África—26.04.2017

23. La ausencia de problemas

«Tu problema es la ausencia de problemas» es una frase que me habrá dicho mi padre tantas veces como rapaz, buruají, cartapacio, gaznápiro o me cago en tal y cual. Puede que sea así. Eso explicaría el cacao mental de últimamente.

Casi siempre, me levanto de mal humor. Bueno, deprimido, más bien. Uno de los días intermedios entre la costa namibia y el camping del alien, en la vuelta, me desperté con Angola en la cabeza, con la idea de que tenía que ir diáfana y optimista. Normalmente, la clarividencia me llega antes de dormir y, por la mañana, esa idea genial no tiene ningún sentido. Esta vez, la idea se queda ahí, sin molestar, pero bastante fija. Y, esta vez sí, sin darle más vueltas, cuando las tormentas en Grootfontein me dejan, voy directo a la frontera angoleña.

Creo que se puede contar la llegada al fronterizo Oshikango como primera toma de contacto con Angola puesto que, aunque está en el lado namibio, tanto mi cabeza como algunos rótulos de comercios y el hotel donde me quedo ya, usamos el portugués.

El último hotel namibio

En realidad, la gerencia es angoleña. Unos 25 euros la noche, que incluye desayuno. Esto es más de lo que estoy dispuesto a pagar, pero en los últimos días apenas he gastado más que en gasolina, mañana tengo frontera y no me apetece meterme en el agujero que parece la otra opción. El tercio de cerveza está a 1 euro. Me tomo uno. Mientras tanto, una camarera me trae la carta. No pensaba cenar pero, al echarle un ojo, veo que hay platos portugueses y, entre los entrantes, caracoles al ajillo y chorizo a la brasa. Si pido las dos cosas son algo así como 5 euros, la casa por la ventana. ¿Por qué pido caracoles si no me gustan? Cegado por el ajo. Entre el portugués y el inglés de la explicación del platillo tampoco me queda claro que no usen "caracol" como una metáfora. Lo que pensé, en realidad, es que sería una especie de masa con ajo en forma enroscada. Así que, cuando llega el plato y veo que son unas cosas negruzcas nadando en aceite, me llevo un poco de decepción. La única masa que hay es la de las medias rebanadas de pan de molde, dispuestas radialmente por todo el perímetro del plato. Pero el aceite en el que nadan es de oliva ¡y están buenos! La cama, la ducha y el desayuno valen cada dólar que pago.

El paso

Me levanto temprano para buscar cambio. Me toca esperar a que abran el banco y que atiendan a las tres personas que esperaban delante de mí y al anciano al que han dejado pasar delante para que resulte que no cambian kwanzas en este lado. Por si acaso, lo confirmo en otro sitio más.

En el paso no hay indicaciones claras, pero tampoco hay muchas puertas para elegir en el único edificio que parece el puesto namibio. Dentro, hay cinco o seis ventanillas, cada una destinada a una cosa. Sólo en el de inmigración hay alguien. Sello la salida sin problema y me contesta que puedo salir, sin más, cuando le pregunto si debo hacer algo con la moto.

Bemvindo a Angola, dice el cartelón que da paso a la explanada donde varios carriles se separan para los distintos tipos de vehículos. Voy por el central, que pasa entre dos modernas naves. Hay un par de cabinas y dos chicos que me ofrecen cambio desde lejos. Paso de largo la primera cabina que queda apartada en medio de la explanada y voy directo a la segunda, en el pasillo entre las naves, donde una cuerda cierra y abre el paso a manos de un policía. Sigo sin saber qué es cada cosa. Como tiene la cuerda bajada para dar paso al coche que sigo y la deja bajada delante de mí hago el amago de pasar. Al ver mis dudas y mi matrícula me dice que pare, que me van a dar un permiso y que, si no he ido, que vaya a inmigración, que es la otra cabina, a donde vuelvo a pie después de aparcar allí mismo. El sello en el pasaporte es rápido. Esta vez no hay ventanilla, ni formularios, ni nada, solo un chaval simpático al otro lado del escritorio.

Fuera, cambio algo de dinero a la pareja con pinta de macarras. Me dan el doble de lo que dice la aplicación del móvil que debería ser el cambio. Es a mi favor, aunque ellos ganan, seguro. Uno de ellos, además, me pide un pendiente y el otro una propina. Sí, sí, claro, claro… ya me parece que me habéis tangado con un birlibirloque entre un billete de 500 y uno de 5.000, encima regalitos. Además, ¡si tú ya tienes dos pendientes! ¿Tú tres y yo uno? De eso nada. Bueno venga, ahí va esa calderilla, ya inútil, para el otro. Hacemos la operación en medio de la explanada, a la vista de cualquiera que mire. Aún así, los gestos y la actitud son de trapicheo.

Todo va bien, vamos a por la moto. La garita es como la anterior. Dentro, el mismo escritorio pero con dos chavales bastante jóvenes detrás y un angoleño alto y gordo, con gafas de sol doradas, polo, pantalones rojos y mocasines con aplique enorme y también dorado, en medio de los trámites para su coche. Me atiende enseguida el que está libre y le doy los papeles que tengo, o sea, los de la titularidad de la moto y el permiso de importación namibio, que sigo teniendo. No parece suficiente, pero tampoco sabe decirme qué tengo que enseñar y el gordo a mi derecha empieza a intervenir diciendo que necesito algo que no tengo. Calla, hombre. Pero el chaval está despistado y no sabe qué me tiene que pedir y le apabulla el resto de papeles y fotocopias que he desplegado encima de la mesa por recomendación del gordo, aunque yo no veo para qué, puesto que son los papeles namibios y fotocopias. Ante el desconcierto, el chaval llama a su jefe.

Durante el largo rato de espera veo como cruzan muchos vehículos que, como mucho, muestran un papel por la ventanilla. Pasa también una comitiva con los ministros de Sanidad de los dos países. Veinte coches, por lo menos, todoterrenos lujosos, gorilas, ambulancias, periodistas… también pasan varias motos, motocarros y camiones que llevan bidones o tanques con agua. Los chavales, a veces, me preguntan cosas sobre la moto y el viaje informalmente y, cuando por fin aparece el superior, al aviso de “el jefe, el jefe”, se recomponen. Uno empieza a teclear y el otro pretende que estamos hablando “de lo mío” con mi pasaporte en la mano.

Para el jefe es importante que acredite con papeles mi historia. Me pide un permiso de exportación tanzano que no tengo y que es el único documento que coincide con los de una lista fotocopiada que cuelga en la pared con los requisitos para importaciones temporales, que he visto hace un momento con mal presagio, porque no tengo casi nada de lo que indica. A nadie, a parte de mí, parece decirle nada esa lista. Me acerco a la moto a por los papeles que he ido acumulando en los meses anteriores. Cuando regreso, el jefe tiene un tocho con aspecto de texto legal abierto delante de sí. Pasa una y otra vez una hoja que acaba por desprenderse del libro. El fresado no aguanta su curiosidad por el epígrafe que habla de cuánto debe pagar un vehículo que vaya a ser importado según sean sus características. Subraya algunas partes, les explica un par de casos prácticos a los chicos y les pide que lo estudien. Usa tono de maestro severo y ellos hacen algunas preguntas, con supuesto interés, a las que, a veces, contesta con vaguedades.

¿Por qué un camión con tres trailers paga menos que una moto? (Balbuceos) No lo sé, pero aquí está todo (golpeando con la palma el libro), estudiad esto y os dará el fundamento técnico. O, ejem, la base legal, esa es la palabra. ¿Por qué hay que pagar? Porque lo dice aquí. Pero hay que estudiar continuamente porque todo esto cambia mucho.

(El muzungu, para sí) Sí, bueno, ¿podéis dejar las leccioncitas para cuando no haya nadie esperando?

Por fin, deja el libro y vuelve a mis papeles. Los que corresponden a Zambia, seguro caducado y los resguardos de dos impuestos, le agradan y, con ellos en la mano, me lleva a su despacho, que está en una de las naves por las que tenemos que cruzar. Dentro, hay cantidad de mercancía almacenada en grandes estantes. En su despacho, tele gigante de plasma, apostaría a que requisada, y el escritorio de alguien ordenado o poco ocupado. Aparta un ejemplar de “Historia de Esperança” que tiene un salvavidas como ilustración de portada (al que pienso recurrir si se pone difícil), y dispongo mi arsenal de papeles y fotocopias. Solo tengo un documento que acredite alguna de las exportaciones o importaciones, el namibio, que es además el que menos pinta de legal tiene, así que sólo puedo insistirle en que la prueba de que tengo permiso para sacar la moto de Tanzania es que está allí mismo aparcada y que, hasta ahora, en cada paso, se han ido quedando con el papel anterior y dándome uno nuevo. Después de un rato, decide que me va a dejar pasar y me pide fotocopias de varios documentos. Diría que me los pide al azar porque, entre otros, está el seguro caducado zambiano o el alta como pagador de impuestos en Tanzania. Parece que hay una copistería afuera pero, al ver que ya tengo casi todas las copias, me hace el favor de sacar las que faltan él mismo en un aparato de uso interno. Alega un problema en el sistema para justificar la tardanza, pero mira, tarda lo que quieras. Ya sólo me queda volver a la cabina de antes con este taco de fotocopias y el resguardo de pagar unos pocos euros en el banco que hay fuera y que me da después de unos cuantos consejos sobre conducción y lo que debo hacer si me para la policía. El hombre ha empezado muy legalista pero, poco a poco, se ha ido relajando y, al final, me lo ha puesto muy fácil. En cuestión de tres horas tengo mi papel y empiezo a rodar por Angola. Rodeado, de nuevo, de motos.

Primeros kilómetros

Las motos, las ráfagas de olor a quema de basura, el calor… los primeros momentos en Angola son como de vuelta a casa. A la casa africana. Recuerdos de los primeros días en Tanzania. A veces, me siento intranquilo. La bandera nacional está muy presente y es un poco intimidatoria con los colores rojo, negro y amarillo y esa versión de la hoz y el martillo, que aquí es el medio engranaje y el machete entero. Al menos no es el Kalashnikov del escudo de Mozambique, pero no pasa mucho tiempo hasta que empiezo a ver restos oxidados de tanques a los lados de la carretera. Pienso que los han dejado ahí a modo de recordatorio, pero creo que es que no los retiran. También hay otros esqueletos de vehículos accidentados que se alternan con los grupos que pescan pececillos con red en el agua que se acumula, de cuando en cuando, a los lados de la carretera, en cuyo arcén los ponen a secar.

Tanque

Bandera del MPLA
Bandera del MPLA, el partido dueño del país. El partido melapela

Primeros contactos

Poca gente saluda desde el arcén o en los pueblos, pero todos lo devuelven sonrientes si lo haces tú primero. El chaval de la gasolinera es simpático y, ya con el depósito lleno, por la mitad de dinero que lo habitual, alcanzo a una pareja en 125. Gafas de sol y chaquetas de cuero, pero sin casco y en chanclas. Compartimos un buen tramo juntos. A veces, ellos delante; a veces, yo, y nos decimos cosas y ponemos caras cuando nos adelantamos, hasta que se paran en uno de los pueblos que pasamos. Pasan bastantes kilómetros hasta que les veo por el retrovisor de nuevo. Me cuentan que van a Lubango, la siguiente población importante. Se van a hacer 300 km, los dos en una 125 (que tira bastante, por otra parte). No les acompaño, se hace de noche y para mí está bien por hoy. Desde que les pierdo de vista tardo bastante en encontrar alojamiento.

Barrera policial, la primera. Allá vamos, despacio y sonriendo. El agente me saluda amable así que paro para preguntarle por la pensión que queda a la derecha y que tiene toda la pinta de estar abandonada. Me confirma que funciona, pero ¿para qué voy a pagar allí si en el puesto de la policía puedo dormir? ¿En serio? Pero sin esposas, ¿no? Sí, sí. Ve allí, al edificio azul.

Estoy en un pueblo más bien pequeño. La tarde acabando y yo por el camino de tierra que lleva al edificio de una planta que son las dependencias policiales, frente a la explanada donde se disputa un partido de fútbol. Me reciben un policía muy joven, armado con metralleta y vestido de caqui, otro más mayor que viste de azul y dos de paisano que no sé si son policía o no. Están de charla tranquilamente y, enseguida, me buscan un hueco donde puedo poner la tienda. Y empiezan las preguntas. Pero no son nada oficial, puro interés por saber del viaje y de mí y de si me gusta la pasta y las judías. El de azul resulta ser el sargento o lo que sea, el jefe, vamos. Y me acaba de invitar a cenar.

Su casa consiste en una habitación en un edificio muy simple. Apenas cuatro paredes y un tejado y otras dos habitaciones, una que es ocupada por un técnico agrícola y otra que hace de cocina. Las tres puertas dan a la parte trasera de un edificio colonial que debió de ser muy bonito y que ahora parece ruinoso. En él tiene un cuarto de baño (compartido con otra gente que, de vez en cuando, aparece por allí) donde asearse a base de cubos de agua que le trae una chica del pueblo a la que paga el Gobierno, por eso y por hacer la comida. El agua del baño después hará también de cisterna, porque el jefe de la policía de Chibemba vive sin agua corriente y con la luz que le proporciona un generador los días que tiene gasolina. Tampoco su Toyota Hilux 2.4 tiene gasolina (aún no han enviado el sueldo desde Luanda), ni sus neumáticos dibujo y el coche policial para los veinte agentes a su cargo ha ido a Benguela a comprar comida.

De cena hay judías pintas con chorizo y espaguetis tal cual, tan pasados y exquisitos como los habría hecho mi abuela. Dos platos me cepillo. Mi aportación son cigarrillos y luz de la linterna, que ya se ha quedado con Casimiro. El policía peligroso y corrupto que debería haber sido por su condición de agente angolano (si hacemos caso de lo que se dice) me da casa y comida, se preocupa porque esté bien y no me falte de nada y me da conversación como un amigo, de tú a tú. Sin saqueo, sin servilismo.

No le gusta mucho Chibemba, prefiere Luanda, donde se han quedado su mujer y sus tres hijos, a quienes ve una vez al mes, con suerte. Pero le toca estar aquí dos años más, convencido de la misión de servir y proteger que aprendió, durante su formación, de policías españoles.

Por la mañana, cuando le veo hacer unas carreritas cortas pasando por delante de las puertas, me pregunto por qué nadie me dijo que esto también podía pasar. Ni una cosa buena, ni una cosa, aunque sea neutra, había oído de la policía angoleña. Hasta ahora, el 100 % de la policía angolana ha sido justo lo opuesto de lo que esperaba. Aunque sólo sean tres de tres, ya es más de lo que cualquier policía, no sólo en África, sino en el resto del mundo, haya hecho directamente por mí nunca.

Me fumo un puro. Ahora sí

Continúo en dirección a Luanda. No debo tardar mucho en llegar, pero no por ello pienso ir por el camino derecho. No esta vez. En Lubango cambio el resto de dólares namibios que saqué el último día y, de nuevo, es casi el doble de lo que debería. Esto me descoloca. Ya no sé si la gasolina está a 80 céntimos o a 50… como sea, me han dado un fajo enorme de billetes de 500 y, con él, voy hacia la Serra de Leba. Curvas, ¡por fin! ¡Muchas! Y manzanas duras y ácidas. Y, al bajar, zona árida y negras en tetas y negros de colores. Todos altos y fibrosos, que caminan por en medio de esa nada.

De nuevo, la costa y, de nuevo, pequeños caminos de piedras y arena para llegar a una cala que es para mí. Están haciendo un alojamiento sobre el acantilado pero ahora sólo hay dos chavales y un señor que deben de estar al cuidado mientras terminan y no y que me han dado permiso para poner la tienda abajo, sobre la arena. El día de hoy ha sido mi regalo de cumpleaños, de las mejores etapas de moto del viaje y, de nuevo, casa gratis junto al mar. Hoy sí que me fumo el puro. En Namibia sólo lo hice de forma metafórica, pero hoy, cumpleaños, buen día, buena playa y en Angola, hoy sí.

Me fumo un puro

Cómo son las cosas, lo que esperaba encontrar en Namibia me lo da Angola, donde a punto he estado de no venir. Con muchos días por delante en el país es pronto para hacerse una idea más o menos general pero, desde luego, no ha podido empezar mejor. Nunca sabré qué habría pasado de haber cruzado por aquél paso en el norte. Quizás por allí anden los angoleños inhumanos comedores de blanquitos, esperando que el próximo no se raje en la frontera para poder llevarse algo a la boca. O quizás no. Tal vez, de esos haya pocos, como los hay también en tantos sitios.

7 comentarios

  1. Has entrado a Angola por la puerta grande, felicidades.
    !!!buenísima la foto del puro y qué a gusto se te ve!!!!
    Adelante , valiente aventurero, de comentarios sinceros y sin tapujos que gustan y calan.

  2. Me alegra que tu cumpleaños te haya traído un buen día de playa con puro y todo y la buena acogida de Angola a pesar de los malos augurios...
    Con los mismos ingredientes , los panes salen distintos, algo pone uno de sí mismo que marca la diferencia. Este es tu viaje con corteza crujiente y miga tierna. Adelante y, de nuevo y ahora desde aquí Feliz cumpleaños. Un beso muy fuerte.

  3. felicidades Quino. Precisamente comentaba con un amigo los estereotipos que muchas veces se manejan sin tener nada que ver con la realidad. Hay multitud de ocasiones que las personas y las cosas no tienen nada que ver con lo que nos han contado por eso me alegro que estés disfrutando del inicio de tu viaje por Angola. Como alargues un poco el viaje nos vemos en Cabo Verde. Un abrazo

    1. Eso es así y no paro de encontrar ejemplos en los dos sentidos. Tampoco es un descubrimiento muy novedoso, pero claro, cuando todo lo que te han dicho es tan malo, esperas que la gente tenga cuernos y rabo, como poo.

      Ya debes estar a punto de salir a Cabo Verde. ¡Mucha suerte!

  4. WATER FÁ?

    Se te ha olvidao el «bota'l chápiro verde»

    VER PARA CREDER


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