasarlo, hoy se ve diferente pero cuando me tuve que parar todas las opciones podían ocurrir.

      Gracias, cervecitas!

    1. Respirar hondo, agunatarla, resoplar, bufar, suspirar... pratico todos los modelos!

  2. Felicidades por tus 18.000 Kms. Ha sido un gustazo oírte por la radio y esperando ya la segunda parte.
    Me alegro de que te hayan salido sobrinos y familia en Angola.
    Los de aquí, contentos con escucharte y leerte. Ya tienes seguidores entre mis alumnos.
    Espero que consigas los visados necesarios para seguir.
    Un beso muy fuerte.


Visita la tienda
Por cada libro vendido
3 litros
de agua en Argentina
crossmenu